miércoles, 18 de julio de 2012

XV. Tayiquistán (ii).

Queridos lectores:

Por la mañana temprano me puse en marcha rumbo al lago de Alejandro (Magno): Iskandarkul, al norte de Dushanbe. Primero un taxi colectivo hasta el norte de la ciudad, y luego a negociar otro (aunque ya no un utilitario, sino un todoterreno) para llegar a destino. Ryan me había dado las referencias básicas, y por poco más de lo que me dijo conseguí un pasaje.

En Tayikistán, como en muchos otros países carentes de transporte público eficaz (o carentes, simplemente), lo más socorrido es compartir un coche con otros pasajeros. Por obvias razones de economía, el coche no sale hasta que se llena, se tarde lo que se tarde. Y llenarlo significa que, en un todoterreno mediano como el de esta ocasión, vayan siete personas además del conductor, más el techo abarrotado de equipaje. Me hice fuerte en un asiento de la fila del medio, y cuando el chófer y sus ayudantes hubieron montado una cantidad inverosímil de carga sobre el techo, nos fuimos.
Ruego a los conductores austriacos que me perdonen por mis tempranas críticas cuando empecé estas crónicas. Ojalá los tayikos condujesen el triple de mal que ellos. Sería un alivio. La carretera, de momento, era aceptable, aunque muy sinuosa a lo largo de los valles que conducen al norte entre montañas. Lo que no es tan aceptable, o al menos no parece muy sensato, es cómo usan los lugareños los dos carriles: como una pista única. Uno conduce por donde le peta, y si viene una curva o un cambio de rasante ya habrá algun hueco por el que escapar del coche que venga haciendo otro tanto en sentido contrario. El parque móvil se compone mayormente de vehículos que no pasarían una inspección técnica en Europa ni sobornando a todo el personal del taller. Lo malo es que carecen de seguridad, lo bueno que no van muy rápidos.

El túnel del terror.

El paisaje de montaña, interrumpido por las negrísimas humaredas de los camiones, es muy bello. Hasta que llegamos al túnel. Son en realidad dos túneles (uno por sentido), de unos seis kilómetros, y evitan un largo puerto. Son muy recientes, tanto que están sin acabar, sin asfaltar, sin iluminar, sin señalizar, sin abrir más que uno solo de los dos, por el que se circula en ambos sentidos a la vez, y sobre todo, sin drenar. Está inundado. No es que haya charcos enormes, es que está inundado.
Parece ser que cuando llamaron a los alemanes para que lo construyesen, estos dictaminaron que geológicamente un túnel allí no era viable: se anegaría constantemente. Llamaron a los iraníes: lo haremos.

Llegando a Iskandarkul.
 
De vez en cuando algún turismo, o algún camión incluso, queda varado en una piscina profunda. El túnel tiene la justa reputación de ser una pesadilla, y lo demuestra. Media hora insufrible para seis kilómetros.

Llegamos por fin a la intersección de nuestra carretera con el ramal que me ha de llevar, dos docenas de kilómetros al oeste, hasta Iskandarkul (seguiré yo solo). Nos paramos en una aldea e ipso facto se arremolinan los taxistas ociosos. Pretenden cobrarme un disparate por llevarme, pues no es un destino comercial sino estrictamente turístico, y nadie va para allá. Me niego: he pactado el precio hasta el final, y no pienso pagar ni un duro más a nadie. Traslado el problema a mi conductor y, para diversión de la parroquia, tras mucha porfía prevalezco. Mi conductor saliente paga una parte al entrante, y nos vamos.

Por el camino se ven cadáveres de explotaciones mineras de cuando los soviets, lo cual confirma mi chófer, que en la mano derecha sólo tiene tres dedos. Deteriorados cartelones a mayor gloria del noble trabajador proletario, del estilo de los cuadros de la Galería Nacional de Tirana, sólo que adosados a naves descalabradas en medio de ninguna parte.

Llegamos por fin al "centro turístico" (eso pone el cartel) junto al lago. Ahora he de negociar el regreso con el taxista. Lo hago con ayuda de las cuatro palabras que el gerente del centro sabe en inglés. Nadie regresa de Iskandarkul mañana, por lo que el precio, so riesgo de quedarme allí indefinidamente, se encarece. Finalmente llego a un acuerdo no tan bueno (para mí, claro), pues estoy citado en Dushanbe dentro de dos días para recoger el visado de Kirguistán.

Si me demoro en estos detalles sobre taxis, discusiones, negociaciones y demás, es porque ocupan una parte significativa de mi tiempo mientras viajo, y consumen también una parte significativa de mi energía y de mi siempre menguada paciencia. La libre competencia en el mercado se convierte en una pesadilla cuando un servidor es el único demandante, o casi, lo cual ocurre más a menudo de lo que quisiera.

El "centro turístico" está a orillas del lago, que es precioso, a casi dos mil metros de altitud, rodeado de montañas. Si en tiempos soviéticos tuvo alguna virtud (probablemente la de su mera existencia), el tiempo la ha desvanecido. Me enseñan dos aposentos: el barracón de lujo ("lux", dice el hombre) y el normal. La única diferencia es que el primero es de hormigón, con una triste cama en una triste habitación, y el normal son varios tristes camastros en varias tristes habitaciones de madera y hormigón. Duchas y servicios comunes, como en cualquier camping.

Me dejo caer en uno de los camastros y por poco doy con la rabadilla en el suelo. Son somieres de muelle trenzado, ya destensados. Los pruebo todos y escojo el menos malo. Ya estoy instalado.
Comí lo que me dieron y me fui luego a pasear por la orilla un par de horas. El resto del tiempo se me fue en disfrutar del lugar y cenar lo que me dieron.

Iskandarkul por la tarde.

Y por la mañana.



 

A la mañana siguiente repetí el paseo, pero corriendo. No había corrido desde hacía un montón (y no lo he vuelto a hacer aún cuando escribo esto) y se notaba, pero me hizo mucho bien. Al regreso me instalé en el bosquete de la orilla para escribir, cuando un hombre joven se acercó a saludarme. Habla buen inglés: está con su mujer acampado al lado, van a preparar la comida y les gustaría que les acompañase. De hecho me buscaron anoche para invitarme a cenar, pero no me encontraron (me acosté pronto). Muchas gracias, pero he desayunado hace nada. Bueno, pero aun así. Ya veremos, muchas gracias de todos modos.

Pasado un rato el hombre insiste, pero ya no con una invitación, sino con una llamada directa a la mesa, que está puesta y se va a enfriar la sopa. Voy para allá.

Sina y su mujer Sarina trabajan para organizaciones internacionales y por eso hablan bastante buen inglés (o viceversa). Me tiendo en una de las esteras en torno a la comida, en el suelo, y me sirven una sopa típica. Hay mucha comida. Sina me ofrece un cuenco de vodka. Gracias, pero no. Bueno, quedátelo. Otro señor que no habla inglés y que tiene parentesco con ellos también se une a la comida y no entiende que no pueda con el vodka a mediodía (ni a ninguna otra hora, aunque eso no se lo digo).
Sina y Sarina sí creen que la democracia es más o menos real en su país, pese a que otra gente piense lo contrario y el aspecto sea el de una autocracia. Abundan, como en Jordania, como en Irán, los retratos del presidente de la república por la calle: tomando un haz de mieses en la mano si está a la puerta de un instituto agrario, corriendo en chándal si a la de un campo de deportes, encarando con confianza el futuro si en algún edificio administrativo, etc.

Sarina y Sina.
 
Sina ha trabajado de traductor a menudo para misiones occidentales en Afganistán. Hace poco acompañó a unas chicas canadienses que quisieron predicar con el ejemplo de su indumentaria occidental. Alguien las atacó en la calle. Sina, incapaz de frenar a los atacantes, corrió a buscar ayuda de un militar. Cien dólares y os ayudo. Las chicas ofrecieron cincuenta. El soldado disparó al aire, se acabó el incidente, y luego se fue a tomar algo con las chicas y con Sina. Al día siguiente se tuvieron que comprar burjas, a casi doscientos dólares la unidad, según Sina.  

Sarina opina que la mujer está claramente relegada en su sociedad, y lo lamenta. También lamenta, como Sina, que para los tayikos sea muy difícil obtener visados turísticos; todos piensan que quieren emigrar para siempre, pero a ellos les gustaría simplemente viajar un poco por Occidente. La compañía y la comida son muy agradables, pero me  voy despidiendo porque al rato tengo cita con mi chófer.
Nos vamos, pero antes pasamos por el pueblo junto a la carretera general, a recoger unos albaricoques que cogemos personalmente del huerto, con ayuda de los dueños. Son pequeños y de los mejores que he comido en años. Me como una docena. Qué ricos. Recogemos a dos señoras y un niño en la carretera. Renuncio a reivindicar una rebaja proporcional en el precio de mi pasaje. Atravesamos el túnel del horror como podemos, pero paramos a lavar el coche: por ley no puede circularse en la capital con coches polvorientos. Sin comentarios.

 Recolectando albaricoques.


De regreso a la ciudad.

Me despido y vuelvo a casa de Ryan en trolebús. Presento ahora mis disculpas a los búlgaros por meterme con los tranvías vetustos de su capital. Ojalá los tuvieran aquí. A trote cochinero se avanza más deprisa, cuando no se paran porque se salgan las guías o porque falle el suministro eléctrico.
Otra barbacoa en el patio de Ryan, con los chicos, y fin del día.

Coleccionando barberos: Zarnesti, Jerusalén, Dushanbe...
Con cibermasaje en la calva incluído de oficio.


Marcho temprano a la embajada de Kirguistán. La encargada de la sección consular llega a las tantas. Antes muestro mi respeto al señor embajador poniéndome en pie a su paso por la cancela del chalé.

Entro finalmente, el único turista este sábado:

- ¿Es la primera vez que viene?
- No, estuve hace cuatro días (éramos tres viajeros entonces, pero entiendo que no se acuerde de mí). Esos de allá son mis papeles.
- ¿Y por qué viene en sábado?
- Porque me dijo usted que volviera el sábado a por el visado.
- Ah.

La señora saca un talonario de visados adhesivos, coge mis papeles, que probablemente han dormido en el limbo estos días, rellena uno a mano, lo pega en el pasaporte (le señalo la otra página de la hoja en la que en sueños he visto un sello isrelí de fronteras) y listo. Otra vez, sin comentarios. La susodicha funcionaria es famosa entre la comunidad de viajeros de Dushanbe.

Esa madrugada había llegado a casa de Ryan su amiga Ercilia, profesora de inglés de origen dominicano. Ercilia se proponía viajar (por trabajo) al Pamir el lunes, por lo que postpuse mi partida un día para hacer el trayecto con ella: son no menos de quince horas, con suerte, y Ercilia tiene algunos contactos y teléfono en caso de necesidad, además de hablar español, claro. Por la noche, en la consabida barbacoa, tuvimos la visita de Dacmar, una chica ecuatoriana que también trabaja en Dushanbe.

El domingo nos fuimos a comer a las afueras, junto a la zona residencial del río, en el norte, Ercilia, Ryan y yo. Ryan se reía bondadosamente y yo me asombraba de que una señora como Ercilia, muy picajosa con la comida y las comodidades, haya aceptado trabajar en un país como éste, en el que lleva ya un año. Pero aquí está, disfrutándolo pese a las apariencias.

Barsov, donde los ricos tienen sus mansiones de fin de semana
(pegaditas al cauce; cualquier día se los lleva la rambla).
 
Ryan y Ercilia.


Pasó el resto del día plácidamente, hasta la medianoche. Ercilia se había acostado pronto, pero Ryan y yo queríamos ver la gran final del campeonato de Europa (de fútbol, no de balón cautivo; mala suerte). Cuatro goles de España y otros tantos berridos de Ryan (se crió en Barcelona, ya lo he dicho) y alguno mío harán de esa noche un recuerdo perdurable para Ercilia.

Ercilia y un servidor teníamos diecisiete horas de coche por delante al día siguiente.

Abrazos para todos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario