sábado, 11 de mayo de 2013

XXXIV. Australia (y v).

Queridos lectores:

Llegar a Sydney fue un regalo (16.02.13). Puesto que ya conocía la ciudad y tenía cumplidas las principales visitas del turista aplicado, me propuse pasar varios días de asueto en el más estricto sentido, sin preocuparme por qué ver ni qué hacer ni, gracias a la hospitalidad de Alethea, siquiera tener que buscar alojamiento.

En la medida en que lo permitió el aguacero matutino, acompañé a Alethea a hacer algunos recados por su barrio, una zona residencial bastante agradable no muy lejos del centro, y luego fuimos a comer a un restaurante nuevo que le habían recomendado. En una zona industrial de la periferia de la ciudad, restaurantes, bares y supermercados a la moda se abren paso en antiguas naves industriales, y la calle estaba inusitadamente animada.

Dedicamos la tarde a pasear por Bondi Beach, la playa más tradicional de Sydney, degustar una cerveza y atemperar los nervios de la buena de Alethea, que se había despedido de su trabajo como profesora de empresa al regresar de Malasia y encaraba una nueva etapa profesional en dos días. Esta vez en una oficina del gobierno relativa al empleo.

Alethea a la puerta de casa, esperando a que escampe.

Bondi Beach.

"La cerveza fría salva vidas."

Cuando le pregunté por la situación de la mujer en ¡Australia!, Alethea fue muy crítica. Pese a que en este momento haya una mujer al frente del país (e innegablemente algunas de las críticas que se le hacen nacen de su condición sexual), se las posterga constantemente. Alethea me contó que en una ocasión le denegaron un trabajo por su sexo, y con la desfachatez de decírselo a la cara. Lamentable. En cuanto a lo de ser aún súbditos de Su Graciosa Majestad, según mi amiga la mayoría de la gente no le da mucha importancia. Personalmente a ella lo que le interesa es que el país funcione, mande quien mande. Y el país, en general, funciona.

Escapando de los nubarrones que nos acompañaron todo el día, acabamos la jornada en casa, dando cuenta del jamón serrano, queso, olivas y vino que habíamos comprado, siguiendo mis consejos, en uno de los mercados para enteradillos que he mencionado antes. ¿No dije que Sydney es una de mis ciudades favoritas?

El domingo nos fuimos al centro, al barrio más antiguo de Sydney, The Rocks (17.02.13). En un extremo de la ciudad, cerrando el puerto, alberga, en viejos establecimientos, librerías, bares, tiendas de arte, hoteles, restaurantes, y proporciona estupendas vistas de la urbe. Tomamos cerveza en uno de los dos bares que contienden por reputarse el más antiguo, paseamos, comimos en el bar antagónico, cruzamos sobre el puente del puerto de Sydney (Sydney Harbour Bridge), nos acercamos al Luna Park, un insoportable parquecillo de atracciones que tiene, para quien lo sepa apreciar y no es mi caso, el supuesto encanto de remedar en casi todo tiempos pretéritos.

La casa más antigua de Sydney.

Adoptando las costumbres locales.

Ambiente sabático en The Rocks.

Sydney Harbour desde el puente ...

... y a través del puente.

Alethea se volvió pronto a casa para afrontar su primer día de trabajo en óptimas condiciones, y un servidor prosiguió el paseo, absolutamente relajado y sin más apremio que regresar a dormir a Rose Bay. El puente, enorme y señorial, la bahía que serpentea entre la ciudad, los modernos rascacielos del barrio financiero, junto al puerto y, sobre todo, la incomparable Sydney Opera House confieren a esta parte de la ciudad un carácter único.

Verdaderamente es asombrosa la personalidad que imprime a todo el entorno la Opera House, un solo edificio extraordinario, original y bellísimo, cuyos planos, ideados por un arquitecto danés, fueron desechados en la primera criba del concurso que se convocó para su construcción. Sólo la revisión instada por uno de los árbitros permitió recuperarlos. Ni siquiera Jorn Utzon, su creador, sabía al tiempo de su concepción, en los años cincuenta del S. XX, cómo resolver los enormes desafíos técnicos que exigiría su levantamiento.

A su lado, los jardínes botánicos constituyen el principal parque urbano, buen lugar donde demostrar a los osis cómo se duerme una siesta, con desenvoltura, decisión y voluptuoso abandono. No encontré la colonia de zorros voladores que era uno de los espectáculos más sorprendentes de Sydney, colgados boca abajo durante el día y desperdigándose en gran número al atardecer. Alethea me explicó luego que, debido a los daños que causaban a los árboles, los han trasladado a otros lares sin detrimento de su salud, según aseguran los responsables. Los añoré. Sí había muchas aves, inlcuyendo avefrías y loros, como el rainbow lorikeet (Trichoglossus haematodus), uno de los pájaros más vistosos y comunes de la ciudad.

Cormorán de metal bruñido.

Poco después de que Alethea saliera para estrenarse en el trabajo asediada por sus nervios y alentada, espero, por mis parabienes, me centré en cerrar los vuelos que me permitiesen volver a casa desde las antípodas (18.02.13). El viaje iba llegando a su fin y había que enlazar las etapas restantes del mejor modo posible. Quizá después de todo Jo tuviera razón en Manila y hubiese perdido capacidad intelectual en estos meses, pero por más tiempo y esfuerzo que invertí esa mañana no conseguí cuadrar un plan cierto hasta Madrid. Sí hubiera podido seguir, como hasta entonces, estación a estación (plagio a David Bowie), pero las circunstancias lo desaconsejaban. Tampoco los billetes que se ofrecían para dar la vuelta al mundo me parecían servir, siquiera parcialmente. Recurrí a ayuda externa. Me acerqué a la agencia de viajes del barrio, con la suerte de que me atendiese una señorita muy eficaz, con quien, no sin bastante trabajo por su parte, conseguí concertar el viaje a falta de un último vuelo hasta España del que habría de ocuparme por mi cuenta. Como ya tenía aprendido, se demostró de nuevo que en la práctica ni particulares ni profesionales consiguen acceso a todos los vuelos del mundo desde una sola región geográfica, por increíble que parezca en estos tiempos.

Una visita al banco para sacar algo de efectivo, y de cabeza a la librería que me había recomendado Alethea. Para ser de barrio era muy buena, y puesto que ya no me habían de quedar muchas caminatas con la mochila cargada, pude consumar el disfrute que hasta entonces no había pasado de la contemplación. Pese a los excelentes servicios del libro electrónico, que me permitió leer cómodamente una veintena de libros sobre los países por los que pasé (sin contar las guías de viaje y los manuales de ajedrez) fue una liberación poder comprar en papel los que me viniera en gana. Empero, mantuve la calma y sólo me llevé un par.

El ferry de línea ya había partido, así que en autobús me fui al centro, a vagar sin planes ni planos, sin guías ni citas. Me apeé en Hyde Park, en el verdadero centro de la ciudad, para pasear y echar un vistazo a la catedral pero algo se cruzó en mis planes: ajedrecistas a la hora del almuerzo.

Irresistiblemente atraído, esperé pacientemente mi turno, gané al que parecía el jugador más fuerte de la asamblea que renunció a la revancha porque tenía que volver a la oficina, y jugué luego unas cuantas partidas más con suerte desigual, más por torpeza propia que por méritos ajenos, quise creer. Tanto tiempo estuven jugando que me llegué a sentir pesaroso:
- ¿Y que más te da, si estás de vacaciones?
- Pues que tengo que hacer mis labores propias de turista.
- ¡Jugar al ajedrez en Sydney debería ser una de ellas!

¡Más ajedrez, es la guerra!

La catedral de Sta. María.
  
Cruzando el centro llegué hasta Darling Harbour, donde me dediqué a comer algo e intentar resolver la última etapa del viaje de vuelta. Por problemas técnicos de las líneas aéreas, tardé horas en asegurarme el regreso a casa, un día después de lo planeado gracias a la comprensión de Rocío desde el otro lado del planeta.

Esperé hasta la noche antes de volver a casa, pues quería ver la ciudad iluminada eléctricamente, y cuando regresé me encontré a Alethea aún algo agitada tras su primer día de trabajo, pero contenta.



Pasé de nuevo por la agencia para recoger mis billetes (es un decir, eran todos electrónicos) (19.02.13). Salí, caminé unos pasos y volví a entrar para darles las gracias, pues no estaba seguro de haberlo hecho y no me lo habría perdonado. Esta vez sí llegué a tiempo de coger el ferry a Sydney Harbour. Venía con retraso, tanto que alguien usó el teléfono de servicio de la parada para reprochárselo a la compañía de transportes y averiguar la causa. Me pareció algo propio del primer mundo.



La navegación en ferry es una manera barata y muy amena de ver la bahía de Sydney. De paso se contempla la Opera House desde casi todos los ángulos. Un deleite hipnótico, y no sólo para el visitante. Porque me conozco, entré en el museo de las barracas (The Barracks) antes de pasar de nuevo ante la tentación. Abierto hace apenas unos años, es un histórico edificio de comienzos del S. XIX en el que se alojaba a los deportados nada más llegar a ¡Australia!.

En contra de lo que podría pensarse, ser condenado a la deportación austral desde la Britania decimonónica no exigía grandes méritos criminales. En el museo se muestran los historiales de muchos convictos con extensas condenas de prisión y trabajos forzados en el destierro (este último era para siempre las más de las veces) por delitos tales como el hurto famélico y otras conductas que hoy en día no pasarían de ser faltas leves. Incluso la presunción de inocencia era despreciada: un desgraciado había sido condenado por no probar la procedencia de una chaqueta que le incautaron. Alethea me explicó luego que hoy en día hay incluso cierto sentimiento de orgullo entre los descendientes directos de los deportados. Cómo cambian los tiempos.

Era interesante bucear entre los facsímiles de los documentos oficiales que acreditaban las condenas, su cumplimiento, certificados de libertad, maquetas de los ingenios textiles en los que se cumplían algunas de las penas, y las habitaciones en que dormían los presos, en hileras de hamacas. Montones de mujeres siguieron la misma suerte, en ocasiones sólo por acompañar a sus hombres sin perder, al menos teóricamente, la libertad. El edificio cumplió distintas funciones a lo largo del tiempo, incluso como dependencia gubernamental, hasta su clausura bien entrado el S. XX.

The Barracks.

Reconstrucción del interior.

Cumplida con esmero la visita cultural del día, podía entregarme ya sin reparos a otra sesión de ajedrez en el parque. Y eso hice, aunque con más mesura. No sólo de juegos de mesa vive el turista, y quería pasarme por una librería de las grandes, de las que aún sobreviven a tantos cierres en todo el mundo, a echar un vistazo y cobrarme alguna pieza más.

Luego había quedado en el centro con Alethea, para una cena temprana con la que festejar su nuevo trabajo. Alethea venía muy contenta, con ilusión por sus nuevas responsabilidades y, ya tras un par de días de contacto con su nuevo ambiente laboral, mucho más relajada. Cenamos en otro barrio a mitad de camino del suyo, y tras hacer la cola que refrendaba la popularidad de sus fabricantes, rematamos la celebración con un helado densísimo que ni siquiera pudimos acabar.

En conmemoración de la Gran Guerra.

Casi morimos presos de patas en el helado
(plagio a Samaniego, claro).

Madrugué mucho, más que Alethea incluso, al día siguiente para tomar primero un autobús y luego dos trenes hasta el Parque Nacional de las Blue Mountains (20.02.13). Las Montañas Azules se llaman así por un  fenómeno atmósferico habitual en el valle, que les da ese tono. También hay quien dice que se debe a propiedades de los eucaliptos. Sea como fuere, son ciertamente muy bellas y una atracción turística principal en el entorno de Sydney.

No me costó mucho enlazar con una ruta de autobuses turísticos de los que se apea uno cuando quiere para pasear a su aire. Eso hice. Esquivando un teleférico y algunas otras instalaciones en torno a las que se aglomeraba el gentío, incluso pude disfrutar de algunos ratos de tranquilidad para explorar los miradores sobre el valle, el bosque y las formaciones rocosas que peculiarizan las montañas. Y la hamburguesería casera del monte, única posibilidad de comer algo donde me encontraba.

Tras la excursión, una breve visita a la librería del pueblo y de regreso al tren, que en total me esperaban algo más de dos horas hasta casa. Antes de tomar el último autobús llamé a mi amiga Affie desde una cabina. Affie, compañera de trabajo de Geneviève, Peter y Said (con quienes estuve en Budapest), nos paseó por los alrededores de Sydney cuando vinimos Rocío y un servidor años atrás. Aunque ambos teníamos ganas de volver a vernos, unos días de extraordinaria intensidad por su parte nos forzaron a dejarlo en una larga conversación telefónica. No por ello dejó de ser una alegría compartir algo de tiempo con ella.

Las Montañas Azules.



"Las tres hermanas".

Me despedí de madrugada de Alethea, que andaba un poco acatarrada, creo que de tanta intensidad con la que vivía su nuevo empleo. Se acababa mi estancia en ¡Australia! pero aún quedaba mucho y muy interesante por vivir. Empezando por la larga cola en el control de pasaportes. Así es la vida del viajero.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Pan comido, chaval. Esto ya no es como cruzar fronteras en Asia o buscar vuelos en Rusia...Me parece que voy a tener que buscarme alguna actividad en Sydney...

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  2. Mira que es bonito el edificio de la Opera House, y visto de lejos, así tan blanco, nadie diría que está forrado de miles de azulejos blancos como los que se ponen en los cuartos de baño...

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  3. Qué bonito Sidney también. Me ha gustado la casa más antigua. Y lo de las barracas de los deportados. Yo creo que nos hace falta una nueva Australia para mandar a unos cuantos más.
    Muy bonitas las Blue Mountains.

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