miércoles, 24 de octubre de 2012

XXII. La China (i).

Queridos lectores:

Volar, volé, pero lo malo es que había quedado con Libo, mi anfitriona en Pekín, para que me recogiese en el aeropuerto cuando supuestamente llegase al mediodía, y no a medianoche. En la escala en Shanghai intenté llamarla, pero el primer mundo se había terminado sin yo saberlo; ni internet ni teléfono público en el aeropuerto. Sólo gracias a la amabilidad de la señorita de información y a mi innata pesadez pude llamar a Libo para avisarla del retraso. Nos veríamos al día siguiente, pues no llegaría a Pekín hasta pasada la medianoche.

Como Damocles, en el aeropuerto de Shanghai.


Fui al primer hotel que me ofrecieron junto al aeropuerto. Era mínimamente pasable para la urgencia, pero nada más. Estoy seguro de que en la alfombra del ascensor proliferaban gérmenes aún no descritos por la ciencia, o peor, erradicados en el resto del mundo.

A media mañana (03.10.12) Libo apareció por el aeropuerto. Aunque muy simpática, pronto comprobé que su inglés, suficiente por escrito, era en realidad casi inexistente. Con la agravante de que cuando no me entendía se disparaba a hablar en chino. Chino que a mí me sonaba a chino, justamente, pero había que esperar a que se le pasase el pronto para retomar la comunicación. Pensé que iríamos a su casa a dejar la mochila, pero Libo quería llevarme a visitar el Palacio de Verano de los antiguos emperadores antes. El gentío era insuperable, pues estábamos aún en la semana de fiesta nacional, y pronto desistimos: manejarse entre una multitud incomensurable con la mochila a la espalda era un pequeño suplicio, así que pedí a Libo que fuéramos a casa a dejarla. Libo me explicó que ella vivía muy lejos, pero que era asidua de un monasterio budista que consideraba su segundo hogar, más cercano y al que sugería ir. Por darle un voto de confianza le hice caso. Subimos a codazos al autobús (igualito que en Corea y Japón, pensé con añoranza) echamos a andar y eché una cabezada. Cuando desperté estábamos en el campo, pasando pueblos y llevábamos más de una hora de trayecto. Desconcertado, le pregunté a Libo, pero la utilidad de su inglés no pasa de un sentido "I'm sorry, I'm sorry" (lo siento, lo siento) y no saqué nada en claro más que su insistencia en que el monasterio era también de interés turístico y estaba cerca.

La entrada al monasterio.


Bajamos en ninguna parte y un cochecito eléctrico nos subió a la entrada del monasterio, junto a unos montes. Dos voluntarias de librea, amigas de Libo y de las que una hablaba algo más de inglés aunque tampoco demasiado, nos recibieron y acompañaron a una sala. Estaba ya no desconcertado sino desesperado por entender la situación cuando apareció Grace, que estudió inglés en la universidad y trabaja como voluntaria en el servicio de traducción del monasterio. Por fin pude comunicarme bien y entenderlo todo. Visto que su casa está muy lejos, el Palacio de Verano atestado y que debía ofrecerme alojamiento y un lugar donde dejar la mochila, Libo pensó en llevarme al monasterio, al que ella misma y centenares de visitantes acuden para rezar todos los días, o como voluntarios para ayudar en sus labores, y reciben sustento y alojamiento gratis. Un servidor estaba invitado a cenar, desde luego, y si quería y había alguna cama libre, a dormir y quedarse el tiempo que quisiera.


Grace (nombre de guerra para los foráneos, como suelen muchos chinos) es una mujer de ademanes tranquilos, notoria inteligencia y que habla inglés perfectamente, por lo que pronto suplió con creces la menor perspicacia de la siempre bienintencionada Libo. El (para ellos) venerable Wuguang, director del monasterio, me haría la deferencia de recibirme un poco después, si me parecía bien. Entre tanto, Grace, Libo y Jongjiu (una de las dos voluntarias, amiga de Libo), me acompañaron a dejar la mochila y visitar algo del lugar. Ví el refectorio, la sala donde un montón de gente de todo aspecto rezaba, algunos patios, la sala de oración internacional donde un grupo de gente leía en inglés no sé qué libro sagrado, y alguna cosa más. Desde luego, había mucha gente por todas partes, yendo y viniendo, o simplemente rezando o recitando lo que tengan que recitar los budistas.

Fuimos pues Libo, Grace, Jongjiu y un servidor a hablar con Wuguang, que nos recibió sentado a una mesa redonda, en un ala más tranquila del monasterio. Wuguang resultó ser un hombre en la treintena, de trato muy agradable, sonrisa franca y mente viva que nos dió la bienvenida y nos obsequió a Libo y a un servidor con algunas publicaciones del líder de su congregación, alguien que supuestamente es el dirigente budista más destacado de la China. Hechas las presentaciones, hablamos un poco. Con una sonrisa que me pareció irónica y cómplice, Wuguang me aseguró que la libertad religiosa en su país era irrestricta, y me explicó que el monasterio se sostiene por donaciones particulares. A diario reciben a centenares de visitantes, que son atendidos, alojados y alimentados material y espiritualmente por personal estrictamente voluntario (a tiempo parcial, como Jongjiu, o completo, como Grace). El monasterio estaba en obras de ampliación (un genuino desastre de cascotes, andamios y zanjas del que emergían construcciones nuevas). No esperaba que fuese tan joven, le dije, y Wuguang, socarrón, me preguntó cuántos años había que tener para dirigir un monasterio, o si era preciso tener barba y pelo cano. Intercambiamos algunos otros comentarios entre serios y divertidos, y Wuquang me invitó en todo caso a cenar y, si quería, a dar luego un paseo por el monte y  pernoctar allí si hubiera cama libre.

Acepté todas las propuestas. Ya de noche y a más de una hora de Pekín aun en su término municipal, otra cosa no tenía sentido. Por otra parte, pasado el desconcierto, la cosa tenía su gracia por inesperada. Además de la incondicional pero ininteligible Libo, contaba con Grace como interlocutora, y Wuguang me había parecido también interesante (aunque habla inglés, prefirió siempre entenderse conmigo a través de Grace).


Si no son rezos, lo parecen.

Fuimos a cenar. En el refectorio se disponen mesas corridas con taburetes, entre las que pasan voluntarios con la cena en cubos. Cada comensal, que debe cuidar de no zancadillear sin querer a los camareros, dispone de dos cuencos (y palillos) metálicos: si los deja al borde, el camarero le servirá. Hay que guardar silencio: si se quiere poco, se señala la yema del meñique con el pulgar; si mucho, el pulgar se baja a medio meñique; si nada, se indica con las manos abiertas, o simplemente se tienen los cuencos más cerca de uno. Hombres y mujeres separados. Puesto que Grace me explicaba que se intentaba seguir el curso natural de las cosas, le pregunté qué había de natural en segregar a la gente por sexos. Y por qué os dirigen sólo hombres. También hay monjas, repuso, y en cuanto a la separación, díselo luego a Wuguang, me sugirió burlona. Mientras comíamos (todo vegetariano, rico y abundante) alguien rezaba en voz alta o leía vidas de santos o algo por el estilo. Yo comía aplicadamente y pensaba en mis amigos José Manuel y Anna, budistas practicantes, que se partirían de la risa si pudieran verme en este momento. Desde que todo había quedado aclarado, un servidor estaba muy relajado y disfrutando como observador ateo de una experiencia inusitada (ya sé que según muchos de sus seguidores el budismo no es una religión sino una filosofía u otra cosa, pero con curas organizados jerárquicamente y uniformados, oración dirigida, libros sagrados, creencias ultraterrenas, templos, imágenes y demás, si no es una religión que venga Buda y lo vea).

Acabada la cena, y tras que Grace me reprochase condescendiente que no hubiese dejado inmaculados los cuencos (siendo arroz y con palillos no es fácil dejarlos limpios), hicimos tiempo esperando a Wuguang. Primero Grace me llevó a la sala de oración en inglés, donde curioseé un rato el libro que todos leían en voz alta. Salté de la aburrídisima página que leían y topé con otra más interesante en la que se afirmaba que no sé cuántas partes del cuerpo son impuras, etc. No será una religión, pero el budismo comparte con las demás esa manía de menospreciar el cuerpo y querer pelearnos con él, algo que no comprendo. Luego nos acercamos a la oficina de Grace, donde ella y otros voluntarios (incluyendo un ruso, el único extranjero del monasterio, exceptuando a un servidor) traducen las publicaciones de la orden a muchos idiomas. Comprobé que las hechas al español eran bastante buenas. Grace me explicó que hace cuatro o cinco años, harta de no encontrar respuestas en otras religiones, se hizo budista, y ahora está decidida a buscar la iluminación en el monasterio, donde tiene la vocación de permanecer indefinidamente. Le pregunto si contempla la posibilidad de pasarse allí toda la vida (Grace y otros viajan de vez en cuando, incluso al extranjero, con motivo de conferencias y reuniones), y me responde que sí. Me parece bien, digo, para tí. Se ríe. Nos llamaron enseguida.

La cena.

Pronto se llenaron todas las filas.

Fuimos pues Libo, Jongjiu, Grace y un servidor, guiados por Wuguang, a pasear por un camino pavimentado que cruza el monte a media ladera, junto al monasterio. A mis preguntas, Wuguang me explicó que él no era un lama, sino sólo un maestro budista. Llevaba doce años dedicado a ello. El objetivo no es otro que ser feliz y compartir la felicidad con el prójimo. Es lo mismo que me dijeron todos los demás en esos días, y me parece muy bien. Para ser feliz cada cual pone los medios que puede, quiere, o le dejan.

Paso cortado en la piedra.


Wuguang responde a mis preguntas a veces con mucha sinceridad, y yo se lo advierto; en otras ocasiones se evade con guasa, le digo entonces que parece un abogado. Cuando le aclaro que soy ateo no hace proselitismo. Quiere saber si conocemos el budismo en España, le explico que sí, que incluso tengo amigos y familiares que se reputan budistas. Wuguang no se considera más que un profesor de budismo, alguien que puede compartir cosas buenas con los demás y ayudarles a buscar la iluminación. Sobre la iluminación, en este paseo a la luz de los teléfonos móviles (incluyendo el de Wuguang), se suceden los chistes.

A la ceremonia de ingreso en el budismo la llaman "refugiarse". Mañana justamente celebran una, a la que estoy invitado si quiero. Además celebrarán la ordenación de varios nuevos monjes, a primera hora. También estoy invitado, lo cual es una gran deferencia porque muchísimos fieles no podrán asistir por falta de aforo. El paseo me confirmó la buena impresión que me había causado Wuguang, que fue relajándose hasta que acabamos en un tono eminentemente jovial, con la participación esporádica de Grace, que se limitaba por lo general a traducir, aunque algunas veces Wuguang apostillaba sus propias frases en inglés.

Con Wuguang
(luego sonreímos un montón, conste).

Con Libo.

Con Grace.

Con Jongjiu
 (y no, no es un maniquí, sino un servidor en carne y hueso).

A lo lejos se vislumbran las luces de Pekín. Wuguang nos muestra alguno de los monumentos del jardín, incluyendo una estupa que rodeamos tres veces en sentido horario. Un gato que nos sigue hace lo mismo; le pregunto a Wuguang quien, riendo, me asegura que si el micho completa las tres vueltas será que también es budista.
Feligrés felino.


Acabado el paseo, Wuguang se despide. A mí me acompañan al dormitorio de los hombres, donde uno de los compañeros de Grace me indica la litera en que dormiré y otras cuestiones domésticas. Bajo la mosquitera y me echo a dormir a las nueve, cuando apagan las luces. A la media hora pasa el servicio de seguridad del monasterio para comprobar la identidad de quienes estamos allí. Por seguridad y porque el gobierno lo exige, todo el mundo debe inscribirse (yo he dejado mi pasaporte antes). A mí me saludan con una sonrisa sin preguntarme nada. Soy el único occidental y no paso inadvertido.

A las cinco y media de la madrugada se encienden las luces del dormitorio (04.10.12). Me aseo, recojo las sábanas, y a las seis estoy de nuevo en el refectorio para desayunar, siempre asistido amablemente por algún voluntario. El desayuno discurre como la cena, en silencio y con guisos vegetarianos que me cuesta tomar tan temprano.

Amanece en Longquman.


Hasta que empiece la ceremonia queda bastante. Me llevan a la sala de oración internacional. Nadie ora, pero una chica duerme acodada en la esquina. Me tiendo para hacer lo propio, pero Frank, otro voluntario que es intérprete de inglés, me pide por favor modestia en la postura, pues estamos en la casa de Buda. Parece que a Buda no le molestan los ronquidos sedentes, pero sí los yacentes. Alá es más comprensivo con sus fieles, que acostumbran dormir a la pata la llana en las mezquitas, pienso.

Frank me acompaña luego a la ceremonia de ordenación. Son las ocho de la mañana y tampoco hay mucho más que hacer tan temprano. Frank aún no sabe si llamarse a sí mismo budista. Según me explica, está en fase de pruebas. La ceremonia, que presiden Wuguang y otros, es tan aburrida como cualquiera pero ya que estoy allí intento interesarme. Afortunadamente en menos de una hora ha terminado: seis nuevos monjes budistas hollan el mundo desde esa mañana.

Preparándose para ordenar a los nuevos monjes.


Me reúno con Grace, Jongjiu y Libo. Lo he pasado muy bien, muchas gracias, la ceremonia ha resultado interesante pero no, no quiero asistir a la de toma de refugio de los nuevos budistas luego, gracias. Quiero recuperar mi vida de turista vulgar y descreído cuanto antes, por favor. Sin problemas, Grace se ríe y yo espero que sea feliz, pero se me antoja que el mundo del monasterio pueda ser muy pequeño para una persona como ella. Quizá me equivoque. Recogemos la mochila y el pasaporte, le devuelvo a Grace los libros que me había regalado Wuguang, no podré cargarlos y sería una hipocresía llevármelos para abandonarlos luego. Lo entiende. Libo y un servidor nos despedimos de Grace y Jongjiu nos acompaña hasta la salida. Adiós a mi primera experiencia en un monasterio. Y budista.



Gingko centenario.

El entorno del monasterio.

Nos acompaña un amigo de Libo que tampoco habla inglés. Visto lo visto, recupero el timón de mi viaje. Libo me ha buscado un hotel barato al norte de la ciudad. No, muchas gracias, me voy al centro de la ciudad, es hora de empezar a conocer Pekín. Libo y su amigo se pierden en el metro. Les espero en la llegada y salimos. Camino decidido hacia donde intuyo debe haber buenos hoteles, y me inscribo en el primero. Libo no lo entiende, se pone nerviosa y me habla en chino. Se lo explico: hasta aquí todo muy bien, muchas gracias, eres muy buena y has sido muy amable conmigo, pero he de ir a la embajada española a pedir un pasaporte nuevo y luego quiero pasear por el centro. Yo solo. Mañana iré a la Gran Muralla, si quieres, estás invitada a venir. Libo, que no ha estado nunca en la Muralla, acepta y se despide con su amigo. El viaje a la China vuelve a empezar.

De vuelta en el siglo: el metro pequinés.


No sin dar unas cuantas vueltas (las indicaciones de la telefonista eran una birria) encuentro la sección consular española entre un mar de embajadas exóticas guardadas por impecables militares chinos que no hablan ni gota de inglés, ni saben reconocer a un español por el pasaporte. Necesito uno nuevo porque en todas las páginas tengo sellos y eso me puede costar la entrada a algún país que exija una completa. Una funcionaria española me atiende muy amablemente: en veinte días tendré el pasaporte, me avisarán por correo electrónico. Estupendo, gracias.

El dedo vengador.


Pekín es enorme y lleva mucho tiempo ir de un lado a otro, pese a contar con una buena red de metro. Llego a Tiananmen ya de anochecida. La puerta de la Ciudad Prohibida está iluminada, y también los principales monumentos de la plaza. Mao Tsé Tung preside con una mueca propia de la Monalisa. Al otro lado alguien más nos observa desde un cuadro. Pregunto: es Sun Yatsen, fundador de la república china tras deponer al emperador a comienzos del S. XX. Mi ignorancia es infinita y es bueno que me lo recuerden de vez en cuando.



Un retrato de Mao guarda la ciudad prohibida, 
pero su momia está al otro lado, en Tiananmen.


Sun Yatsen, el obelisco a los héroes del pueblo, 
y el ma(o)usoleo de Mao.


Bromas, las justas.


Paseo entusiasmado por Tiananmen, repleta de gente en este día de fiesta, y profusamente iluminada a colores, como es el gusto de los orientales y como me decía Ariane en Corea que mejor apreciase como algo floclórico. Y debe tener razón: no hay en la China edificio ni monumento que se precie al que no rodeen lucecitas de colores. Si son cambiantes, mejor que mejor. Además de muchas luces, hay mucha policía y militares, y ni un solo banco para sentarse. Será para prevenir otras reuniones como la de la matanza de 1989 o no, pero no se puede uno sentar más que en el suelo, como hacen tantos chinos. Lo malo es que también tantos chinos escupen alegremente a diestro y siniestro todo el día. Hombres, mujeres, niños y niñas: escupir es una afición universal que comparten con despreocupación y entera desconsideración. Mejor caminar.


Ante el bouquet de flores folclórico, supongo.


Vuelvo andando al hotel. Entro en la librería más grande de Pekín: censurados o no, hay millares de libros. En chino. Otro día repasé la sección extranjera y no estaba mal del todo, aunque era estrictamente comercial. Desde la habitación del hotel se ven las luces de Tiananmen. Vuelvo a ser un turista, ¡y estoy en la China!

Tiananmen y alrededores desde el hotel.


Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Eso es llegar y besar el santo...aunque casi parece que caiste en una red de cienciologia (perdona, no tengo acentos hoy porque se me ha roto el ordenador habitual y en este no me salen). Bueno, una experiencia totalmente inesperada y que enriquece tu periplo. Te corrijo una foto: los alrededores del templo son sin duda la sierra de Fontenebro. No me cabe la menor duda. Pues eso, a escupir, que es deporte nacional...

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  2. Qué buena experiencia, habría que verte la cara... ¿No quieres caldo? Pues toma dos tazas... Ja ja. A veces las cosas nos planeadas son lo mejor de los viajes, porque si no, ¿de qué ibas tú a dormir en un monasterio budista? Como diría Bart Simpson: moooooooola.

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  3. El peinado budista ya lo llevas! Pero ni con esas, pareces un alien en tierra de extraños. Yo creo que me hubiera ido a la primera de cambio. Me recuerda a una patochada en la que nos hicieron caer a mi y a Nacho en El Cairo. El único dios molón es el Ecce Homo de Borja!

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