viernes, 12 de octubre de 2012

XXI. Japón (iv).

Queridos lectores:

Me despedí de Zhang, que me acompañó al autobús, y me fui al hotel que había reservado la víspera, cerca de la estación, a dejar la mochila. Había quedado con Yasue para dar un paseo por la ciudad. Me reuní con ella en una de las esquinas más transitadas de Kioto, en el distrito comercial cerca del río. Kioto no es muy grande y no se tarda mucho en llegar a partes más tranquilas, como los santuarios de Gyon e Higashimaya, contiguos con el parque Maruyama, por todos los cuales me guió Yasue con mucha frescura y mucha erudición al mismo tiempo.

Folclore matutino a la puerta de la estación.
 
Yasue es bióloga e investiga en la universidad de Osaka (distante una hora en tren de Kioto) la cura de diversas enfermedades, con fines farmacológicos. Sin perder nunca la sonrisa sin la cual costaría imaginarla, me explica que para los científicos las cosas no son fáciles en Japón, hay poco trabajo, no muy bien remunerado, y muy inestable. En su caso, dependen hasta cierto punto de obtener resultados que puedan interesar a la industria farmacéutica.

Yasue junto al rio.

Yasue es muy simpática y muy modesta, y como es menudita se oculta un poco tras sus grandes gafas oscuras, pero aunque quisiera no podría esconder una inteligencia tan vivaz como la suya. La gran afición de Yasue, fuera de la biología, es la arqueología. Arde en deseos de visitar los principales monumentos antiguos del planeta, muchos de los cuales ya conoce, y exhibe una erudición sobre el tema digna de un profesional.


Es domingo, y por los santuarios y el parque pasea todo tipo de gente, incluyendo un cortejo nupcial, muy elegantes los novios en atuendo típico, y los invitados a la occidental. Algunas chicas lucen los tradicionales yukatas, kimonos de verano. Ante mis preguntas, Yasue me anima a interpelar directamente a una de ellas: viste así por gusto, por ser un día especial; las zapatillas de deporte, se ríe, no, no son tradicionales.







Los templos son uno sintoísta y otro budista. En ambos observamos a la gente hacer sus plegarias y ritos religiosos. Incluso vemos una ceremonia budista con monjes, rezos y percusión. Ni Yasue ni un servidor somos creyentes y compartimos nuestra distancia hacia todo eso, pero ella me explica lo que sabe, que es mucho, de cuanto vemos.

Acabamos el paseo volviendo a cruzar el río para regresar a la parte comercial, donde tomamos un café. Mañana Yasue tiene cosas que hacer, por lo que nos despedimos con los mejores deseos.
Me instalo luego en el hotel, contentísimo de tener una habitación propia. Telefoneo a Ayumi, y quedo con ella más tarde, en la estación. Tras la acogida de Zhang, Ayumi fue la única otra persona que me respondió positivamente. No me había podido alojar la víspera porque estaba en Osaka, pero decía que me hubiera dejado las llaves de casa de haberlo sabido con tiempo.

Ayumi llega cansada de un fin de semana trabajando como voluntaria en una organización que ayuda a niños con problemas. Han organizado unos conciertos en Osaka, y se viene a tomar un café conmigo nada más apearse del tren. Dejó una compañía de teatro en la que trabajaba, y ahora se dedica, por cuenta propia, a labores de enseñanza y traducción de inglés, a hacer de guía turística y de modelo para vestidos y peinados tradicionales japoneses. Me enseña algunas fotos que lleva consigo, y me cuesta reconocerla, aunque se la vea muy elegante, tras el intenso maquillaje clásico, con kimono y sofisticados peinados que exigen horas de preparación.

Mañana por la mañana Ayumi guiará a una turista en una visita en bicicleta de la ciudad, por cuenta de una agencia. El plan me parece muy atractivo (Kioto es llana) y tras un par de gestiones suyas, me apunto, la dejo en el metro y me despido hasta mañana.

Esa noche la habitación del hotel me parece más acogedora que nunca.

Muy temprano (17.09.12) coincido con Allison en la estación para esperar a Ayumi. Allison es australiana, tiene un par de meses de vacaciones, y anda recorriendo el Lejano Oriente, que para los australianos no lo es tanto. En cuanto aparece Ayumi nos vamos a alquilar unas bicicletas y de inmediato empezamos el paseo por su ciudad natal, que conoce muy bien. Hace mucho calor y no poca humedad, y aunque sea llano, se nota. Alternando tramos en bicicleta con otros a pie para entrar en templos y otros monumentos, recorremos la parte oriental de la ciudad, empezando por el paseo junto al río, y acabando por los jardines del Palacio Imperial, pasando por el paseo de la filosofía, así llamado porque un sabio local lo tenía por circuito habitual, y otros lugares. Sin agobiarnos, Ayumi nos da un montón de explicaciones. Incluyendo, por ejemplo, las que se refieren al estricto código de los kimonos según sus diseños: los hay para cada una de las cuatro estaciones  y es imperdonable no respetar las reglas. Los buenos kimonos (y los obi, los grandes cinturones con que se cierran) son carísimos, pero también se pueden comprar de segunda mano. Pasamos una mañana de lo más agradable y convenimos en quedar por la noche para tomar una cerveza juntos.


Ayumi y Allison haciendo las abluciones antes de entrar en el templo.


En el sendero de la filosofía. Ellos sí que saben.


Cuando nos volvemos a reunir, ya por la noche, se nos une Pablo, un doctorando español en informática, antiguo conocido de Ayumi con el que hemos coincidido por casualidad. Pablo lleva más de un año aquí y habla japonés con solvencia, como atestigua Ayumi. Nos cuenta que en estos días alguien le llevó a una mansión de geishas, al otro lado del río, y gracias a eso él puede volver ahora por sí mismo en alguna otra ocasión, pues es preciso ser presentado de la mano de algún cliente. Ayumi nos explica que las geishas y sus aprendices, maikos, son ya muy escasas, pero conservan un cierto prestigio social y en ningún caso se las debe confundir con prostitutas, aunque en el pasado algunas lo fuesen. En Kioto viven muchas de las pocas que quedan.

Un par de amigos de Pablo se nos añaden luego en el bar, donde trasegamos unas cuantas cervezas antes de despedirnos hacia nuestros respectivos hoteles, Allison y yo, mientras el resto apura la noche. Antes, Ayumi me explica que una visitante que esperaba para estos días no ha podido venir a Japón, por lo que si quiero puede alojarme en su casa. Se lo agradezco aunque esta noche ya tengo hotel, y acepto encantado para días posteriores.

Ayumi, Allison, Pablo, sus amigos y un servidor.


Al día siguiente (18.09.12) cogí el tren local para Nara, otra antigua capital del país previa a Kioto, a una hora de viaje. Nara conserva un conjunto contiguo de monumentos clásicos, ordenados en torno a un gran parque en las colinas, que hacen de ella una de las visitas más bellas del país. Por el parque deambulan con entera libertad un montón de ciervos sica. Antiguos mitos sobre los ciervos y la realeza justifican su presencia histórica. En los puestos para turistas se venden galletas de ciervos, no para que las coman los visitantes despistados, sino para alimentar a los animales, a pesar de los grandes paneles que advierten de sus temibles peligros






Juegos populares con los ciervos.



Hace mucho calor, una humedad opresiva con cielos que anuncian lluvia y no sopla ni una brizna de aire. Sudo como un desesperado, como todo el mundo, pero a mitad de paseo afortunadamente rompe a llover y el ambiente se refresca. Mi paraguas coreano se quiebra en un embate del viento, y alejado ya de las tiendas, no puedo reemplazarlo. Parece que el agua ha parado y sigo colina arriba.

El edificio de madera más grande de Japón, 
y del mundo en no sé qué categoría.

El buda enorme, de madera también, que lo habita.


Quien atraviese el pilar alcanzará la iluminación.
Las niñas primero.

Una de las atracciones de Nara es su colección de miles de linternas de piedra, agrupadas en el parque que también tiene el atractivo de su frondoso bosque, inexplotado desde hace mucho y que por ello alberga algunos árboles espectaculares. Vuelve a llover cuando estoy en el extremo más alejado. Decido esperar un rato echándome la siesta al amparo de los aleros de un santuario. La jugada me sale bien y emprendo el regreso por el parque, cuando rompe a llover con fuerza. No hay donde resguardarse, así que corro a meterme bajo un chiringuito cerrado. Espero. Espero. Y espero. No amaina, más bien arrecia, y veo desfilar ante mí grupos de muchachos en visita escolar. Al rato, harto, escojo a uno de ellos y le hago gestos para que me guarezca bajo el paraguas y me permita volver al casco urbano con él. No me entiende y desisto. Regreso al chiringuito y planeo mejor el siguiente intento. Esta vez es un maestro, un señor mayor bajo cuyo amplio paraguas me presento en dos zancadas y con gestos evidentes le pido asilo. El hombre, sin alterar el semblante, muy educadamente me da la bienvenida y juntos seguimos camino, para solaz de sus jóvenes alumnos. Me despido agradecido ya cerca de los comercios, y me compro el primer paraguas que veo. Virgilio lo apuntó para ocasiones más gloriosas, pero verifiqué que la fortuna ayuda a los audaces.






Hice algo de tiempo con el ordenador en el espacioso centro de información turística de la ciudad, donde uno de los señores al cargo hablaba un correctísimo español. Aprendido hace mucho tiempo y practicado en escasas ocasiones con algunos amigos también amantes del idioma. Sí que lee muchos libros en español, algunos de temática histórica tan oscura para mi ignorancia que se la confieso abiertamente. Se ríe con simpatía. Le pido refrendo para mis escasos conocimientos de literatura japonesa, y me confirma que ciertamente mi admirado Kenzaburo Oé es uno de los escritores actuales de mayor prestigio, pero el difunto Kawabata goza de cierta preeminencia histórica. Mishima mantiene su valor, y Murakami es sin duda el más popular de los contemporáneos. No se atreve a recomendarme ninguno en particular, pero insiste en que no voy mal orientado con estos, a los que añadimos Tanizaki y Abe.

Acabada la tarde, me reuno con Yumiko en la estación de la otra red ferroviaria (en Japón hay unas cuantas, públicas y privadas). Yumiko vive con sus padres en Nara, pero aunque no puede ofrecerme alojamiento, sí me invita a tomar algo en su ciudad.

Yumiko trabaja como secretaria en un despacho de abogados de Osaka. Lleva más de veinte años a las órdenes de quien es ya un respetable septuagenario, y está muy contenta con su trabajo, que cumple la tradición japonesa de estabilidad laboral a ultranza. Yumiko es japonesa y estudia flamenco. Un servidor es español y estudia karate. Reímos la circunstancia y Yumiko me lleva a visitar el kiosco del lago, iluminado de noche.  Mientras conversamos, alguien practica con una trompeta en medio del parque para no molestar a los vecinos. Los vecinos probablemente no se quejen, ni tampoco los ciervos que, echados por tierra, seguro esperan a que se marche para dormir.

Yumiko me explica su afición por el flamenco, nacida de ver una representación hace años, en su país. Ayer mismo asistió a otra función de baile flamenco en Osaka, con una compañía mixta hispanojaponesa, en la que, a juzgar por el folleto, el cantaor no necesita acreditar su origen gitano. Me explica cómo estudian el baile y también que para los japoneses, educados para no mostrar sus sentimientos abiertamente, el apasionamiento de las bailaoras les resulta chocante y atractivo a la vez. Hacemos bromas al respecto. Yumiko me dice que en más de veinte años jamás ha tocado a su jefe, ni siquiera para darle la mano en su cumpleaños. Si alguna vez se tocan por casualidad, algo que evitan con mucho cuidado, el jefe se disculpa rápidamente. Eso no le impide, sin embargo, ser el primero en salir del ascensor, a codazos si hace falta, y caminar siempre un paso por delante de las mujeres, a la antigua usanza. Los amigos tampoco se tocan cuando se reúnen o despiden habitualmente, bastan las reverencias; sólo en ocasiones muy señaladas, o si los vínculos de amistad o principalmente parentesco, son muy estrechos. En la sociedad japonesa nunca debe perderse la compostura.

Tomamos un café y Yumiko muestra su consternación por que yo no haya reservado aún en un hotel. Tranquila, le digo, he comprobado en uno de los que me recomendaste que hay sitio para esta noche, luego iré, no sabía si iba a volver a Kioto en el día, pero no habrá problema. Me despido de Yumiko, aunque no se queda tranquila, intuyo, y me voy a dormir al hotel, sin la menor dificultad para conseguir habitación.


Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Me está encantando Japón, y lo bien que cuentas todo. ¡Qué envidia!

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  2. Muy buena tu narrativa y peor la envidia enorme que me ha dado esta entrega tan interesante...

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  3. Me gustan los gatos existencialistas, los ciervos kickboxers y el pilar de la iluminación; el cual estoy dispuesto a probar en cuanto haga cuatro o cinco dietas más. Menos mal que la flamenca no te pidió que hicieras una demostración, porque me temo que de poco te hubiera servido tu audacia paragüera.

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