sábado, 8 de septiembre de 2012

XIX. Mongolia (ii).

Queridos lectores:

Esperamos que nos recojan en el hotel (14.08.12), cuando aparece una jovencita preguntando por nosotros. Es Tsetsenguren, Sigui para los amigos, nuestra guía para los próximos diez días. Y habla inglés, lo cual es una revolucionaria novedad respecto a Anatoli. Nos presenta a Aius, el chófer, subimos las mochilas en el coche, un monovolumen todoterreno japonés con el volante equivocado, y nos vamos. El chófer se confunde y se mete en sentido prohibido, con la mala suerte de que un guardia urbano lo descubre. La escena, según sabemos luego, se arregla con un pequeño soborno. Le explicamos a Sigui, veinte años recién cumplidos, que aunque egoístamente celebremos que el incidente se haya zanjado rápidamente, la corrupción no es ningún chiste del que podamos reírnos.

Sigui está estudiando inglés en la universidad y trabaja como guía turística en verano, aunque está empezando. Estamos tan deslumbrados con el hecho de que hable inglés que nos parece todo estupendo. A lo largo de los diez días tendremos tiempo sobrado para darnos cuenta de que su inglés y conocimientos son un tanto justitos. Guapa y simpática, mucho, eso no se le niega, ni que constantemente andaba preguntando si necesitábamos algo. Aius, más mayor y experimentado, resulta un eficaz y agradable conductor, aunque con él no podamos conversar directamente.

Salimos de Ulán Bator, UB para los locales cuando hablan en inglés, según nos cuenta Sigui. Pronto se acaba el asfalto: la mayor parte de la red viaria mongola es de tierra. Por lo menos no engañan a nadie. Avanzamos por tanto muy despacio, y tenemos muchos kilómetros por delante. Nuestra primera parada debería ser Baga Gazariin chuluu, pero se nos ha hecho muy tarde por el camino y preferimos dejarlo para por la mañana temprano.

 
Ulán Bator (al fondo), desde las afueras.

El ejército repara las carreteras (es un decir) con palos.

Hemos visto ya algo de lo que nos espera en estos días. Como en Kirguistán y en Rusia hemos tenido nuestra buena ración de lagos y montañas, en Mongolia preferimos dirigirnos hacia el Gobi, en el sur, llano y espacioso. Y así es: llano y espacioso. Hay mucho horizonte; y mucho paisaje, por más que mire uno no se acaba nunca (esto se lo he plagiado a José Saramago, claro; hacía mucho que no plagiaba nada). Es muy bonito, y un descanso después del barullo de UB. Vemos muchas aves, y muchos rebaños entre guer y guer, que es como aquí se llaman lo que eran yurtas en Kirguistán, y son algo más pequeñas.

Esto es Mongolia.

Comida en el camino.

Grullas damisela.

Más Mongolia.

Así atan a los caballos, también en Asia Central.

Pasamos la noche en un campo para turistas. Está muy bien, con restaurante, modernos servicios comunes (nada de letrinas) y espaciosos guers, amueblados con camas y todo. Lo esperábamos peor, y sin embargo ha resultado ser mucho más cómodo que en Kirguistán, ciertamente.

En el campamento.

Temprano por la mañana vamos a ver las formaciones rocosas y los restos del templo que postpusimos ayer. En los años veinte del S. XX, tras el triunfo de la revolución comunista, la mayoría de los templos y de sus habitantes fueron aniquilados. Algunos se refugiaron en lugares remotos, como éste. Apenas quedan cuatro muros en ruinas para dar fe del paso de los monjes, pero el sitio es muy bonito, y las formaciones rocosas más, sobre todo porque contrastan en el mar de la estepa que llevamos recorrida hasta ahora. También vemos algunas marmotas que, si le dejaran, Aius cazaría para comérselas con mucho gusto.

Pasamos luego por la población principal de la región, para reabastecernos de alguna cosa. Un gran, viejo y gastado edificio reúne un montón de abigarrados comercios, cada uno en una pequeña habitación.  Aquí, además, la gente fuma con fruición (también escupen, y mucho), pese a los carteles que lo prohíben.




Un aljibe natural se forma en el interior de esta roca.
El agua se extrae con un cucharón (y está buena).


Lo que queda del monasterio.

La metrópolis del Gobi: Dalanzadgad.

Apenas quedan camellos salvajes, 
pero no deben ser muy distintos de estos.

Seguimos estepa adelante. Nuestro siguiente destino es la estupa blanca: una serie de barrancos de roca erosionada que reciben ese nombre. El lugar es muy bonito y, al igual que esta mañana, destaca sobre todo por su contraste con la eterna estepa, bellísima e impresionante, pero mucho más uniforme.








Cuando llegamos al campamento, a la caída de la tarde, Sigui nos propone ir a ver unas pinturas de la Edad de Bronce. Aceptaríamos gustoso, pero son tres horas más de coche, entre ida y venida, llevamos ya mucho hoy, y es tarde. Preferimos una alternativa menos ambiciosa: visitar una pequeña cueva en los yesos vecinos, que atravesamos de lado a lado agachados, y dar un paseo de regreso al campamento.

El parto de los montes.

Villa cernícalos.


Un pequeño arroyo aflora en algún tramo, junto al que han crecido los únicos árboles que hemos visto en todo el día, descontados los del entorno del monasterio en ruinas. Es el dormidero de un grupo de cernícalos, que se sobresaltan cuando pasamos cerca, pero poco a poco vuelven a ocupar su sitio para pasar la noche. Los alcaudones son más confiados y apenas se mueven un poco cuando rebasamos su árbol seco.

También nosotros nos retiramos, tras cenar, a nuestro guer.

Abrazos para todos.


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