sábado, 23 de marzo de 2013

XXXII. Filipinas (y iv).

Queridos lectores:

El tiempo había mejorado y al tercer día tocaba hacer la excursión C (29.01.13). Por salir de las aguas más resguardadas entre las islas para abordarlas desde barlovento, a menudo se cancela, pero la mañana se presentaba propicia.

Temprano salimos en barco un puñado heterogéneo de turistas. Como la de dos días antes, la excursión recorría una sucesión de islas, calas, playas y demás accidentes geográficos de gran belleza, intercalando baños y buceos sobre fondos coralinos más la parada obligada para comer. Una de las rarezas del día fue el santuario de Matinloc. Alguien tuvo la idea de construirlo en un recoveco en una de las islas y por un tiempo, en las décadas finales del siglo pasado, estuvo atendido e incluso habitado. Hoy sólo queda un remedo de templete clásico con una efigie de la Virgen María, y habitaciones en claro estado de abandono. Curioso comprobar una vez más lo pasajeras y peregrinas que pueden ser las empresas humanas.

El santuario de Matinloc.





La excursión ocupó la mayor parte del día. Por la tarde me acerqué a una peluquería popular en la parte trasera del pueblo. A mitad de la faena (es decir, al medio minuto de empezar a trasquilarme) se fue la luz. Tras un rato, el peluquero conectó el generador y me contó sus penas. La corrupción es mucha y a los políticos les importa un pimiento que el suministro eléctrico sea deficiente. De hecho ni siquiera lo hay las veinticuatro horas, lo cortan durante la mañana. La energía la producen grandes generadores que no dan abasto y que deberían haber sido ya reemplazados por otros, pero a la alcaldesa eso no parece preocuparle. 

El peluquero y su mujer se quejaban de que, pese a los fallos, ellos pagan religiosamente sus impuestos todos los meses, los cuales deberían destinarse, entre otras cosas, justamente a dotar al pueblo de las infraestructuras básicas. Les animo a que se quejen a las autoridades y me responden que ya lo hacen, pero que por un oído les entra y por otro les sale. La corrupción y los fines personales son los que mandan y aunque sí, el país va a mejor o eso dicen, y el presidente está decidido a combatir la corrupción, aquí las cosas siguen igual de mal que siempre, luchando todos los días por salir adelante.

Cogí un motocarro por la mañana que me acercase al aeródromo de El Nido (30.01.13). El conductor me llevó sin novedad hasta la puerta del recinto. Un guarda de seguridad nos para en la garita de entrada. Algo pasa, pero no sé qué. El conductor le muestra unas credenciales. Guarda y chófer discuten, pero no nos movemos. De la entrada a las casas que sirven de terminal faltan dos kilómetros y me pregunto qué ocurre.

¿Qué ocurre? Que el catálogo de desaguisados de que son capaces en el honorable gremio de taxistas no tiene límite, mal que le pese a mi incredulidad. Para entrar en el aeródromo se necesita un permiso especial del que carece el conductor. ¿Cómo?, ¿acuerdo con él que me lleve al aeródromo, me dice que conforme y resulta que no tiene la licencia pertinente? Ya ni siquiera es furia lo que siento, sino estupefacción más allá de toda medida. La inoperancia del jefe de los taxis en el aeropuerto de Yangón parecía insuperable, pero su homólogo aquí ha conseguido superarla. Parecía difícil establecer una nueva marca pero lo hemos logrado: henos aquí con un conductor que, a sabiendas, acepta llevarme a un destino al que no puede llegar.

Que no me preocupe, que nos acercamos a otra aldea próxima y cambiamos de motocarro. Ni hablar. Bueno, que llamará a un amigo que sí tiene el permiso, se acercará a por él mientras yo espero aquí en el campo, y el otro luego me llevará hasta la terminal. Para nada. Pregunto al guarda:
- ¿No podemos pasar de ningún modo?
- No señor, lo siento.
- ¿Y dice Usted que sólo hay un par de kilómetros hasta la terminal?
- Sí, más o menos.
- No se preocupe, me voy andando.

Le pagué al taxista la mitad de lo estipulado (la mitad de dos duros, todo sea dicho), sin queja por su parte, me eché la mochila a la espalda y rumiando mi asombro ante el despropósito que estaba protagonizando contra mi voluntad, eché a caminar por la pista del aeródromo. Lo que me molestaba no era tanto la caminata, en todo el viaje he mantenido el equipaje en torno a once kilos de peso, que es modesto para un año y llevadero con comodidad, sino la conducta del chófer. Insisto en que el tercer mundo es a veces, además de una desgraciada realidad socioeconómica, una actitud personal.
Andaba en estas cavilaciones y a mitad de camino cuando una furgoneta con viajeros paró a mi altura y me rescató de la marcha bajo el sol. Llevaba a un solo viajero, Bernard.

Bernard, surcoreano de origen pero criado y vivido en Filipinas, trabaja para el consorcio dueño de los hoteles, del aeropuerto y de la línea aérea. Aunque esto no me lo revelará, sotto voce, hasta muy avanzada la conversación, pues ha venido a inspeccionar algunas cosas y agradece mi opinión libre.

- Digo yo que si la noche cuesta más de mil dólares en cada uno de los hoteles, bien se podían gastar los cuartos, comprar una máquina de rayos X y ahorrarme deshacer el equipaje en busca de bombas fabricadas con restos de corales y arena.
- Es lo primero que les voy a decir en cuanto llegue a la oficina. Trabajo para los nuevos propietarios y precisamente pretendemos mejorar un montón de cosas.
- Me alegra saberlo.

Bernard lamenta que, en su opinión, el país no avanza pese a los buenos datos de crecimiento macroeconómico, nadie se preocupa de mejorarlo, la corrupción es el factor dominante, y sólo se puede mejorar al margen del sector público. Por eso las empresas de turismo tienden hacia el sector de lujo.

El tiempo ha empeorado y el vuelo, con una escala en otra isla, resulta bastante accidentado e incómodo, en especial para Bernard, a quien veo con cara mareada. Nos despedimos al llegar a Manila, le esperan en la oficina y ha de salir con premura.
 
Arrecifes coralinos desde la avioneta.


 
 
Filipinas desde el aire.

Llegando a Manila.

Pregunto y me aseguran que, debido al atasco, tardaré al menos una hora en llegar a Intramuros y otro tanto en volver. Vacilo pero finalmente decido quedarme en la sala de espera del aeropuerto privado, escribiendo. Pasa una hora y no me he sacado de encima el runrún de que se me queda el Fuerte de Santiago sin ver, qué pena. Decido desafiar el atasco, aun a riesgo de perder el avión que me ha de llevar fuera de Filipinas, pedir un taxi y encarecerle que haga lo posible por ir ligero. El taxista dice que sí, pero a mitad de camino confiesa no saber llegar hasta Intramuros. ¿Será posible? Menos mal que con ir preguntando a otros coches a nuestra altura en el atasco, no hay mal que por bien no venga, conseguimos las indicaciones básicas, que complementamos con mis escasas nociones de geografía local (la enésima vez que me toca guiar al taxista de turno, hay que fastidiarse).

Hay suerte y llegamos tan rápidamente como es posible hasta el fuerte. Le pido al chófer que me espere y en treinta minutos recorro la fortaleza. Es la esquina mejor conservada del bastión español: una puerta de piedra, restaurada, con un frontispicio de Santiago matamoros en lo alto. En el interior se ven los restos de los acuartelamientos, de finales del S. XVI nada menos, y de otras dependencias militares, incluyendo la celda en la que fue detenido el héroe independentista José Rizal antes de ser ejecutado por sedición en 1896.

Rizal escribió un largo poema elegíaco sobre Filipinas como despedida: "Mi último adiós". Digno de mención es que está en español, y así se puede ver reproducido en piedra en algunos monumentos de la ciudad.

Monumento a Rizal en el parque homónimo.

¿Es a mí?: ¡vade retro, pecador!

Gallos de pelea.


Restos del cuartel español del año 1593. 

Colegialas y policía ante la Puerta de Santiago.

Mis percances con los taxistas no habían terminado aún. Había pactado con el conductor un precio cerrado, algo inferior a lo que él me pedía y equivalente a todo mi dinero en efectivo. Pero no había contado con el precio del aparcamiento donde me tuvo que esperar y el de la entrada al fuerte. Resultado: tuvimos que parar en un cambista de moneda de camino al aeropuerto, ya con el tiempo encima y una cierta angustia visto lo apretado del tráfico. No obstante, el taxista estuvo despierto y cumplimos ambas misiones con tiempo suficiente.

En breve dejaría las islas de Felipe II atrás, con la satisfacción de haber podido echar un vistazo a su peculiar mezcolanza cultural y a la belleza de sus paisajes, aunque fuera somero y apresurado.

Abrazos para todos.



3 comentarios:

  1. ¡Bravo, Fernandito! Misión cumplida y un nuevo azote a los taxistas. Tal vez debas fundar una asociación contra los abusos de los taxistas del mundo entero. Me imagino la paciencia que has tenido ....uff.

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  2. Eso, eso, sigue así! En las familias de los taxistas filipinos seguro que ya amenazan con la imagen de Fernando a los niños que no se quieren comer la sopa... Espero que nunca te topes con alguien tipo Robert de Niro en Taxi Driver, tú por si acaso siempre
    deja caer que eres black belt...

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  3. Jajjaja. Primero fue Taxi Driver; ahora llega Taxi Braser! La historia de un abogado que le da la brasa a los taxistas del mundo entero. Próximamente en sus pantallas.
    En otro orden de cosas, qué colgados los del templete a la Virgen. Espero que sea lo primero que se lleve el mar por delante cuando suban los océanos.
    Por cierto, no has comentado nada de piratas. Hemos oído muchas veces que por ahí hay algún secuestro de turistas. Cierto es que tú no corriste peligro porque algún taxista les avisaría de que no les arrendaba la ganancia.

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