jueves, 9 de mayo de 2013

XXXIV. Australia (iv).

Queridos lectores:

Perth había de ocuparme toda la mañana, pues por la tarde volaría hasta el otro extremo de ¡Australia!, a Sydney (15.02.13). Desayuné en la cafetería de la esquina, leyendo el periódico local y viendo pasar a la gente a por un café con el que despertar de camino al trabajo.

Mi habitación estaba justamente en la buhardilla de la esquina.

Perth es una agradable ciudad (como lo son todas en ¡Australia!) que se extiende a lo largo del río Swan. El centro monumental y financiero es de dimensiones reducidas, por lo que en apenas unas horas pude enhebrar, caminando, los principales puntos de interés para el visitante. Es siempre una sensación peculiar encontrarse entre oficinistas que cruzan la calle con prisa para ir al trabajo, o en la pausa de la comida, o con cara de cansancio al final de la jornada. Lo es porque no me cuesta reconocerme en cualquiera de ellos, con traje y corbata, un portafolios en la mano y ojos de repasar alguna reunión aburrida, habida o por haber. Esta vez mi pertenencia a ese mundo era meramente tangencial, aunque no desaproveché la posibilidad de rozar un poco más de cerca uno de esos ámbitos al que, como elemento de producción, pertenezco en otro tiempo y otro espacio.

El Tribunal Supremo del Estado de ¡Australia! Occidental se encuentra junto a unos bonitos jardines, al otro lado de la casa del gobernador, entre el distrito financiero y el río, en cuya antigua vega se está levantando una nueva zona verde y de ocio que pretende ejercer de nexo entre ambos en el futuro próximo. No pude sustraerme a la llamada del cartel que anunciaba el Museo de la Ley.

La sede del museo es el edificio más antiguo de Perth, erigido en 1836, y alberga una sala de vistas a la usanza británica, algunas habitaciones auxiliares y una colección con piezas tales como las pelucas de destacados jueces, textos legales y, ya puestos, una horca usada en tiempos para ajusticiar condenados.

Pasé ante la puerta del Tribunal Supremo, de donde ví salir a un par de caballeros trajeados. Sabía que justamente en esos días se debatía en el parlamento nacional una reforma de la Constitución para mencionar a los aborígenes como ciudadanos del país. Lo cual me sorprendió porque me constaba que, en la lucha por sus derechos (es decir, llanamente que se les concedieran los mismos de los que siempre disfrutaron sus compatriotas de origen ultramarino), progresos constantes desde los años sesenta del S. XX fructificaron en los noventa con, entre otras cosas, indemnizaciones por la ocupación de tierras sobre las que, antes, el ordenamiento jurídico no reconocía título válido a sus habitantes originales. Incluso un primer ministro pidió perdón público por los abusos de "la generación robada", una larga y ominosa época en la que se secuestró legalmente a los mestizos para educarlos en un ambiente de supuesta integración "blanca". Al parecer, falta aún un reconocimiento expreso en la Constitución, y en eso andaban ocupados los parlamentarios al tiempo de mi visita.

Pregunté pues a los señores si eran abogados, por gusto de oír las explicaciones que les placiese darme, pero no, ni lo eran ni por todo el oro del mundo quisieran ser tomados por tales.
- Tranquilos, yo mismo soy abogado, pero estoy de vacaciones.

Asómeme a la entrada donde una encargada de seguridad, con aspecto de afable anciana propia de la etiqueta de algún producto de repostería supuestamente casero, me recibió muy amablemente. Enterada de mi condición de leguleyo me animó a visitar un par de salas donde se estaban celebrando vistas. Una de primera instancia y otra de apelación. Allá me fui, al gallinero de las visitas de cada una, ambos vigilados por sendos guardas con cara de aburrimiento insanable. Una graciosa reverencia al entrar, porque así me lo habían indicado, porque resultaba cómico y por gentileza para con el gremio, diez minutos de presencia en los que la administración de justicia australiana no me pareció muy distinta de la nuestra, o sea, solemne y solemnemente tediosa, otra reverencia menos encorsetada al salir ahora que ya le había tomado cierta confianza al poder judicial, y dí por concluida mi fugaz visita al planeta de los juristas.

Tres o cuatro aborígenes se esparcían por el parque cuando traspuse la puerta de la institución que hasta hace poco les negó elementales derechos. En fecha tan reciente como 1971 los jueces sentenciaron que, a la llegada de los británicos, el continente carecía de dueños; el mismo subterfugio pseudolegal que se había usado para desposeer a los indios norteamericanos más de cien años antes, pero en este caso con la extraordinaria agravante de que ¡Australia! era ya signataria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuya virtud "toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente", de la que "nadie será privado arbitrariamente".

Tentado estuve, y mucho, de acercarme a preguntarles como parte interesada que les suponía, pero la vergüenza de presentarme como inquisidor indeseado y sus aires un tanto ebrios me aconsejaron desistir.
Un cartero ante la estación de bomberos.


El palacio del gobernador.


Se levanta la sesión.

Explicadme cómo esto puede ser justo.

El Tribunal Supremo de WA.


The Bell Tower.


"Los mejores predicadores son los que viven según su credo."


The Perth Arena.

"Sólo merecen la libertad quienes estén preparados para defenderla".



Acabé mi recorrido por la ciudad, devolví el coche en el aeropuerto y volé a Sydney. Adonde llegué ya muy tarde, pues a las casi cuatro horas de vuelo (¡Australia! es enorme) se añadía el efecto de los husos horarios y de los usos británicos. Dos trenes sucesivos me llevaron hasta el barrio de Rose Bay, donde cogí un taxi honrado y que se moría por contarme que en Siberia había caído un gran meteorito que había roto cristales y causado mucho miedo, y que a mí me pareció un extraño recibimiento más propio de adivinos y agoreros. Haciendo un esfuerzo y ya sólo medio despierta, me esperaba Alethea en su casa.

Cumplí así la amenaza que proferí tras haber sido invitado en Penang, Malasia, pero justo es decir que Alethea se mostró siempre como una agradable anfitriona y que me resultó muy grato alojarme con alguien conocido de antemano, a quien por ende no tuve que repetir mi historia.

Llegada a la estación central de Sydney.
 
Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. ¿cuándo llegas a España, jaja?

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  2. Qué chulo Perth también. Déjales, Fernando, que no vas a arreglarles tu lo de los derechos y la propiedad de los aborígenes en una tarde. Porque ellos no quieren, no porque tú no seas capaz.
    Lo de que alguien te explique la justicia que hay en la pena dé muerte me ha recordado una frase que leí ayer, atribuyéndosela a Mandela: "Pruébenme que estoy equivocado, cobardes, decidan de una vez si ganar una discusión es más importante que salvar la vida de un niño”.
    Pues eso. Aún seguimos sin contestar correctamente.

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