miércoles, 19 de junio de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (vi).

Queridos lectores:

Dejé Picton atrás (Judith también la había dejado, pero en otra dirección, para recorrer Marlborough Sound a pie) y me dirigí hacia el sur por la costa este (03.03.13).

El tiempo bonancible, semejante a una primavera ibérica, había acabado y sido sustituido por lluvia. Al poco de echarme a la carretera me detuve para recoger a Brad, que hacía autostop. Brad, un muchacho canadiense, se dirigía a Christchurch, donde esperaba encontrar trabajo en la construcción. Apenas diez minutos después paramos a recoger a dos viajeras más: Emily y Skyla, francoestadounidense la primera y estadounidense por entero la segunda. El coche quedó completo para alivio de los tres, que se libraban de lo peor del aguacero, y esfuerzo del motor, que exigió mejor trato.

Conduciendo con mucho cuidado por las siempre sinuosas carreteras del país, ahora encima mojadas y con poca visibilidad, bordeamos la costa animados por la conversación de Emily y Skyla (Brad resultó ser el más tímido o el más sensato). Las chicas habían acabado sus estudios de medio ambiente y se tomaban un tiempo para viajar. Los tres, además de haber usado en algún momento la misma red social que un servidor, habían recurrido también a otra semejante en la que se ofrece alojamiento y manutención a cambio de trabajo. Al parecer, una loca que maltrata a sus invitados en una granja de la isla norte es famosa. La juventud es generosa:
- No es mala mujer pero tiene muchos problemas personales, concedían Emily y Skyla.
- Muchos y muy graves, remachaba Brad.
- ¿Pues sabéis qué os digo? que debe de ser una vieja bruja y no teníais por qué aguantar ningún abuso.
- Desde luego, sentenció Brad. En todo caso (dirigiéndose a mí) tú no necesitas soportar esas tonterías.

A fé mía que tenía razón. Si a taxistas ladrones, hosteleros trapaceros y anfitriones poco inspirados (todos ocasionales, empero) hubiese tenido que sumar patrones enloquecidos, habría necesitado un año más para descansar del primero de viaje. Emily y Skyla decidieron dar un giro alegre a la conversación:
- ¿Y a vosotros qué os hace felices?

Después de oir cosas como la música, los amigos, estar vivo, viajar y otras que eran de esperar, mentí un poco cuando me llegó el turno y me conformé con decir que el chocolate. Como había consenso en lo primordial, las chicas, que viajaban con una guitarra, nos ofrecieron su música y así seguimos camino animados por la buena ejecución de Emily, que cantaba y tocaba, y de Skyla, que iba más bien desafinada pero ponía mucho corazón.

Nos detuvimos junto a un talud en la costa, a cuyo pie se forman en las rocas piscinas naturales de agua marina en la que no pocas crías de otarios disfrutaban de un baño seguro, acompañadas de los adultos que dormitaban adyacentes, despreocupados de ellas y de la lluvia que seguía cayendo.

Brad, Skyla, Emily y un servidor.


Otarios a la hora del baño.

Con más música en vivo y grandes y pequeños éxitos para todos los gustos, no paramos hasta llegar a Kaikoura, mi destino ese día. Dejé a las chicas en la calle mayor, después de que cambiasen de opinión unas tres veces en el último minuto antes de bajar. De Brad me despedí al llegar a la oficina de información. Me acerqué seguidamente a la empresa local que organiza excursiones en barco para ver ballenas, pero se habían cancelado todas por el mal tiempo. Trasladé la reserva a la mañana siguiente en espera de que amainase, me instalé en uno de los cómodos albergues neozelandeses (con alcoba y baño propios), comí algo en una cafetería y me fui a pasear por el pueblo y alrededores.

El pueblo de Kaikoura, muy turístico, resultaba agradable, aunque sin atractivos especiales. Mucho más interesante fue acercarse al extremo de la península homónima, que aloja una colonia de otarios. Había bajamar y los fondos rocosos del cabo quedaban a la vista. En las lagunas intermareales se afanaban muchos ostreros, comunes y negros, (Haematopus ostralegus y Haematopus unicolor, el último escaso y endémico), garzas ( Egretta novaehollandiae), chorlitejos (Charadrius bicinctus, también endémicos), patos y gaviotas. Más se esforzaban los cangrejos por no ser descubiertos.

Los lobos marinos sin embargo no eran tan conspicuos: son lobos, pero no tontos, y descansaban no entre las rocas que inútilmente prospecté de un vistazo al llegar, sino entre los arbustos, en la tierra muelle. Animales sueltos sesteaban desperdigados a escasos pasos del aparcamiento, para alegría de los turistas que competían entre sí por fotografiarse más cerca de los bichos, desoyendo las recomendaciones de los carteles que advertían de su buena dentadura. Con cuidado y respetando las distancias (también los varanos de Komodo eran inofensivos hasta que mordieron a dos guardas, qué cosas) hice lo propio y me entretuve contemplando a los más activos mientras lentamente subía la marea.

Especial impresión me causó uno que dormía en lo alto de una leja en la roca, a la que seguramente llegó con marea alta y que ahora, en su pedestal y rodeado de divertidos visitantes, semejaba algún dios zoomorfo adorado por sus acólitos. Por los bostezos y cómo se rascaba con las aletas, si divino, también indolente.

Invertí casi toda la tarde en aquel lugar, viendo ora el mar ora los animales, hasta que harto ya de la llovizna que relevó a la lluvia, me refugié en un café donde estuve escribiendo y no salí más que para cambiarlo por el bar más grande del pueblo, donde cené y seguí escribiendo hasta que cerraron (suena épico, pero los horarios son británicos; aquí los llamaríamos infantiles).

No molestar.

Garza.

Otario.

Gaviota.

Ostreros.

Amaneció seco pero ventoso (04.03.13). Ansioso me planté en la oficina del embarcadero para recibir un jarro de agua fría. Tampoco hoy habría excursiones en busca de cetáceos. Mi gozo en un pozo. Me hubiera retrasado mucho aguardar otro día más sin garantías sobre el tiempo, pero decidí no recuperar el dinero sino jugármelo de nuevo a una cita diferida hasta el final de mi vuelta por la isla sur.

Hecho esto, solventé dos gestiones perentorias: una visita a la librería local, de segunda mano, de la que el único libro que me interesó tenía (como en Tokio) un precio astronómico, y cortarme el pelo. Una enorme mujer, joven pero avejentada por la obesidad, me recibió con indiferencia:
- ¿Cuánto cuesta un corte de pelo, por favor?
- Diecisiete dólares.
- En vista del poco trabajo que te voy a dar, ¿no me lo dejarías en la mitad?
A juzgar por la rebaja que propuso, mi humorada le hizo muy poca gracia:
- Dieciséis dólares.
No pude resistirme a la oferta. Mientras me rapaba, calculaba por la imagen en los espejos si la buena mujer podría realmente alcanzarme la cabeza con los brazos extendidos sin que la mitad de mi cuerpo desapareciese en el suyo. Tuve suerte y sólo desapareció algo del poco pelo que me adorna.

No quedaba ya más que hacer en Kaikoura, así que seguí camino hacia Christchurch, la capital de la isla sur. Chirstchurch sufrió una serie de fuertes terremotos en los últimos años, de los que aún no se ha repuesto. Murió bastante gente y justamente el centro comercial e histórico de la ciudad quedó devastado. Hoy está cerrado por vallas metálicas. Sólo las cuadrillas de obreros encargados del desescombro y sus excavadoras pueden pasar. Ni siquiera han podido empezar la reconstrucción todavía; por ejemplo, aún debaten si derruir lo que queda de la catedral o reconstruirla.

La principal vía comercial retiene artificialmente su rol mediante el uso de contenedores metálicos apilados con cierto ingenio en los que se han refugiado muchos comercios. Asomado a la valla del final de la calle se ven más allá edificios medio destruidos, por los seísmos o por las palas excavadoras luego, escaparates sin actualizar desde hace mucho y, lo que más impresiona, calles desiertas en las que la vegetación ha colonizado ya grietas y resquicios. El centro de Christchurch, la tercera población de Nueva Zelanda, es ahora una ciudad fantasma.

Los dueños de un puesto de café, junto a la biblioteca donde entré para repasar mis planes, me explicaron que mucha gente se había marchado. Los que permanecen tienen constante miedo al menor ruido o sospecha de actividad sísmica. Paseé por las pocas calles transitables junto a la valla, gasté algo sólo por contribuir y visité el reciente museo de los terremotos, en el que lo verdaderamente impresionante eran los vídeos, obtenidos de cámaras callejeras, en los que se veía trepidar la tierra como si fuera gelatina, abrirse grietas enormes como si nada y correr despavorida a la gente. En menos de un minuto la ciudad quedó destruida y no sólo una vez, sino varias a lo largo de estos tres últimos años. No quedan monumentos ni hitos urbanos de especial interés fuera de esa zona, por lo que cambié de planes y telefonée a Christine, que me iba a alojar y lo comprendió, para explicarle que seguiría viaje esa misma tarde.

Las tiendas del centro de Christchurch, en contenedores.





Dejé la costa para atravesar la isla transversalmente por los Alpes del Sur, hacia el oeste. Por carreteras sin apenas tráfico disfruté del paisaje y me apeé en un par de ocasiones, para comer algo en un merendero dejado de la mano de dios, y para pasear por un conjunto de curiosos afloramientos rocosos en las estribaciones kársticas de la cordillera.

Llegué hasta Arthur's Pass, a novecientos metros de altitud y me instalé en un pulquérrimo albergue. Me informé en el centro de visitas del Parque Nacional del mismo nombre, y paseé en busca de los keas, los loros alpinos con fama de gamberros, pero no tuve suerte pese a que proliferaban los carteles de aviso sobre su osadía.

Cené a la hora de la merienda para no quedarme sin la última oportunidad de comer algo antes de que acabase el día, y me fuí al albergue. En el cómodo y acogedor salón comunal coincidí con Jema, una joven australiana recién licenciada en ciencias políticas que no podía decidir si el feo puzzle que intentaba componer era una diversión o un castigo. Al rato se nos unieron Aurelien, economista francés, y Laure, suiza de Nyon (¡paisana de Silvia!) que trabajaba en una oficina de viajes. Sin que Jema pudiese avanzar mucho con el rompecabezas, estuvimos hablando de todo un poco, como que Aurelien y Laure cruzarían pronto a Sudamérica, donde Laure se reuniría con su futuro marido aunque, hoy por hoy, el susodicho ni siquiera sospechase su destino. Tan resuelta sonaba que no hubiera dudado en apostar por su designio. Una madre inglesa y su hija  participaban ocasionalmente en la conversación desde una esquina

Por aprovechar sus conocimientos, pregunté a Jema sobre el reconocimiento constitucional de los aborígenes australianos que se había debatido al tiempo de mi estancia en el país. Jema me explicó que, aunque ya había habido disculpas oficiales de primeros ministros por los abusos del pasado reciente, debían saldar aún esa deuda formal, de la que además podrían seguirse luego indemnizaciones económicas por vía de reclamaciones legales.

En esas estábamos cuando un séptimo huésped, mudo hasta entonces, decidió intervenir para criticar el discurso de Jema.
- Todo eso no tiene sentido, el pasado pasado está y nosotros no somos responsables.
- Pero la generación robada es un hecho que no puede negarse y cuyos descendientes aún padecen las consecuencias (Jema).

Robadas se llama a las generaciones de mestizos australianos a los que el gobierno (británico entonces) separó de sus familias para asimilarlos forzosamente a la población blanca. El resultado fue una barbaridad, como es fácil imaginar. Un librito de Doris Pilkington, "Follow the rabbit-proof fence", del que también se hizo una película, es un pequeño pero muy interesante testimonio de esos tiempos.
- La generación robada no existió, era gente rechazada por los propios black fellas (denominación tradicional y despectiva, ya en desuso, de los aborígenes).
- Claro que existió, es un hecho incontrovertible (Jema).
- Todo eso sólo sirve para que ahora tengamos que pagarles millones a los aborígenes por cosas de las que no tenemos culpa, y que encima se lo gasten en alcohol. ¿Por qué tenemos que darles más dinero?

El hombre, que tendría algo más de cuarenta años, se mostraba muy vehemente, incluso algo agresivo tras haberse levantado para acercarse al tresillo en el que nos sentábamos Jema y un servidor. Aunque Jema no carecía de argumentos, la disparidad de sus presencias físicas sumada al silencio prudente de Laure y Aurelien (las inglesas se habían retirado antes), inclinaba la discusión hacia la razón de la fuerza más que hacia la fuerza de la razón. Al menos esa fue mi sensación. Decidí intervenir.
- Se cometió una injusticia y hay que repararla. No puede ignorarse sin más y no ha mediado tanto tiempo. Las indemnizaciones son sólo una restitución parcial.
- No conocéis la realidad. Ella (por Jema) con su educación, se cree todo lo que lee en los medios, pero no tiene ninguna experiencia de la vida, de la realidad.
- No seas injusto, estás siguiendo tus prejuicios sin siquiera escucharla.
- Y tú, que vienes de un país arruinado, ¿quién te crees que es eres para dar lecciones en un país extranjero? Yo soy australiano, llevo seis meses viajando por Nueva Zelanda y aún no creo conocer lo suficiente este país para atreverme a criticarlo. Soy minero y llevo toda la vida trabajando con aborígenes, algunos de mis mejores amigos lo son, ésa es la realidad, no las mentiras que publican los medios y que les enseñan en las universidades.

A falta de taxistas odiosos contaba con un minero faltón. Aunque me daba coraje por los demás, pues no quería extinguir la poca tranquilidad que pudiese quedar para la velada, no podía dejar sus ofensas sin respuesta, sobre todo porque sentí que el hombre se cebaba con Jema por ser ella mucho más joven, sin contar con la gran diferencia en corpulencia.
- No sabes lo que dices. No sabes quién es Jema, ni qué educación tiene, ni qué piensa o no de lo que digan los medios. No es tonta. Y sobre todo, no  me conoces a mí. No sabes nada: ni quién soy, ni de dónde vengo, ni qué experiencia tengo o dejo de tener de la vida.

Pronuncié esto último con severidad para no dejar lugar a más réplica que un abierto enfrentamiento por parte de mi antagonista y logré mi propósito. El hombre entendió que habíamos llegado al límite y calló prudentemente. No sin cierto desasosiego, nos retiramos todos ordenadamente a dormir.




Cuidado con los kiwis.

Arthur's Pass.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. A falta de taxistas... buenos son mineros.

    ResponderEliminar
  2. Y las fotos con los kiwis? Ah claro, que como vienes de un país empobrecido no pudiste hacer fotos, jajaja, por carpanta. Qué fuerte Christchurch, hecho polvo.

    ResponderEliminar