miércoles, 17 de octubre de 2012

XXI. Japón (vi).

Queridos lectores:

Por la mañana, bajo la lluvia, visitamos el mercadillo dominical del pueblo (23.09.12) y algunas de las tiendas, incluyendo la famosa de palillos de comer. Al final le compré unos a Fermín, que me los había pedido, en un puesto de la calle, más folclóricos y de madera de tejo, según tenía el vendedor escrito en español en un papelucho.


El puesto de palillos en Takayama: buenos, bonitos y baratos.

Cogimos el autobús para ir de Hida Takayama a Shirokawago, a una hora de viaje. Ambas poblaciones son monumento nacional y de la Unesco, etc. En la última, la atracción son las antiguas casas de labradores con tejados de paja a dos aguas. Había mucha gente por todas partes, pero aun así el lugar me pareció muy bonito, principalmente porque es un valle pequeño rodeado de bonitas montañas, aunque las casas pintorescas sean sólo una parte de un todo menos bello.

Vista general de Shirakawago.

Yumi y un servidor en el mirador.





 

En visitar el valle, comer unos fideos sin hacer ruido al sorber (esto, con palillos es todo un arte) y acabar el paseo se fue la jornada. Me quedé sin ver macacos japoneses, que viven en la prefectura de Nagano, por la que pasamos luego pero sin detenernos en el autobús que, en varias horas nos llevó a Nagoya, importante ciudad a medio camino de Tokio, desde donde Yumi se volvió en tren a Nara y donde yo pernocté, con la intención de coger el tren bala temprano por la mañana. Hablamos de otras cosas por el camino, como por ejemplo de los nombres de las compañías japonesas más conocidas. Muchos son toponímicos, aunque también abundan los patronímicos. De la empresa en la que trabaja mi primo Francisco no había oído hablar, aunque Yumi trabaja en un sector muy distinto, claro está.

Habría podido apurar el domingo para llegar a la capital, pero quería viajar de día para contemplar el paisaje, señaladamente el monte Fuji. Me instalé en un hotel de negocios, esquivando el ambiente crápula (a la japonesa, o sea, sin esconderse, limpio, con todo tipo de gente, bien iluminado y con anuncios de pseudoburdeles que más bien parecen publicidad de internados para niñas) del entorno de la estación, y me fui a pasear por el centro y a cenar algo antes de acabar el día.

Música en vivo en la estación de Nagoya.

No es el parque de atracciones, sino el mismo centro.

La torre de comunicaciones y el que llaman platillo volante.


Bien temprano cogí el Shinkansen, que no se traduce por "tren bala" aunque ese sea su apelativo común, según me había explicado Yumi, sino por algo así como "la nueva línea", que lo fue en su día antes incluso de que naciera un servidor.

No había conseguido asiento junto a la ventanilla al norte, como era mi intención, pero cuando le pedí al viajero de al lado que no bajase la cortinilla comprendió mi deseo y se ofreció sin titubeos a cambiarme el puesto. Nozomu es un hombre joven que trabaja para una compañía proveedora de gas natural. Según me explicó, la crisis mundial les afecta porque ha disminuido la demanda en el sector industrial, y han de buscar nuevos mercados internacionales. Por cierto que le pregunté si conocía la empresa en la que trabaja Francisco y sí, es bastante conocida en el ramo industrial. Me quedé mucho más tranquilo. Nozomu había viajado por Europa con motivo de su trabajo, y le había gustado mucho. Los japoneses no tienen más de diez días de vacaciones al año, por término medio, y él sabe apreciar las oportunidades que le da su empleo. Nozomu se quedaba un poco antes de Tokio, para asistir a unas reuniones toda la semana. Según él, Tokio es una ciudad complicada incluso para los propios japoneses, lo mismo que me habían dicho antes Ayumi y Yumi; me recomendó que no me perdiese en las redes de transporte público y, muy amable, me dió su tarjeta por si se me ofrecía llamarle por cualquier motivo.

El monte Fuji fue espléndido y recompensó el madrugón. Para llegar a Tokio se bordea la orilla sur de la isla de Honshu, a veces muy cerca del mar, siguiendo el llano, por lo que se rodea la falda sur de la montaña durante un buen cuarto de hora aunque a cierta distancia, como es natural.

La estación de Nagoya ...


... el tren de Nagoya ...

...y el monte Fuji ...

... a trescientos kilómetros por hora.

¿Habéis estado en Central Station en Nueva York en un día de jaleo?, ¿os resultó pan comido ubicaros en Victoria Station, en Londres?, ¿os creéis muy viajados porque supisteis encontrar el tren correcto en la Gare du Nord entre un montón de gente alocada?, ¿el metro de Moscú no tiene secretos para vosotros? Niñerías. Tokio Station en hora punta es el campo de Agramante. A las nueve de la mañana, cuando llegué, bullía con ríos de gente corriendo resuelta de un lado a otro. En la estación convergen al menos tres redes ferroviarias distintas, públicas y privadas, incluyendo la del metro. Las zonas de tránsito de unas a otras, además de ser concéntricas, están acotada por tornos que exigen un billete y una tarifa concreta. Todo el mundo sabe a dónde va y va deprisa. Todos menos este triste cronista, que tuvo que tomar aliento y recordar que, aunque me hubiera gustado que alguien me estuviera esperando en alguna parte (plagio flagrante de Anna Gavalda), no se me esperaba en ningún lado, y no valía la pena correr como gallina descabezada (24.09.12).

Dejé la mochila en una taquilla automática, tomé mil y una precauciones para ser capaz de encontrarla al regreso, me armé de mapas y direcciones en el mostrador de información, y me fui a la embajada de la China, razón última del madrugón. Allí, en el barrio de Roppongi, afloré en territorio tokiota por primera vez. Un paso elevado de coches, rascacielos de mediano tamaño por todas partes, cafés, mucha gente corriendo al trabajo y mucho tráfico; Kioto es un pueblecito por comparación, y tampoco Nagoya, mucho más grande, le llega a los talones. Preguntando y con cuidado llegué a la embajada. Cuando me toca el turno, la señorita me indica que acaban de cambiar las normas y los visados se tramitan ahora a través de agencias, puedo encontrar una al salir a la derecha. Gracias, ya podían haber puesto un cartelito y ahorrarnos la espera.

En la agencia, la señorita que me atiende en buen inglés hace muecas ojeando mi pasaporte. Si me dice qué busca, quizá le pueda ayudar, le lanzo. Páginas libres, sólo tiene Usted una y se necesitan tres o cuatro al menos. ¿Tantas páginas para un solo visado? No, el visado ocupa sólo una, pero a las autoridades chinas les gusta que quede más espacio libre para que pueda Usted salir a otro país. Estupendo. Ha de pagarnos Usted tanto, pero no le podemos garantizar que en estas condiciones le otorguen el visado, si fuera que no, perdería Usted la mitad de lo entregado, por los trámites. Doblemente estupendo. Y tarda cuatro días (salvo que pague Usted la astronómica tarifa exprés), la semana que viene es fiesta nacional en China de lunes a jueves y si no nos lo deja Usted hoy, ya no se lo tendríamos hasta dentro de quince días. Triplemente estupendo. Hablaré con la embajada española, a ver qué puedo hacer. Muy bien, llámeme Usted sin falta esta tarde a las cuatro y le diré si le conceden el visado. Ya veía un claro China 5 - Fernando 0 (España, Kirguistán, Mongolia, Corea y Japón), pero no perdí la esperanza.

Entré en una comisaría de policía a llamar por teléfono (no hay tantos teléfonos públicos en la calle). Hablé con una empleada que supuse japonesa primero, y luego con un funcionario, ya español. Pues no, tardamos tres semanas, el pasaporte se pide a Madrid en diez minutos, pero vuelve luego en valija diplomática y, con la crisis, ya no hay una más que cada tantas semanas. Lo mismo que me dijeron en el consulado en Estambul, meses ha. Me lo temía, pero no me diga Usted que soy el primero en quejarse por estas dilaciones, ¡estamos en el S. XXI! Claro, claro, vuelva Usted mañana y todo eso. De haberlo sabido, podría haberlo pedido cuando desembarqué en Fukuoka, pero claro que de haberlo sabido, también podría haber comprado un billete de lotería que fuese premiado y encargarle el trámite a mi secretario personal. Fin.

Por que no se me fuera el día sin ver algo de la ciudad, subí al rascacielos Roppongi Hills, uno de los más altos. Impresionante panorama. Hasta donde alcanza la vista y presumiblemente bastante más, Tokio se extiende en todas direcciones. Incluso en la bahía los trechos del mar están en desventaja. Los parques son una gota de verde entre mares de edificios. De estar agrupados, seguramente la sensación de abundancia de rascacielos sería mayor que en Manhattan. Con permiso de Los Angeles, Nueva Delhi, El Cairo, Teherán, Londres, Moscú o supongo que México D.F. (allí no he estado) esta no es otra megalópolis, es la megalópolis.

Roppongi Hills.

Y la entrada, con una araña, "Mamá", como la de Bilbao 
(hay siete por el mundo).

En el ático hay un restaurante de postín, junto al que un grupo de gente escuchaba atenta las instrucciones en inglés de un conocido cocinero español. Por lo que oí, iban a ofrecer una comida importante. Estuve tentado de hacerme presente como compatriota, pero entre que no conseguia recordar su nombre y tampoco se me ocurría nada inteligente con que justificar la irrupción, lo dejé correr.






Volví a la estación de Tokio, mucho más tranquila ahora, recuperé no sin esfuerzo la mochila (no la había dejado en el último círculo, ni que fuera Dante o Solzhenitsin, sino en uno intermedio y tuve que pagar peaje). Había montones de paraguas abandonados en las esquinas entre taquillas, pero como ya tenía uno resistí la tentación extrema de llevarme alguno.

El edificio antiguo de la estación de Tokio.


Una de las entradas antiguas.

La bestia dormita. 
Supe luego que la estación de Shinjuku es aún más tumultuosa.

Tres redes, tres. Hagan juego.


Me acerqué al que sería mi segundo hogar en Tokio esa semana: la oficina de turismo. La señorita Mishima (nada que ver con el escritor, según me dijo), demostró una paciencia a prueba de bomba y una diligencia que estremecería a los rusos siberianos para ayudarme con la logística de mi visita al monte Fuji. La temporada de ascensiones había concluido la víspera, y los refugios y transportes disminuyen drásticamente después. Miró, buscó, llamó, preguntó y tras no menos de una hora de gestiones intensas pergeñamos un plan con bastantes interrogantes que habría de aclarar sobre la marcha. No dije "volveré" por no plagiar al general MacArthur, de infausta memoria para los nipones, pero prometí regresar para contárselo.

Y no quedaban más horas que las justas para cenar algo, hablar con casa e irse a dormir. Mañana era el día eme, eme de mañana, claro, y de monte Fuji, o al menos eso esperaba yo.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Bueno, bueno...a ver qué pasó con el ascenso al monte Fuji, que se ve precioso. Ciudad de México son 30 millones de personas, pero creo que la arquitectura de Tokyo es más impactante, por lo que he visto.

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  2. Quiero ir a Japón! Me ha gustado mucho la diatriba contra los pasaportes y los visados. Tranquilo, desahógate muchacho, aquí estamos para eso y más. JEjejjee. Qué pasada Tokyo, debe de ser el acábose. Me quedo privao!

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  3. Me encanta Japón, y aunque haga referencia al post anterior: quién te ha visto y quién te ve... cruzando casi en rojo, ¡gamberro! Ja ja.

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