martes, 28 de mayo de 2013

XXXV. Nueva Zelanda (ii).

Queridos lectores:

John me acercó hasta la tienda de alquiler de coches y nos despedimos hasta mi regreso a Auckland (24.02.13). No tardé en descubrir que las carreteras de Nueva Zelanda, aunque bien asfaltadas, apenas pueden equipararse fuera de la zona metropolitana de Auckland con las comarcales españolas: muy sinuosas, de un sólo carril por sentido y casi sin arcén. Lo más sorprendente es que la gran mayoría de viaductos y puentes son de un solo carril para ambos sentidos. Pese a que las distancias kilométricas no son muy grandes, hay que invertir largas y pesadas horas de conducción de un sitio a otro (no hay manera de adelantar a los camiones más que cuando se añade algún carril ex profeso).

No obstante, el país es muy bello en general, quebrado, con un litoral roto y bonito. La fauna y la flora, únicas en su día, están por completo alteradas debido a las especies invasoras traídas por los humanos (primero los maoríes, luego los europeos), y sólo subsisten en estado primigenio, con gran esfuerzo, en lugares protegidos o aislados (islotes, las más de las veces).

Mi primera parada fue precisamente para contemplar una de las atracciones animales del país: los gusanos luminosos de las cuevas (glow worms). En una caverna en Waikite había una colonia, no de las más grandes pero sí igual de luminosa. Estos diminutos animales producen un reclamo de luz que, siendo tantos agrupados en la oscuridad subterránea, pasa por una convincente imitación de las estrellas en la bóveda celeste. No hay mejores espectáculos que los de la naturaleza, que se sobra y se basta para deslumbrar al más circunspecto, incluso con diminutos gusanos (son realmente pequeños).

Aún con las lucecillas en la cabeza llegué a la siguiente parada: unos aseos públicos. No porque tuviera necesidad, sino porque se trata de los que en Wakawaka (sólo por el nombre ya valdría la pena visitar el pueblo),diseñó el arquitecto austriaco Hundertwasser, de arte moderno acorde con sus más conocidas creaciones (de las que vimos algunas Rocío y un servidor en Viena, al principio del viaje). Por contribuir a la preservación del arte, hice uso del urinario y sentíme partícipe de un constante proceso fisiológico, artístico y creativo que espero hubiera complacido al Sr. Hundertwasser.

La entrada a la cueva de Waikite.

Aseos artísticos en Wakawaka.

Hice acopio de alimento en el supermercado y continué hacia la costa, hasta Paihia, en Bay of Islands, la Bahía de las Islas. Se trata de un enclave de gran transcendencia histórica para Nueva Zelanda: en un lugar llamado Waitangi se firmó en 1840 el tratado homónimo entre el Reino Unido y los jefes maoríes de la Isla Norte de Aotearoa (el nombre maorí de Nueva Zelanda, oficial y en pleno uso hoy día).

No hubo conquista inglesa. Los maoríes prefirieron ceder su soberanía a la reina británica antes que afrontar la colonización francesa que parecía inminente desde otras islas de la Polinesia. Un interesante museo en el lugar en que se decidió el futuro del país, recoge pertenencias de los protagonistas y reproducciones del tratado original, que apenas consta de un corto preámbulo y tres artículos. No es de extrañar que, habida cuenta de su laconismo y de las grandes diferencias que se aprecian entre la versión inglesa y la maorí, el tratado sea aún fuente de desacuerdos, muchos graves y plenamente actuales, atinentes sobre todo a la titularidad de la tierra y de los recursos naturales.

Antes de aprender todo esto y más sobre el tratado de Waitangi y sus circunstancias, acepté la proposición de la taquillera y acudí a una breve representación folclórica para los pocos turistas que éramos.

Una joven maorí en atuendo tradicional nos explicó que debíamos elegir un jefe de entre los guiris. El escaqueo fue generalizado, pero por más que me escondí mis pares me aclamaron y hube de dar un paso al frente por el bien de mi clan. Un guerrero maorí, de pecho descubierto y entrado en carnes, salió de la casa comunal (una sala tradicional con bellos trabajos en madera en la que se celebran los actos sociales), y con una lanza en la mano, ojos saltones y la lengua sacada, representó ante mi una danza intimidatoria. Mantuve el tipo, porque tenía una responsabilidad para con mis súbditos y, sobre todo, porque era sólo un paripé folclórico de lo que en tiempos realmente debió de ser terrible, y con gallardía (según me iba indicando la señorita) recogí la hoja verde ofrecida por el guerrero, dando así a entender que veníamos en son de paz, de dar palmas cuando hubiese que darlas y de gastarnos los cuartos en souvenires variados a la salida. En la cabaña completamos el ritual intercambiando discursos de bienvenida el jefe maorí y un servidor.
- ¿Ha de ser en inglés o puedo hablar en mi idioma?
- En español está bien.
- Gracias, ¿cuántas horas dices que tenemos?

Fui breve, agradecí al jefe que no nos hubieran cortado la cabeza para comernos después (los maoríes que avistaron a los primeros navegantes británicos les gritaban desde la orilla: ¡venid a tierra!, ¡os mataremos y luego os comeremos!) y asistí con mi clan a una interesante exhibición de baile y canto maorí aderezado con guitarra española, una histórica influencia ibérica en la Polinesia (parece que la llevaron los portugueses).

Al término de la representación hablé con uno de los músicos. El maorí es una lengua viva, aunque minoritaria, como el quince por ciento aproximado de sus hablantes, bilingües, respecto al total de la población. Su cultura perdura a través del folclore y otras actividades, incluyendo las muchas reclamaciones que derivan del tratado de Waitangi, siempre vigente. John me había explicado que hasta tiempos recientes no había habido ningún gobernador maorí, pero que ahora se tenía más respeto, al menos formalmente, por la estirpe autóctona.

Bay of islands.

Aquí se firmó el tratado de Waitangi.

Arriesgando la vida por mi tribu.

Y haciendo las paces con los maoríes.


Enorme canoa ceremonial, de una sola pieza.

Crucé luego en transbordador hasta el pueblo de Russell, en una isla de la bahía. Russell fue la primera capital europea de Nueva Zelanda, y siendo refugio de marineros, balleneros, aventureros y buscavidas, fue reputada como "un agujero infernal en el Pacífico" por visitantes tan ilustres como Charles Darwin. Hoy es un agradable pueblecito turístico donde pasear (paseé), contemplar los escasos monumentos locales (los contemplé), disfrutar del paisaje (disfruté), tomarse una cerveza (la tomé), escribir algo (escribí) y admirar los soberbios peces espadas disecados en las paredes de la taberna del club de pescadores (los admiré, y mucho: más de doscientos cincuenta kilos de pez en un tremendo ejemplar y otros enormes).

Regresé a tierra firme al anochecer para acabar mi primer día de exploración cómodamente en el motel.



 
Zona de riesgo de maremotos.


Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Pero hombre, haberle hecho tu Niseishi al guerrero maori.

    ResponderEliminar
  2. Qué interesante la historia de Nueva Zelanda. Y qué pena que no te cogieran como jefe de los maories. Les hubieras hecho el pirulo; técnica que de haberse conocido antes hubiera producido un cambio en el devenir de los aborígenes. Como siempre, chulísimo todo. Estamos paseando, contemplando, disfrutando, tomando, escribiendo y admirando todo a través de tus crónicas. Y mucho!

    ResponderEliminar