sábado, 7 de julio de 2012

XIV. Irán (ii).

Queridos lectores:

Nos fuimos Rusbeh y un servidor a ver el Bazar (13.06.12) pero era muy temprano, y el cercano Museo Nacional estaba aún cerrado, así que hicimos tiempo tomando té en la calle, hasta que un vendedor ambulante de cassettes con rezos coránicos se plantó al lado y tuvimos que huir de la matraca. El museo tenía piezas muy interesantes, aunque estaba un poco descuidado. Una de sus joyas es un sello cilíndrico de Ciro el Grande, del S. VI a.C., que contiene normas legales en las que algunos, con una interpretación muy forzada, pretenden ver la primera declaración de derechos humanos de la historia; que la exhiban con esa intención es una afrenta que se añade a la permanente ignominia del régimen de los ayatolas.

Visitamos también el Palacio de Golestán, bastante desangelado y en el que había una plétora de funcionarios ociosos, dedicados a sus quehaceres habituales: crucigramas, siestas, charla con los colegas, etc. Visitantes sólo nosotros dos y un par de coreanos. Volvimos al ya muy concurrido bazar, donde comimos en un restaurante popular que nos había recomendado Hassan. Contra el pago en el mostrador, le dan a uno las fichas que identifican la comanda; éstas se entregan luego a los camareros, cuando consigue uno encontrar dónde sentarse. Para nuestro desencanto, la comida era rancho común, pero la experiencia estuvo graciosa.


El Palacio de Golestán.

Jardines del interior del Palacio.
 
Por gentileza de los religiosos, el Corán nos recuerda que
las mujeres son débiles, han de controlar sus apetitos carnales y no mirar a los ojos de los hombres.
En las verjas de muchos edificios públicos hay carteles con citas coránicas del estilo.


En el museo nacional.

 Comiendo en plan sillas musicales.

La plaza del Imán Jomeini, en el centro de Teherán. 
El de la derecha es el antiguo edificio de la televisión, el primero que fue ocupado en la Revolución.

La entrada principal al bazar.


Fuimos después a una agencia de viajes, pues por internet no siempre es posible, según tengo comprobado, hallar según qué vuelos, menos aún en Irán, donde debido a la censura gubernamental navegar por la red puede ser una experiencia frustrante. No obstante, la práctica totalidad de los iraníes instala antifiltros en sus ordenadores, con lo que todo queda en cierta pérdida de agilidad y molestias de esa índole (a veces el gobierno logra casi interrumpir la comunicación, pero no sucede a menudo). Lo mismo pasa con la televisión: todo el mundo tiene antenas parabólicas, que están prohibidas. De vez en cuando (le pasó a la hermana de Rusbeh cuando yo estaba allí), la policía se lleva la antena con una advertencia de multa para la siguiente vez. El afectado la reemplaza raudo y la farsa continúa.

Me saqué un billete de avión para Shiraz, dos días después. Preguntamos también sobre vuelos a Asia Central. Parece que sólo había uno a Tashkent (Uzbequistán) los viernes, y otro a Dushanbe (Tayiquistán) los sábados, según el encargado. La dependienta, infinitamente más eficaz que su colega turca, comprobó telefónicamente con la embajada que en Tayiquistán podría conseguir el visado al aterrizar, pero demoré la decisión.

Cambiamos dólares. En Irán, por las sanciones internacionales, no sirven las tarjetas de crédito y débito habituales en el resto del mundo; ni siquiera pueden comprar cosas en internet directamente, necesitan que alguien les haga la gestión desde fuera, o montar un pequeño tinglado de cuentas en el extranjero. Pese a todos los pesares, los iraníes disponen de lo último en tecnología doméstica, y están perfectamente al día de todo lo que ocurre y se ofrece por el mundo.

En otra agencia de viajes, regentada por un señor que había estado en Barcelona a comienzos de los años setenta (le recomendé que volviera, pero los iraníes no tienen fácil conseguir visados de entrada para otros países, salvo Turquía, por la política de su gobierno; algo que todos deploran profundamente), nos aclararon que el vuelo a Dushanbe era los lunes, no los sábados. Ganaba así un par de días más, y casi agotaba la duración del visado. Compro: billete extendido a mano; ya había olvidado que existiesen.

Rusbeh fue un magnífico guía y un mejor secretario. Además de ser un gran conversador (incluso recordaba algo del español que estudió), muy culto, sensato y divertido (nos hartamos de reir, por no llorar, de las ridiculeces del régimen), vigiló celosamente por mi bien, informándose y ayudándome a decidir en todo momento como si fuera para sí mismo. Gracias a él y al consejo de la tarde anterior con Majid y Hassan, planear la visita a Irán resultó incomparablemente más fácil que de haberlo hecho yo solo. Acabamos la tarde en la Casa de los Artistas donde, esta vez con las canillas bien cubiertas, nadie me dijo nada. Además de reirnos sin pudor ante los libros de cine censurados (de muestra: las piernas de una actriz jugando al tenis tapadas con pegatinas amarillas, para evitar males mayores en caso de inspección), asistimos a la primera parte de un cuarteto clásico aficionado. La violinista tocaba con pañuelo a la cabeza, claro. No pude quedarme hasta el final porque esa noche Majid me iba a llevar a una cena con amigos. Me despedí de Rusbeh, y de Ashgan y Tahmine, a quienes nos encontramos a la salida, y me fui para allá.

La cena, con otros viajeros iraníes de la misma red social, fue agradable pero breve porque teníamos que madrugar. Alguno, como Marian, había pedaleado desde Irán hasta España hacía no mucho, otros, como la aniftriona, Neda, iban a iniciar un viaje de año y medio en apenas un mes, y rezumaba entusiasmo. Se sirvió  vodka casero, ilegal como todo el alcohol que los iraníes no tienen mayores dificultades en conseguir, y del que me desmarqué tan pronto pude. Las chicas, insisto, vestían igual que en España, lo cual muestra más claramente la represión que les impone el régimen en la calle, por mucho que en Teherán y las demás ciudades grandes el cumplimiento de la norma sea muy relajado, y a veces apenas el moño o la coleta queden tapados.

El madrugón se debía a que el viernes, día de fiesta para los iraníes (sólo tienen el viernes completo y, no todos, la mitad del jueves), nos sumábamos al grupo de montaña que dirige Hassan en su antigua universidad, en una excursión a las faldas del monte Damavand, la montaña más alta del país. Así que tras apenas cuatro horas de sueño, ¡a la montaña!

Recogimos a un par de amigos y a Rusbeh por el camino, paramos a desayunar gachas calientes de trigo con azúcar y canela, y nos reunimos con el resto de la expedición al llegar al destino, a menos de dos horas de la capital. El Damavand es una maravilla, y ese día hizo un tiempo espléndido. Eramos más de una veintena, casi todos conocidos entre sí en mayor o menor medida. Todos educadísimos y atentísimos para conmigo. Todos vestidos con las mismas marcas que se ven en nuestras excursiones.

En cuanto nos hubimos alejado un poco de la carretera, casi todas las mujeres se quitaron el pañuelo pero no la camisa larga, porque se tarda más en volverla a poner e incluso en lugares alejados salen a veces policías tarados de debajo de las piedras. Paramos a desayunar en el campo más formalmente: había comida para un regimiento, con mantas y manteles. Como yo era el invitado de todos (así lo consideraban), constantemente me ofrecieron comida y bebida.



Foto de grupo al comienzo de la excursión.
 


Un servidor, Hassan y Majid.
 
Damavand, 5.612 metros.


 



Hasta mediodía subimos unos setecientos metros, hasta la cota de tres mil doscientos aproximadamente. Nos fotografiamos, volvimos a almorzar, charlé con varios de mis compañeros (todos tenían curiosidad y también afán de entretenerme):

El primo hermano de Rusbeh, un hombre algo más joven que yo, es abogado. Aunque se dedica principalmente a derecho mercantil, hablamos de la aberración superlativa que es tener el Corán como ley en materia penal y de familia. Un hombre equivale a dos mujeres; por tanto, la mujer que mata a un hombre es castigada con la muerte, pero un hombre ha de matar a dos mujeres para recibir ese castigo (que no deja de ser cruel, absurdo e injustificable, por otra parte). Como mi colega me decía, entristecido y en buen francés, ser abogado en Irán es douloureux (doloroso).

Una de las chicas era violonchelista profesional en un país en el que el régimen había llegado a prohibir la música (además de muchas otras cosas). Otro ejemplo de la tenacidad de los persas por llevar vidas normales y realizarse profesionalmente a pesar de la calamidad que les ha caído encima.

Otra, Sherezade, tuvo que morderse la lengua para no caer en la provocación del miserable que la interpeló en la calle acerca de su rapado del pelo.


Sherezade, Rusbeh y Tahmine, 
reponiendo fuerzas al término de la excursión.

Tan odioso es el régimen de los ayatolas que los más mayores añoran algunas cosas del de los Pahlevi, otra fiera dictadura que por lo menos tenía aspiraciones modernizadoras (estaban prohibidos los velos en la calle, por ejemplo; se ve que las dictaduras son como las religiones, no se ponen de acuerdo sobre cómo vestir, aunque todas alegan buscar el bien público). Majid contaba a los más jóvenes que entonces hombres y mujeres podían ir juntos a la playa, y ellas se podían bañar en biquini. A falta de referencias de la democracia, el régimen del Shah se ha convertido en un mito de relativa libertad. En el país de los ciegos el tuerto es rey. Hay que fastidiarse.

Majid, Hassan y otras personas de su edad tienen un pasado de activismo político liberal que ha sufrido en sus propias carnes la represión (por discreción me ahorro los detalles, pero amigos y compañeros suyos fueron ejecutados, por ejemplo) de la dictadura religiosa. En casa de ambos hay abundante lectura política, además de mucha poesía clásica en persa y, por supuesto, literatura universal.


Dos de los libros que andaba leyendo Majid. 
Sortearé una cena entre quienes acierten los títulos
 (la cena a mi regreso, o si el ganador viene, donde me pille).
Es fácil. La solución, en la siguiente crónica.


De vuelta a casa, el resto de la tarde la pasamos tranquilamente Majid y un servidor ocupados en nuestros asuntos. Luego nos fuimos a comer una pizza y a tomar un café en el pub de unos amigos suyos, cercano a su casa. Majid escogió su apartamento precisamente por estar ubicado cerca de la Casa de los Artistas, de esta zona de pubes modernos, y de algunas librerías. La de una editorial contestataria había sido cerrada recientemente. Por sorprendente que parezca, muchos ensayos políticos y filosóficos progresistas son publicados sin que la censura (la hay en todos los ámbitos) se oponga. En opinión de Majid, porque son tan burros que no los entienden. Hojeando una historia del arte que había en el pub pude comprobar de nuevo los ridículos extremos a los que llegan los sacerdotes iraníes: todas las fotografías de cuadros o esculturas estaban censuradas de modo que no se viesen nunca genitales. Así, el David de Miguel Angel estaba partido en dos por una estratégica barra blanca. No se puede ser más anormal.

A la mañana siguiente había de levantarme a las cuatro y media para coger un taxi que me llevase al aeropuerto doméstico. Era el tercer día que no dormiría más de cuatro horas, porque aprovechando que en Irán no hay ley de propiedad intelectual (mejor dicho, sí la hay, pero sólo protege las obras nacionales), pasé legalmente un poco de música del bien surtido ordenador de Majid a mi teléfono móvil, y en eso se nos fue un buen rato.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Uno parece saramago, el otro no sé, Platón y ??

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  2. ¿Uno de Platón y el otro de Saramago? ¡Qué guapas las iraníes!

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  3. Uno de Bertrand Russell "La conquista de la felicidad" y otro de Sara Amago...uy, quiero decir Saramago "Ensayo sobre la ceguera".

    La cena es mía y en Kirguistan.
    Besos

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