domingo, 13 de mayo de 2012



VI. Rumanía (vi).

Queridos lectores:

La vía del tren entre Brasov y Busteni, mi destino al pie de las montañas de Bucegi (2.505 m en el punto más alto), discurre entre bellos paisajes junto al río Prahovia, que separa los Cárpatos meridionales de los orientales, y cuyo valle ha sido históricamente el paso principal entre Transilvania y Valaquia.

Lo primero es lo primero, y en mi caso suele ser dejar la mochila a buen recaudo para moverme con más agilidad. Normalmente las estaciones de tren aún tienen servicio de consigna, pero en este pequeño pueblo turístico no la había. Solución: acercarse al primer hotel con aspecto de mínima sofisticación y, con mucha educación y una sonrisa, pedir por señas que le dejen a uno usar el cuarto de maletas (la sofisticación busca que hablen inglés, claro, pero el sistema no es infalible). En las dos veces que hasta ahora lo he pedido, los encargados no sólo han aceptado con simpatía, sino que han desdeñado cobrarme.


Las vías del tren en Rumanía son vergeles.



Con ya sólo la "mochila ligera" (una bolsa grande con dos cinchas que se hace un burujo y no ocupa nada), me encaminé hacia la telecabina (así la llaman en rumano) con la que había de salvar el desnivel de 1235 m hasta un lugar llamado Babele.

Una vez en lo alto, mi intención, refrendada con Andras y Marius, era visitar el monasterio de Pestera, enclavado en una gran gruta, y regresar caminando hasta el valle, ocupando para ello todo el día. El plan era bueno, y la coincidencia de mis dos amigos me evitó recelar de la inmerecida equiparación que Andras pudiera haber hecho de mis méritos montañeros con los suyos. Pero hasta los más perfectos planes tienen factores azarosos, o, como aquí, torpezas imprevistas: el día 30 de abril era lunes de puente también para los rumanos, y todo el país se había dado cita en Busteni a primera hora, concretamente en la cola de la telecabina.

Un tanto contrariado pero confiado en que la cola fuese avanzando a ritmo aceptable, y puesto que al dejar la mochila grande había retirado las pertenencias valiosas, me dispuse a entretener la espera escuchando música con el móvil. Un rato, un rato largo, larguísimo: la cola no se movía. Se me acercó un hombre que en rumano al público en general, y en francés en particular para mí (iniciativa que no me consultó), ofrecía llevarnos a unos pocos escogidos en coche todoterreno hasta el mismo destino. De paso veríamos un montón de fenómenos naturales que el tendido de la telecabina nos negaría. Desoí la oferta, por ceñirme al que creía un plan irreprochable, y bien lo lamenté más tarde. Pero que mucho más tarde: dos horas y media de reloj pasaron hasta que me llegó el turno. Bajo el sol. Impertérrito, me dije que no había sido en balde, tuve lectura y música, me había comido un plátano después de que se me cayese otro (irreparablemente) al suelo, e incluso respondí un tanto desganado a las preguntas de mis vecinos: querían saber si la democracia en España estaba corrompida como la suya; me evito el sonrojo de repetir aquí la respuesta.

Llegué por fin a lo alto, bajé de la telecabina, salíme al campo (atizo el fuego de los críticos apropiándome también a Quevedo), pregunté a una pareja joven con aire de enteradillos y, oh decepción: en llegar al monasterio andando, pese a su aparente proximidad, se me irían tres horas, y otras cinco al menos en bajar al valle, sin contar la visita al monumento y paradas, y siempre que las hordas de osos no me comiesen o mi condición de foráneo presumiblemente atontado no me extraviase. Intenté reajustar los planes, pero el exiguo horario de la telecabina me lo impidió, so riesgo de vararme en el monte, emprender el descenso sin información sobre el sendero (y los osos), o tener que pernoctar en algún hotel de montaña contra mi voluntad. Como aún tenía fresca la aventurilla de Piatra Craiului, decidí conformarme como el resto de los visitantes: paseíto por lo alto de las lomas, fotografías panorámicas y a algunas rocas singulares, y abajo por donde vine. Qué habría sido del día de haber aceptado al propagandista francófono nunca lo sabré, pero preferí no lamentarlo y darlo por bueno. Entre tantas jornadas de viaje siempre se ha de escapar alguna menos aprovechada de lo que uno espera.


La telecabina de mis amores.


Formaciones rocosas en lo alto.


 
El monasterio está en el fondo del valle que se intuye a la derecha.


 
Otra bonita formación rocosa.


A esta la llaman la esfinge. 
Se ve que no conocen la verdadera.



A la izquierda queda el valle de los osos caníbales.


De regreso en el valle no tuve más que recoger la mochila, coger el autobús, y en un periquete aparecí en Sinaia, apenas unos kilómetros más al sur siguiendo el valle. Con la ayuda de un taxista espabilado (insisto en que son muy baratos, por lo que es un método útil siempre que no se tope uno con el tonto, o el listo, del pueblo) encontré alojamiento en un hostal familiar a buen precio. Habida cuenta de que el pueblo, destino turístico para los capitalinos, estaba lleno a reventar por el consabido puente, me pude sentir satisfecho. El resto de la tarde se fue en tareas propias de mi condición viajera.

A la mañana siguiente (01.05.12), escarmentado por las carreras en pueblos en cuesta, decidí cambiar el programa y bien de madrugada me acerqué al parque municipal, vacío a esas horas, para entretenerme una horita haciendo katas. No diré que esta vez la ejecución fuese buena, pero por lo menos sí decente. De hecho tuve un admirador (varón, para mi disgusto) que me pidió permiso para tomar algunas fotografías. No sé si mi imagen habrá aparecido a estas alturas en alguna revista satírica en Rumanía, quién sabe. Prometió enviarme alguna, pero sigo esperando. Si las recibo y pasan la censura del buen gusto, pondré alguna para ganarme la indulgencia parcial de mi querido sensei.

Lo siguiente era visitar el castillo de Peles, residencia veraniega de los reyes de Rumanía en el cambio de siglo del XIX al XX. Para lo poco que cundió la dinastía (apenas de 1881 a 1947) no está mal la mansión. Planeada por arquitectos alemanes (país de origen del rey promotor), y ubicada en una amenísima ladera,su estampa es realmente peculiar. Por desgracia, también es peculiar el orden de visita. Consiste básicamente en una turbamulta de turistas desorientados por las caóticas instrucciones del personal del castillo, esperando sin saber hasta cuándo en torno a la puerta principal. Al cabo de un tiempo que se demostró ajeno al prometido por los probos funcionarios, me llegó el ansiado turno y, metiendo el codo sin rubor entre un montón de señoras polacas en semiestampida, conseguí entrar.


 
Los más antiguos de la cola para entrar en Peles.

El interior del castillo es muy interesante, y en general está puesto con buen gusto y cierta moderación en la ostentación, aunque austeridad no es palabra de uso común para la corona. Sus majestades siempre saben tratarse bien a costa del erario público y, sobre todo, hacer presente a los plebeyos su divino origen: tras pasar audiencia de pie (hasta aquí llegaba la igualdad), Carol I distinguía a sus visitas ofreciéndoles entre uno y cinco dedos de la mano para que se los estrecharan, según su humor. No nos explicaron si los estamentos de la época pasaron a graduarse según esta ridícula digitación, pero es fácil imaginar absurdas conversaciones entre los cortesanos de la época.


Vista general del castillo de Peles.


 Detalle.

Paseo de regreso al pueblo y de nuevo al tren, rumbo a la capital. A primera hora de la tarde la estación bullía de gente que volvía de pasar el fin de semana y, como en la taquilla me advirtieron que probablemente tendría que viajar de pie, pensé en sentarme mientras esperaba. Recorrí el andén repleto y observé un grupo de cuatro asientos en los que había sólo una pareja mayor y unos bultos. Pregunté por uno de los asientos con bultos: ocupat, dijo el caballero. ¿El otro?, Ocupat. Perfecto. Regreso al primer asiento, aparto el maletón, que resultó ser suyo, claro, y me siento como un rey dispuesto a ofrecer sólo medio dedo. Es justo y gratificante desbaratar las maquinaciones miserables de la gente mezquina.
 

Vista de una rotonda de Sinaia, con el típico jaleo de cables eléctricos por lo alto.


Por fortuna, pude encontrar asiento y hacer el viaje con cierta comodidad, pese al sofocante calor que reinaba en el tren, atestado y poco menos que herméticamente cerrado. El poco menos lo explica la valentía, desesperación o temeridad de un chico que abrió la puerta en marcha (son manuales) y evitó así un vahído general del pasaje.

En Bucarest cogí el metro, bastante moderno y eficiente, y llegué a casa de mi anfitriona, Georgiana, no sin antes tener que recurrir al consabido expediente de mendigar una llamada telefónica. Esta vez porque el interfono de su casa no funcionaba, y no había otra manera de hacerme presente.

Me recibieron Georgiana y su compañero de piso, Nicu. Dos chicos estupendos que, tras un breve descanso, me llevaron con mucha alegría a ver Bucarest. Aunque la ciudad tiene justa fama de fea por sus avenidas grandotas y sin gracia, y los mamotretos grisáceos de la época comunista, el centro está siendo recuperado por los vecinos, y en sus calles peatonales hay profusión de terrazas muy del estilo de las nuestras. Entre calle y calle, algún edificio monumental de estilo neoclásico y alguna iglesia recóndita suavizan el juicio estético del conjunto.

También, como en todas las ciudades rumanas, muchos perros callejeros esterilizados e identificados con un plástico a la oreja. Son pacíficos, pero vagan libremente entre coches y peatones y ladran a cualquier hora, de preferencia a la de dormir. Por las noches se reúnen en dormideros comunales. Aunque el gobierno tiene presión internacional para eliminarlos, parece que la población los aprecia, o por lo menos no es partidaria de su erradicación forzosa.


Con Georgiana en una corrala del centro de Bucarest.


Antigua iglesia ortodoxa en el centro de Bucarest. 
Uno de los escasos monumentos antiguos que sobrevivieron al nefando Ceaucescu.


A la expedición se nos sumó más tarde Dan, el novio de Georgiana, devoto practicante de parcours, el deporte francés consistente en corretear por la ciudad dando saltos y haciendo acrobacias. De hecho Dan, que estaba entrenando a un grupo de pupilos en una glorieta monumental del centro, se presentó salvando una verja con un ágil salto desde el pedestal de una estatua. Georgiana me confirmó que ella también practica esta disciplina, aunque en una versión más asequible a la que podría apuntarme incluso yo: acompaña a Dan y sus amigos, repite sus meticulosos estiramientos y se vuelve a casa tan contenta diciéndose que esto del parcours no es para tanto. 

Nos fuimos todos a tomar, cómo no, algunas cervezas con otros amigos, todos extraordinariamente simpáticos y alegres, dicho queda, y ya terminado el día nos obsequiamos con un sabroso plato de pasta preparado por Nicu. A dormir.
 

El chef Nicu y su pinche Georgiana, preparando la cena a medianoche.



Tras despedirme de una madrugadora Georgiana que entraba pronto a trabajar, salí de casa con Nicu, que me escoltó un tramo común en metro, para, tras dejar la mochila en la consigna de la estación de ferrocarril, visitar otras partes de la ciudad (02.05.12). Comencé por la avenida de los aviadores, muy amplia y arbolada, jalonada con algunos monumentos de estilo comunista imperial, y en cuyos laterales se conserva algún que otro palacete.



Monumento a los héroes de la aviación.



Y terminé visitando la casa del pueblo, cuyo exterior me habían mostrado la víspera Georgiana y Nicu. Un engendro propio de los cánones de todos los tiranos que en el mundo han sido (incluyendo los nuestros), los cuales exigen, al menos, autarquía famélica, megalomanía y culto a la personalidad. Bien mezclado, el resultado puede ser este superministerio, diseñado y construído por rumanos con materiales del país. Una joven arquitecta ganó el concurso con veintiocho años, a comienzos de los años ochenta del siglo pasado, y desde entonces ha estado vinculada a su terminación, aún pendiente.



La casa poporului.
Es tan grande que ni cabe en una fotografía normal.



Una idea de su tamaño.




 Panorama desde el balcón presidencial que su promotor, 
fusilado expeditivamente el día de Navidad de 1989, no llegó a pisar.

 
El mismo panorama que, de haber vivido, 
el tirano hubiese podido ver aguzando la vista.


Tras el Pentágono, es el edificio con más superficie construída del mundo, y en competencia por el volumen sólo cede, según nos dijeron, ante la pirámide del sol en México y los hangares de Cabo Cañaveral. Hoy en día alberga un grandísimo auditorio de inútil acústica, una miríada de grandes, suntuosos y desiertos salones para conferencias, y oficinas para legiones de funcionarios. El estilo del interior no es, empero, mucho peor que el de tantos otros palacios de su clase. En plata, un mazacote pretencioso cuyo coste desmesurado y desconocido fue un duro golpe para la paupérrima Rumanía de la época.


Directamente a la estación, a coger el tren para Tulcea, al comienzo del delta del Danubio, que me esperaba al final de cinco sudorosas horas. Sudorosas porque, pese a mi aversión a la sauna, hacía muchísimo calor. El tren, moderno (muchos otros son bien viejos, comprados de segunda mano a la SNCF francesa, que sabiamente no removió los carteles que declinan toda responsabilidad de su parte por la desaparición de objetos), tenía grandes ventanales cerrados y el aire acondicionado estropeado. Los resignados condenados boqueamos aturdidos hasta que el conductor nos perdonó la vida abriendo la puerta de la cabina para que nos llegase algo de su aire, este sí acondicionado. Menos mal que era un tren y no un barco, pues todos los pasajeros nos desplazamos a proa para sobrevivir.



Fantasmagorías en el tren del calor.


Con el consuelo de haber eliminado toxinas por fuerza y sin mayor novedad, llegué de noche a Tulcea, y de lo que siguió daré cuenta en otro momento.

Abrazos para todos.



1 comentario:

  1. ¡Ole ole ole, cholo Simeone!!! Ja ja, te has perdido la final Atlético de Madrid - Atletic de Bilbao que se jugaba en Bucarest por un pelo... ¡Te hubiera dado un soponcio!!!

    Besos,
    Yoya

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