jueves, 24 de mayo de 2012

VI. Rumanía (y viii).

Queridos lectores:

El autobús hasta Constanza (08.05.12), antigua Tomis romana y segunda ciudad del país, era en realidad un microbús que a medida que fuimos parando en un montón de pueblos, se atestó de viajeros que se mantenían en pie en el exiguo pasillo como mejor podían. Incluyendo a una mujer embarazada, a quien con gusto hubiera cedido mi asiento de no ser porque nos separaban unas seis personas encajadas en dos palmos cuadrados.

Eso y el hilo musical gentileza del conductor, fueron los aspectos más reseñables del viaje. Me quedé de piedra cuando nada más arrancar atronó por los altavoces una insufrible rumba española, que exhortaba a los oyentes a dar palmas a alguien o no sé qué ocurrencia por el estilo. La pesadilla de antiguos viajes volvía. Pero esta vez, gracias a los adelantos del S. XXI (ya existían en el S. XX, lo sé, pero llevo unos veinte años de retraso) pude recurrir a contramedidas tecnológicas. O sea, me puse a escuchar rocanrol bien alto con los cascos del teléfono móvil, debidamente repleto de música cedida legalmente por Carlos, Pablo, Nacho y Yoya.

La carretera sigue en general la costa del Mar Negro, que en este tramo se ve aún bastante despejada de edificios y bonita. Otra cosa es Constanza, o la parte que me tocó ver de ella llegados dos horas después. De la estación de autobuses doméstica tomé un taxi hasta la estación de autobuses internacional. Decidí ser justo y revisé mi opinión sobre el sitio más inhóspito de Rumanía: ya no sería la estación de tren de Timisoara, bendita ella, sino la estación de autobús internacional de Constanza. Una pequeña corte de los milagros en un entorno muy sucio, y lo digo no con desdén, sino con mucha congoja: había hasta una pordiosera condenada a caminar retorcida sobre sí misma, a cuatro patas deformes.

Pregunté por el siguiente autobús a Varna, Bulgaria, mi destino final para el día, y fui acogido en un coche que iba a Estambul pasando por ella, pero sin permiso para expedir billetes más que directamente hasta Turquía. Por tanto, iba a ir de matute, no respecto a las normas de tránsito internacional, claro, pero sí respecto a las rumanas de transporte de viajeros. Lo primero me lo explicó torpemente la taquillera, y lo segundo lo deduje yo solo recordando mi condición de jurista vacacional. El asistente del conductor insistía en que me sentase dentro y me estuviese quieto y, a poder ser, inconspicuo. Pero como tenía hambre, el trayecto habían de ser dos horas y media más, y tenía poco tiempo, me rebelé y salí a buscar algo rápido que comer. Un señor mayor me quiso ayudar sin que yo se lo pidiera, y me asió por el brazo para acompañarme a un restaurantillo cercano. Me desasí agradeciéndoselo, pues no disponía de tanto tiempo, ni de ganas. Otro hombre más joven, al ver esto, me retuvo por el brazo para preguntarme, recriminándome en inglés, qué había hecho yo al señor mayor, que se mostraba contrariado. Le respondí muy serio que nada y que se relajase. Hubo un momento de tensión, pero afortunadamente en ésas el señor mayor aclaró la situación y allí terminó todo, con una breve disculpa suya pero sin sonrisas.

Sin más incidentes emprendimos viaje por la costa. Mientras esperábamos a que nos devolvieran los pasaportes, una interjección mía me delató como español ante un señor rumano que había vivido en Madrid y que tenía ganas de practicar el idioma, así que me ví inmerso en un monólogo acerca de su vida en España y en Rumanía, las virtudes de los turcos para el comercio, lo que tardaríamos en llegar a Estambul, etc. Me sentía como un agente secreto, pues decidí ser un buen polizón y, a sus preguntas, no revelar mi verdadero destino hasta que fuera inevitable.

Así que por fin abandoné Rumanía, un país que pude ver con cierto detenimiento y que me ha gustado mucho, con gente muy amable, bonito, interesante, y con un idioma medianamente inteligible. Llegaba a


VII. Bulgaria (i).

Tras acabar el viaje por carreterillas costeras algo impropias de la importancia relativa de Constanza y Varna, me apeé en la catedral de esta última, referencia central de la población. En la hora que mediaba hasta mi cita con Polina, mi anfitriona local, cambié moneda, comí un bocado e hice alguna llamada telefónica. A la hora convenida apareció Polina para gran contento mío, perfectamente comprendido por ella, conocedora de la experiencia de viajar solo.


La catedral de Varna.


Polina me presentó a su novio, Orlin, con quien iba a asistir a clase de salsa mientras yo paseaba por la ciudad, al caer la tarde, para ir luego juntos a su casa. Polina habla buen español por haberlo estudiado; y Orlin habla español práctico por haber trabajado en España algunos meses, así que en español nos entendimos los tres casi todo el rato.


Edificio noble en el centro peatonal de Varna.


Avenida comercial.


Al fondo, el Mar Negro.


El centro de Varna lo constituye una zona peatonal y comercial no muy grande que desemboca en un parque junto a la playa. A lo largo de ésta se agolpan restaurantes y chiringuitos, del estilo habitual, con música y terrazas.

En general no se advierten grandes diferencias entre Rumanía y Bulgaria en cuanto a modernidad o riqueza aparente. Varía, naturalmente, de lugar a lugar incluso dentro de cada país, pero en conjunto la sensación fue semejante en ambos, quizá levemente más positiva para Rumanía.


La playa.


Tras el paseo me reuní con Polina y Orlin, que habían aprendido nuevos pasos de salsa con su profesor turco; cosas como "dile que no", "se acabó" o "brazos rotos". Cuando al rato de buscarlo encontramos el coche, aparcado por Polina, nos fuimos para casa.

Polina y Orlin viven en el agradable ático de una casa familiar de varias plantas que construyó en tiempos el padre de Orlin, arquitecto. Desde la ventana se veía un poco el mar. Orlin decidió obsequiarnos con un plato típico búlgaro, consistente en hornear unas cacerolas de barro repletas de carne y verduras, y cuyo nombre soy incapaz de repetir. Tras la opípara cena vino la sobremesa. Ambas con cerveza local. Esta, por desgracia, viene en botellas de dos litros y como Orlin nos prohibió dejar a medias la segunda, nos tuvimos que emplear hasta bien tarde para terminarla, siempre en conversación que fue pasando de amena a animada y de animada a divertida, hasta que ya ninguno aguantó en pie y nos fuimos a dormir, contentos de evitar el desperdicio cervecero.


Orlin, legítimamente orgulloso de su creación culinaria.



Al día siguiente (09.05.12), Polina y Orlin me acercaron a la estación de autobuses, de donde me fui a Balchic, pueblecito costero famoso por ser el más bonito (o el menos deteriorado, según se mire) del tramo que media hasta la frontera con Rumanía. De momento el pueblo aguanta, aunque había grúas de construcción por todas partes y no le auguro muchos más años de horizonte despejado. En la parte más alejada se halla un palacio veraniego de los antiguos reyes de Rumanía (la ciudad pasó de un país a otro en el S. XX), cuya playa y jardines son los que realmente embellecen el pueblo.


El palacio de María, reina de los rumanos, en Balchik.


Regreso a Varna, fin de la visita a la ciudad, organización de asuntos viajeros y a casa; cena inicialmente abstemia, más conversación y sobremesa, ya no tan abstemia, y se fue el día.
 

Polina y Orlin, bailarines de salsa y sonrientes por naturaleza.


A la mañana siguiente, hechas las despedidas, partí en autobús, de los grandes y modernos (el de Balchic era un minibús con muchas paradas), rumbo a Veliko Tarnovo, en el interior, adonde llegué en unas tres cómodas horas, sin embarazadas hacinadas en el pasillo y, lo mejor, sin rumbas insufribles de  música ambiental.

Tarnovo, a la que añadieron el adjetivo "grande" (veliko) hace no muchos años (más o menos los que tiene un servidor, es decir, pocos), fue gracias a sus formidables fortificaciones capital de Bulgaria allá por los S.XI a XIV, y llegó a pretenderse la tercera Roma. Aunque sin tantas ínfulas ya hoy, la fortaleza de Tsarevets sigue siendo señorial, los profundos tajos del río Yantra y los montes de alrededor impresionantes y muy hermosos, y el casco antiguo está bastante bien conservado. El conjunto resulta la ciudad más monumental de las que ví en Bulgaria.

Había quedado en alojarme en casa de Henry, un irlandés que no volvería a Tarnovo hasta entrada la noche. Me deshice pues de la mochila en un hotel de postín, y me fui a ver la ciudad.


Vista general de la fortaleza de Tsarevets. 
La fortaleza se extendía por varios cerros, de los que éste es el mejor conservado y restaurado.



Prohibido bailar jotas en lo alto de las murallas.
No hay duda.


Vista desde el interior de la fortaleza.


Dibujo de la antigua ciudad.


Decidí no llamar la atención y conseguí, a duras penas, refrenar las ganas que a raudales me entraron de bailar danzas regionales al borde del vacío. El día era muy agradable, el lugar espectacular y muy tranquilo, y las vistas inmejorables, así que me lo tomé con mucha calma y, como llevaba en la bolsa el tablero y el libro electrónico, estuve un rato muy largo mirando partidas de ajedrez en el mejor rincón de la ciudad.

Luego visité la casa museo de Sarafkina, la mansión decimonónica de un comerciante local, ubicada en una calle que resigue el interior de uno de los tajos que demarcan la ciudad. Aunque no tan abrumadoras como en España, por ejemplo, había calles con comercios "sólo para turistas". Las casas guardan una laxa uniformidad de estilo que se hace agradable, y hay unas cuantas plazas bien cuidadas con grandes monumentos, algunos de aspecto "comunista".


Sarafkina kashta.


Iglesia ortodoxa moderna y monumento "comunista".


Casas colgantes del casco antiguo.



Al final de la tarde vino Henry a recogerme a los soportales de la oficina principal de Correos, concurrido dormidero de perros callejeros, y de ahí fuimos caminando a su casa. Al pasar por delante de uno de los bares, Henry fue reclamado por unos amigos, así que tuvimos que corresponder y tomarnos la consabida cerveza. De estos amigos uno era un inglés dueño del bar, otro un escocés que se dedicaba a la construcción, la tercera otra inglesa que vivía en Bulgaria retirada anticipadamente, aprovechando el coste de la vida, y había algunas personas más de cuyo destino no supe nada. Tras socializar y dejar la mochila en casa, nos fuimos a cenar ya más tranquilamente y sin alcohol, Henry y un servidor. Ambos convenimos en que vivir en Bulgaria (o en cualquier otra parte) sólo porque sea barato, no deja de ser una tristeza cuando aún se es joven y capaz, como parecía serlo la inglesa en cuestión.

Henry enseña inglés en un colegio de Tarnovo, y tiene un historial bastante interesante: trabajó varios años como profesor en Corea del Sur, y es una persona muy agradable, con muy buena charla y modales. Al regresar a su pequeño pero acogedor apartamento, comoquiera que Henry lamentase no tener un ajedrez, pronto saqué el mío en miniatura y nos embarcamos en varias partidas hasta las dos de la madrugada. Gané dos a uno, pero habida cuenta de la hora y el cansancio, cualquier otro resultado, incluso que ambos hubiéramos perdido todas las partidas, habría sido posible.



Con Henry en el terrado de su casa.
Tsarevets al fondo.


Detalle del monumento a la madre Bulgaria,
 que evoca diversas guerras.


Al día siguiente (11.05.12) hubiera ido con Henry y unos amigos a caminar por el campo, pero puesto que el tiempo amenazaba lluvia (había llovido en los días previos), se canceló el plan y yo decidí echarme al camino.

Que en este caso era el ferrocarril. Preferí cambiar de transporte y volver al tren, confiando en disponer de mayor comodidad para leer en el viaje, que duraría varias horas para escasa distancia. Error. La red ferroviaria búlgara es pésima. Para colmo, el trayecto de Veliko Tarnovo a Plovdiv atraviesa las montañas y parece que por ello (otros no caben) no pueden poner más trenes que los peores que he visto en Europa (incluso si tomo en consideración los que conocí hace un cuarto de siglo). 

Esto me lo explicó un chico muy amable cuyo nombre no conocí, pero que me dió conversación interesante la mayor parte del viaje. Viaje que empezó de pie, pues muchísimos estudiantes universitarios, como mi interlocutor, regresan a casa para el fin de semana. El muchacho había estudiado en Texas y, como el resto del compartimento, tenía curiosidad por conocer mi nacionalidad y charlar conmigo. Lamentaba mi amigo, igual que otros búlgaros que traté, que su ingreso en la Unión Europea había servido, sobre todo, para animar a mucha gente a emigrar en vez de permanecer en el país y aprovechar lo que de bueno eso pudiera traer. También lamentaba, igual que en Rumanía y los demás países que visité en el Este, la actitud del funcionariado, enseñoreado de sus puestos y de los deficientes servicios públicos, sin ánimo de mejorarlos. Una muestra nos la dieron los revisores del tren, que pese a la mucha gente que iba de pie y siendo sólo dos, se reservaron un compartimento de ocho asientos para ellos y sus absurdos papeles (hice un intento de romper el bloqueo, pero fui rechazado y no me ví con ganas de batallar sin un idioma común).

El paisaje de montaña era muy bonito, muy verde y con muchos bosques. En general el país entero es bonito, y verde, claro que para eso estamos en primavera.

Mi amigo me advirtió, cosa que no se dignaron hacer en la taquilla de la estación, de que debía cambiar de tren. Subido en otro tren más despejado, esta vez la conversación fue con Iliana, estudiante búlgara en Dinamarca, por el mismo afán de saber mi origen. Iliana era aún más crítica y ni siquiera tenía el propósito de volver a su país al terminar los estudios. Estaba de visita y esa era toda la concesión que pensaba hacer al, en su opinión, desastre de patria suya. Me despedí de Iliana y de su inteligente conversación en la estación de Plovdiv, y me fui al hotel que había buscado para la noche. 

Había quedado con Gia, vecina de Plovdiv, para que me enseñase la ciudad, ya que ella no acostumbra alojar viajeros. Salimos con esa intención, pues aunque ya era tarde la ciudad goza de bastante actividad nocturna, pero la fuerte lluvia nos arrinconó en un bar, donde tras algunas cervezas y mucha conversación, terminó el día. Gia estudia español, es una apasionada del arte y de España, país que ha visitado varias veces, y fue un placer discutir con ella de literatura moderna en español, entre otras cosas.

Al día siguiente retomé con Gia el plan de visita. Plovdiv, segunda en importancia de Bulgaria, es una de las ciudades más antiguas de Europa, si no del mundo. Hasta seis mil años antes de la era cristiana le calculan. Tracios, romanos y turcos son tres de los pueblos más destacados que allí dejaron rastro. Los monumentos abundan y están bien restaurados, el centro comercial es moderno, peatonal y agradable.


La mezquita de Dzhumaya, en Plovdiv, 
con parte del estadio romano en primer plano.


La calle principal de Plovdiv.


El teatro romano, aún en uso.


Casas típicas del S. XVIII en el casco viejo.


Gia a la puerta de una iglesia ortodoxa.


Mosaico romano.


Figurillas romanas (y mis dedos detrás).


Ante antiguas canalizaciones romanas.


Vista desde lo alto del casco antiguo.




Más casas típicas del casco viejo.


El ayuntamiento.


Como buena aficionada al arte, Gia me llevó también a la casa museo de un pintor local del S. XX, cuyo nombre no recuerdo (Zlato Bojadgjiev; gracias Gia por la puntualización) pero que tenía la meritoria historia de haber pasado, a causa de una afección cardíaca, de ser diestro a zurdo, y haber aumentado su prestigio como artista incluso después de ello.

Por la tarde Gia tenía clase de español, varias horas con un nicaragüense afincado en Bulgaria desde hace décadas, por lo que nos separamos para reencontrarnos más tarde ante una pizza y, lo prometo, sólo una cerveza.

Mi siguiente destino era ya la capital, Sofía, y de eso trataré más adelante.

Abrazos para todos.





3 comentarios:

  1. Fernando, nos tenías en ascuas. No dejes pasar tantos días sin contarnos tus aventurillas. Muy interesante saber cómo están esos países de Dios.

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  2. A mi no me engañas... primero el Mar Menor y ahora el Teatro Romano de Mérida... ja ja.

    ¡Qué chulo todo, qué bonita la última ciudad, Plovdiv! Me encanta ir leyendo tus aventurillas, no tardes tanto.

    Ah y repósate un poco más en los sitios, chache, que acabas de empezar y tienes muuuucho tiempo por delante.

    Un beso,
    Yoya

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  3. Fracaso total....Fernan, tenías que haber ido sentado con los revisores del tren.....buuuuuuuuuu!!!!!!!!!!!!!

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