jueves, 2 de agosto de 2012

XVI. Uzbequistán (iii).

Queridos lectores:

Hasta la salida del tren (11.07.12), me entretuve visitando un par de mezquitas poco conocidas, tomando dos autobuses en hora punta, pero con precio fijo, aleluya. En la estación asediada por los militares y pese a las ilusiones que me había hecho al ver un moderno Talgo en las vías, el tren que me tocó era uno bastante malo y calurosísimo, incluso en el vagón de primera clase nominal en el que viajé por falta de plazas en segunda.

 
 Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol.


En tres horas llegamos a Bujara, donde una pareja de belgas me ayudó con una intérprete que les había recogido por cuenta del albergue al que iban. El tren nocturno a Jiva estaba suspendido por un mes sin más explicaciones, por lo que para ahorrar un día de viaje (debía estar en Bishkek, Kirguistán, el día 19 de julio temprano por la mañana para recoger a Rocío) decidí continuar en coche, sin parar.

Por gentileza de la intérprete supe que el villano del taxista que me iba a llevar al bazar tras dejarle a ella y a los belgas, pretendía venderme a comisión a algún taxi colectivo, timándome, por supuesto. Como es de ver, no es que me obsesione yo con los taxistas, es que son una constante trampa en la vida del turista. La chica belga estaba de acuerdo: habían sido lo peor del viaje también para ellos. Otros transportes públicos son tan deficientes que a menudo no hay más remedio que recurrir a ellos, armándose de valor antes, claro. Eso sí, cuando no hablan inglés, las más de las veces, nada de darles ventaja concediendo que el idioma oficial deba ser el suyo. Se les habla en español, sin titubeos y de modo enérgico. Normalmente sirve para establecer un cierto pie de igualdad (con suerte incluso de superioridad, pues los desconcierta) desde el que combatir sus previsibles abusos.

Tras despedir al taxista con cajas destempladas por pretender dejarme en medio de la carretera (cruza, cruza, que es allí enfrente; no, me has de llevar hasta allí o no cobras, etc.), empecé las negociaciones con los granujas que se ofrecían a llevarme a Bujara. Como estaba más que harto y sabía lo que debía pagar, dí vueltas hasta dar con uno medianamente honrado. Otras fastuosas ocho horas por caminos de cabras que quizás alguna vez fueran o sean carreteras, bajo el sol abrasador de la estepa (el aire acondicionado es un lastre en coches cargados que funcionan con gas), para llegar a destino a la una y media de la madrugada, incluyendo un cambio de taxi para la última media hora, pero con la lección aprendida de pedirme el asiento de delante, contra viento y marea.

En las estepas de Asia Central.

 
Estación de servicio (venida a menos).


Llego al hostal, me doy una ducha y voy a meterme en la cama cuando escucho un estornudo extrañamente cercano. No hay cierre en la ventana bajo la que el mozo duerme en la terraza. Procuro ahorrarle el espectáculo y me voy a dormir. Once horas de viaje en total para setecientos treinta y ocho kilómetros. Tengo la sensación de llevar toda la vida sentado en un coche.

Por la mañana (12.07.12), en vista de que no hay agua en el hotel, decido marcharme tras desayunar, pese a las súplicas de la dueña, que era muy simpática. Acabo instalado en otro a cien metros escasos, por el mismo precio e incomparablemente mejor. Me voy a visitar la ciudadela, que es la atracción de Jiva, en la ruta de la seda igual que Samarcanda, Bujara y algunos otros lugares que han ido apareciendo por estas crónicas.

Mientras pago la entrada general en la puerta, franqueo el paso a un grupo de curas musulmanes que vienen muy sonrientes a ocuparse de no sé qué asuntos espirituales. Aunque la hija de la dueña del hotel es también guía, prefiero ir solo. La ciudadela es más bien pequeña y fácil de visitar. Mezquitas, madrazas, el minarete inacabado y otros sí acabados, palacios, harenes, puertas monumentales, murallas, restaurantes (tuve que despertar al muchacho al cargo de uno para comer algo: tenía antojo de cerveza fresquita) y tenderetes completan el conjunto. Aquí, como en Samarcanda, sí se ven turistas extranjeros, aunque tampoco muchos a causa del calor, que no es insoportable pero sí considerable.

Venta de gorros invernales a 35º C.

La puerta del oeste al atardecer.

Vista desde lo alto.

 Tras Zarnesti, Jerusalén y Dushanbe, 
fue una pena no poder añadir a este distinguido barbero a la colección.

El minarete inacabado,
iba a ser "el más grande del mundo".

La mezquita más antigua de la ciudad.

La mezquita principal con su minarete.

El túnel de las puertas del oeste. 
En los vanos se vendían esclavos hasta el final del S XIX. 

El patio del harén. 

Otro patio de palacio, con las plataformas redondas
 sobre las que montar las yurtas.

La sala del trono.

Volví al hotel a descansar y a ayudar a Umida, la hija de la dueña, a cursar una petición por internet para que mencionasen su establecimiento en una famosa guía. Al atardecer salí a la ciudadela para ver los tonos rojizos de los muros y, con menos poesía, cenar algo con una cervecita (ya he dicho que hacía mucho calor) y una buena conexión a internet en una agradable terraza. Terminaba así la visita a la segunda ciudad uzbeca. Al día siguiente me esperaba el temible regreso a Bujara, otras ocho horas en coche.

Abrazos para todos.

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