martes, 3 de julio de 2012

XIV. Irán (i).

Queridos lectores:

Cuando íbamos a desembarcar, a las cuatro de la madrugada, en el aeropuerto internacional Imán Jomeini de Teherán, todas las mujeres del pasaje se cubrieron la cabeza. Primera señal de la república islámica (otro concepto aberrante para cualquier jurista aficionado: mezclar religión y Derecho es un groserísimo error ya diagnosticado en la Edad Media, que afortunadamente vamos superando, aunque no del todo, en países más modernos).

Antes del control de pasaportes había una ventanilla con el cartel de visados. Un sólo turista, u hombre de negocios, me pareció, me precedió. Me acerqué a la ventanilla y me entregaron un formulario. Los datos habituales y las señas de mi sponsor en Irán. Fácil: airport hotel, a ver qué pasa. Perdone, pero ¿no tiene usted el teléfono del hotel?. Pues no, cuánto lo siento, pero es el hotel del aeropuerto, sabe usted, no creo que esto sea problemático, ¿no?. ¿Se refiere usted al hotel no sé cuántos? Sí, justamente a ese (yo no tenía ni idea, claro). Por favor siéntese un poco.

Ya me veía de regreso a Estambul escoltado por un par de guardianes de la revolución. Qué se le iba a hacer, era un riesgo admitido. El funcionario se asomó a la puerta: es usted turista, ¿no?, Sí, sí, sí, por supuesto que sí, turista. Diez minutos más tarde y tras pagar las tasas, me entregaron el pasaporte con el visado de entrada, ¡por quince días!, no los cinco ni los diez que nos habían dicho en el consulado.  A quién le importa un turista despistado a las cuatro de la mañana, debieron pensar. Pasé el control de pasaportes sin problemas (nadie buscó sellos ocultos; ni siquiera me preguntaron si había estado en Israel). Ya estaba en Irán.

Del aeropuerto al comienzo de la enorme ciudad de Teherán (unos once millones de habitantes) hay una buena distancia. Me subí al autobús, y al rato un señor que también esperaba conmigo me dijo que teníamos que cambiar de vehículo. Conforme, a las cinco de la mañana y recién llegado a Irán ni siquiera yo discuto. El nuevo autobús estaba lleno de viajeros, todos iraníes, incluyendo a un par de mujeres. Un hombre joven chillaba al conductor, en pie desde los asientos del fondo, con toda su alma, lo aseguro, como si le estuvieran sacando la piel a tiras. Tras unos minutos y sin que los gritos hubiesen remitido en lo más mínimo, arrancamos. La refriega proseguía. Yo pensaba que ese hombre sería víctima de algún ultraje inhumano, pero mi compañero de asiento, el señor que me tuteló desde el otro autobús, me explicó como pudo que era algo acerca del precio del billete. ¡Acabásemos! ¿El tipo lleva diez minutos dejándose la garganta a grito pelado, molestando a todos a las cinco de la mañana, porque tiene algo que discutir sobre el billete? No sólo eso. Cuando llegamos al control de peaje en la autopista (en Irán tienen en general buenas carreteras), nos volvimos a parar. Bajaron el conductor, el hombre que protestaba y varias personas más. Desaparecieron. Otro señor, que hablaba algo de español porque tiene una casa en Sitges (el mundo a veces es muy pequeño), me explicó en mejor inglés que sí, era un asunto de pagos y cobros. No menos de media hora de reloj estuvimos todos rendidos de sueño y retenidos en el arcén por culpa del dichoso asunto, hasta que regresaron los protagonistas tan amigos; aquí no ha pasado nada y seguimos hacia Teherán, que aún nos queda media hora larga.

La plaza de la libertad, bonita broma para empezar.


Llegamos a la plaza Azadi (Libertad) y varios compañeros de viaje se ofrecieron a ayudarme a llegar al centro. Finalmente, el señor de Sitges me acompañó hasta la parada del autobús urbano y nos despedimos. En la parada y en los autobuses iraníes, una parte es para las mujeres y otra para los hombres, por separado. Luego tenía que coger un tercer autobús. Pregunté y un hombre joven, empleado de banca que iba al trabajo (eran las ocho de la mañana) me acompañó, literalmente, hasta la puerta del hotel, sin dejarme pagar el billete y salíendose de su camino por ayudarme. Yo estaba realmente impresionado: la hospitalidad iraní de la que había oído hablar por amigos, parecía muy cierta. Me instalé en el hotel para dormir al menos un par de horas (sólo había dormido otras dos en el avión), y cuando desperté comprobé que Majid me invitaba a su casa.

Hablamos y quedé en ir allá, aunque esa noche dormiría en el hotel. Cogí un taxi colectivo y, para mi orgullo (lo habitual es que tenga que discutirlo; es mi sino con los taxistas) conseguí pagar como un lugareño. Bajé, eché mano al bolsillo para recuperar la chuleta donde había apuntado las señas y, estúpido de mí, no estaba. La había olvidado en el hotel. No había más remedio que volver a la casilla de salida. Cuando por fin llegué a casa de Madjid me dijeron que Hassan había salido incluso a buscarme a la calle.

Majid es un hombre algo mayor que yo, de permanente buen humor y dispuesto a reírse de su sombra, pero siempre con un matiz inteligente. Ese día estaban además Hassan, ingeniero jubilado y uno de sus mejores amigos, Rusbeh, sobrino de Hassan, y Ashgan y Tahmine, dos amigos también jóvenes. Me alivió comprobar que, a resguardo de miradas intransigentes, las mujeres iraníes (Tahmine) visten como las españolas, y me apenó ver cómo se tenía que poner el pañuelo para salir a la calle (además de llevar una bata o camisa hasta el muslo, y pantalones largos debajo, por supuesto).

Tras comer muy bien, por cierto, y cuando Ashgan y Tahmine se hubieron marchado, Hassan, Majid y Rusbeh me ayudaron muy eficazmente a planear mi estancia en Irán. Hassan se marchó después y Majid, Rusbeh y un servidor nos fuimos a pasear al parque de los artistas, al lado de su casa.

Querían mostrarme el centro cultural llamado la Casa de los Artistas, principal foco de libertad, por lo menos artística, de la ciudad. Es un centro cultural muy bien puesto, semejante a los nuestros, que alberga distintas exposiciones en varias salas, conciertos y declamaciones poéticas en sus dos auditorios, y una tienda de libros, discos y artesanía, principalmente. En mi segundo intento de llegar a casa de Majid decidí ponerme pantalón corto, en vista del intenso calor de la capital. Como nadie me dijo nada, ni en el hotel ni en la calle, supuse que no había problema, aunque sí había notado más miradas de las que habitualmente se ganan mis piernas (ninguna). Majid se había preocupado un poco cuando salimos a pasear, por este motivo, pero pensamos que no pasaría nada. Cuando entramos Rusbeh y yo (Majid tenía cosas que hacer y se excusó al rato), el guardia, apenado, me dijo que sintiéndolo muchísimo yo no podía entrar, que le disculpase pero eran las normas: por llevar pantalón corto. Agradecí interiormente al profeta que cuidase de mi honra extraviada y nos fuimos.

Rusbeh me acompañó hasta el hotel, pero antes pasamos por el solar de la antigua embajada estadounidense, cuyos muros lucen ahora pintadas muy del estilo de las famosas antiimperialistas de La Habana; no sé si por casualidad, o porque la falta de imaginación es contagiosa. De la embajada a la habitación a dormir, que buena falta me hacía.

 La antigua embajada de EE.UU. en La Habana, digo, en Teherán.
Y no, no son monjas, sino mujeres normales. 


Al día siguiente Rusbeh, por propia iniciativa, me acompañaría a conocer la ciudad. Puesto que es un hombre a carta cabal, insistió en que quedásemos pronto, a las siete y media, para no desaprovechar la jornada. Y así fue, a esa hora estaba puntual en la puerta del hotel. Lo malo es que, para poder hablar con Rocío, me había despertado a mitad de la noche (por la diferencia horaria sumada al hecho de que ella volvía tarde a casa), pero no todos los días se visita Teherán, así que ¿quién dijo sueño?

Abrazos para todos.


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