martes, 7 de agosto de 2012

XVI. Uzbequistán (y vi).

Queridos lectores:

Me levanté muy temprano, por indicación de la gobernanta, quien se ocupó de instruir a un taxista para que me acompañara hasta la taquilla del tren, al objeto de recoger el billete que supuestamente su amigo habría reservado para mi.

Al llegar a la estación los militares que custodiaban la entrada no dejaban pasar al taxista, por lo que temí que, enfrentado solo de nuevo al desprecio de los taquilleros, perdería el billete si es que lo había. Rogué e insistí al guripa, y éste, por lo que sea, modificó su decisión. El taxista se portó muy bien, justo es decirlo, y capeó empujones y antipatías de otros viajeros y de los taquilleros hasta conseguir, como prometió la gobernanta, el billete de marras. Aunque ya me constaba haber sido toreado malamente dos días antes, la cosa quedaba ahora meridianamente clara: en la compañía de ferrocarril a los turistas se les maltrata sin miramientos.

Di una merecida propina al taxista y poco después subí al tren. Otro tren viejo, cuyos vagones chocaban entre sí con los tirones de la marcha como si estuvieran enganchados con cinta elástica; pero un tren al fin y al cabo, y no sólo hasta Samarcanda, sino hasta la capital, Tashkent.

Siete horas después, a las tres de la tarde (15.07.12) Tatyana, mi anfitriona en la capital, me estaba esperando fuera de la estación. Como el público en general no puede entrar por el supuesto riesgo de terrorismo, se agolpa al final de una angosta puerta de metal en el extremo más remoto de las vías. Es bastante lamentable, y a mi juicio no demuestra mucha sensibilidad del gobierno para con sus administrados.

Tatyana, que trabaja como contable en una empresa de prospecciones geológicas, tuvo la amabilidad de venir a buscarme hasta el centro. Tomamos un minibús (el medio de transporte más común), y nos acercamos a su casa a dejar la mochila y comer algo. Tardamos casi una hora más, por lo que cuando más tarde volvimos al centro para pasear y cenar, me ofrecí a sufragar los trayectos en taxi.

Tashkent es, como Dushanbe, una ciudad sin grandes atractivos, pero tampoco es fea. A su favor están las grandes avenidas arboladas y parques bien cuidados en el centro. En contra, los edificios modernos, a veces muy feos, con los que los nuevos gobernantes intentan apresuradamente dotarlas de grandiosidad. Aquí, además, la plaza central, dedicada a Tamerlán, que había sido el centro social de la ciudad, perdió el interés para la gente después de que las autoridades talasen sus centenarios árboles con el subterfugio de que no dejaban ver la estatua nueva del héroe. En todas partes cuecen habas y no sólo en Madrid asistimos a una constante marea de cemento en los espacios públicos, según se ve.

Tatyana habla un muy digno español para el poco tiempo que lleva aprendiéndolo, y en este idioma hablamos siempre salvo ocasionales recursos al inglés. Me contaba cómo la vida había empeorado tras la disolución de la Unión Soviética y cómo, para gente como ella, rusos de origen (su familia vino a trabajar a las fábricas de armamento de aquí en la Segunda Guerra Mundial) que no hablan el uzbeco correctamente, los primeros años en su nuevo país habían sido duros. El ruso y los rusos eran postergados sin más motivo que la necesidad de afirmación de una nueva identidad nacional. Pasado un tiempo las aguas se remansaron y la vida volvió a la normalidad. Al menos eso opina Tatyana y la mayoría de la gente que tiene edad suficiente para comparar ambas épocas, según mis sondeos estadísticamente irrelevantes.

El ascensor de casa de Tatyana.
No todos los botones funcionan.


Tatyana y un servidor ante la estatua de Amir Timur (Tamerlán).

En el parque central.

 
Paseamos por el parque central, viendo los nuevos edificios del gobierno, el parlamento, el monumento al soldado desconocido, y el de conmemoración del terremoto de 1966, que devastó la ciudad. Para reconstruirla acudió gente de toda la Unión Soviética, aunque las voces críticas aseguran que luego se aprovechó para establecerlos aquí postergando a los autóctonos.

Cenamos en una zona muy popular de terrazas junto al parque, saslik (carne en pinchos) y cerveza, y nos retiramos luego a casa.


La madre llorosa, monumento al soldado desconocido.

(Gran) Monumento conmemorativo del (gran) terremoto de 1966.
Yo nací ese año.

Al día siguiente (15.07.12) nos fuimos temprano, Tatyana en bicicleta al trabajo, y yo en marshruta (los celebres minibuses) hasta una estación cercana de metro, y de alli a cambiar dinero. Tomé un taxi, que resultó honrado y espabilado; nos acercamos primero a los cambistas que sacuden enormes fajos de devaluados billetes locales asomados a la calzada, en un santiamén queda hecho el cambio y seguimos rumbo al centro. Le pido que me deje ante una agencia de viajes que tiene buena pinta y me despido.

En la agencia, con muy poco inglés y muchas vueltas de la mujer que me atendió, determinamos que, ante la imposibilidad de ir directamente,  lo mejor es volar a Almaty, en Kazajistán, y de allí volver a Bishkek en autobús o taxi, unas cinco o seis horas. Puesto que yo ya disponía del visado para Kirguistán y que la guía de viaje afirmaba rotunda que en el aeropuerto de Almaty podría obtener un visado de tránsito sin dificultad, lo dí por bueno. Fui a la central a comprar el billete y luego a darme un masaje que pudiera remediar el lumbago que tantas horas de traqueteo en coche ya me habían causado.
La masajista debía serlo del ejército, a juzgar por los bofetones que, con toda su alma, me dió en la espalda; he de suponer que con buena intención y mejor conocimiento. Los trompazos y las cataplasmas algo remediaron y, al menos por un rato, me sentí mejor. Medio día se había ido ya en esto y apretaba el calor. Me acerqué al hotel más grande de la plaza principal, joya desvencijada y luego restaurada del esplendor soviético, en cuyo vestíbulo me entretuve con internet y otras cosas (como comprobar en las máquinas de contar de recepción el dinero que había cambiado; su soniquete es ruido habitual en todos los establecimientos medianamente sofisticados del país).

Cuando bajó un poco el sol salí al parque, donde varios retratistas callejeros mataban el tiempo jugando al ajedrez. Rehusé hacerme una caricatura, pero acepté jugar unas partidas. Fueron tres, todas ganadas y con algo de mérito. Se me hacía tarde para llegar a casa de Tatyana cuando ella saliera del trabajo, así que me comí un perrito caliente sobre la marcha y me fui a coger el metro.


Tamerlán y un centro de negocios, a la luz del mediodía.

Jugando al ajedrez con un retratista callejero (le gané las tres).

El metro de Tashkent pertenece a la misma tradición monumental del de Moscú. Las estaciones son suntuosas, en estilo clásico con mármoles, lámparas y columnas, y también con pesados policías que le hacen vaciar a uno la mochila y le advierten que está prohibido hacer fotografías (de nuevo la excusa del terrorismo). Comparadas con las modernas estaciones de metro de Europa occidental, las de Tashkent no resultan ya tan grandiosas, pero sin duda lo debieron parecer en su momento.

Del metro al barrio en autobús, y en ascensor, sin electrocutarme con el cuadro de mandos, a casa. Cuando nos preparábamos para salir a cenar me sentí muy mal. Vomité el maldito perrito caliente, me quedé realmente deshecho y además el lumbago, que vio la ocasión de vengarse del masaje de la generala, me atacó de lleno. Resultado: un patético visitante languideciendo entre dolores de espalda y de tripas en el sofá del salón de la pobre Tatyana, a quien no quedó más consuelo que ver la etapa del Tour de Francia en su supertelevisor nuevo. Este fue el poco triunfal final del día, pero he de decir que Tatyana fue muy comprensiva y estuvo atenta a ayudarme en lo que pudo.

A primera hora del día siguiente (16.07.12), estando yo bastante debilitado por el ayuno obligado, una larga noche en blanco y la tortura del lumbago, Tatyana me acompañó en taxi hasta la puerta del aeropuerto (ella no podía entrar, no fuera a ser una terrorista enmascarada) donde nos despedimos. Mi vuelo estaba retrasado: esperé interminables horas en los incómodos asientos metálicos hasta que por fin nos llamaron para facturar. Cuando me llegó el turno el supervisor de la compañía aérea no me dejó volar por carecer de visado de Kazajistán. Por más que insistí no hubo manera. Lo único que podía hacer por mí era procurarme el reembolso del precio. Lo cual llevó lo poco que quedaba de la mañana a esas alturas, pasando de nuevo por la parsimoniosa central de emisión de billetes, donde intenté rehacerme un poco dormitando sin vergüenza en el sofá.

Al bazar, a buscar un taxi colectivo rumbo a la frontera con Kirguistán que, bondad graciosa, tampoco sigue la ruta más directa a Bishkek pues, por el relieve de la región, la antigua y lógica carretera soviética pasa por Kazajistán. Hay que atravesar el valle de Fergana hasta Andiyán: ocho horas de nada.
Llegamos al bazar y resulta que no, no es ese el bazar pertinente, sino otro más lejano. El taxista protesta, está muy lejos y bla, bla, bla. Yo estaba cansado como en ningún otro momento desde que empecé el viaje y encima me esperaba acabar el día alimentando el lumbago con otra generosa ración de coche. Le exhorté en inglés básico para que, por una vez en la vida, tuviese un detalle para con un extranjero e hiciese el favor de llevarme sin poner más pegas. Protestó y renegó, pero yo tampoco cedí y al final me salí con la mía.

Pelea con los taxistas en el nuevo bazar. Soy el único extranjero y parezco un mesías foráneo entre leprosos ávidos de sacarme los cuartos. Por supuesto, les hablo en español y me los quito de encima con gestos tan enérgicos como puedo. Tras media hora de idas y venidas para ver los coches, deshacer acuerdos que rápido se demuestran falsos (el coche apenas se tiene junto, o no puedo ir delante, o no llegan hasta la frontera, o me quieren cobrar más, o todo junto), por fin encuentro acomodo en uno, en el asiento de delante y todo. Compro unas magdalenas (sigo en ayunas) y un poco de agua y empieza la cuenta atrás de las ocho horas.

Por fuerza he de llegar a la frontera, al menos, este mismo día. Rocío llegará a Bishkek el diecinueve de madrugada y he de estar allí. Menos mal que, previsor, calculé bien para dejarme un día de reserva, que será el que agote mañana. Justo pero a tiempo.

Cambio de taxi a pocos kilómetros de la frontera, ya de noche cerrada. El taxi local me deja a un centenar de metros del puesto militar por razones que, explicadas en uzbeco, no pude entender. Paso la primera verja caminando entre penumbras hasta que un silbido me detiene. Me paro y grito: tourist!, no vaya a ser que en la oscuridad me frían a tiros. Los soldados examinan mi pasaporte y llaman al jefe. Paso a la aduana, un joven oficial de aspecto enfermizo y mente trastornada me corrige por rellenar la tarjeta de salida declarando lo mismo que en la de entrada. Estoy sumamente cansado, es muy tarde, aún he de cruzar la frontera y luego llegar hasta Osh, en Kirguistán, encontrar alojamiento a la una o las dos de la madrugada y recuperarme un poco para la jornada de mañana: diez horas de coche si nadie lo impide, hasta Bishkek. Me malicio que me quiera jugar alguna mala pasada por declarar el ordenador, el teléfono móvil y el libro electrónico como dispositivos de almacenamiento de información y se lo discuto:

- Sus compañeros del puesto por el que entré me lo hicieron rellenar así.
- El que conoce las normas soy yo.
- ¿Insinúa que sus compañeros no las conocen, o que las leyes cambian de puesto a puesto?
- Yo soy el que las ha de aplicar aquí.
- Como quiera.
- ¿A qué se dedica?
- Soy abogado.
- Ah, muy interesante, ganará mucho dinero, ¿no?
- No tanto, estamos en crisis, pero sé de lo que le hablo porque, entre otras cosas, trabajo con la policía de fronteras en el aeropuerto de Madrid (lo cual no es mentira, o al menos no por lo que respecta a la única vez en mi vida profesional en que asistí a un detenido en Barajas).
- ¿Ah, sí?
- Sí. Es un trabajo muy serio, hay que conocer las leyes y cerciorarse de que no se produzcan abusos con los extranjeros.
- Ya, claro, y ¿cómo le llaman los viajeros?
- El colegio de abogados, los viajeros o la propia policía me avisan.

Creo que gané ese round, pues el hombre se mostró mucho más comedido y respetuoso a partir de entonces, aunque seguía teniendo un aire siniestro. Pasamos la mochila por el detector de rayos X pero no funcionaba. No importa, lo haremos a mano, vacíela por favor. Empecé a vaciar la mochila a toda velocidad, sacando absolutamente todo y amontonándolo sin más sobre la mesa.

- ¿Lleva algo malo en el ordenador?
- ¿Cómo?
- Ya sabe, fotos malas y cosas así.

Le puse tal cara que allí acabaron el interrogatorio y la revisión del equipaje. Por fin vino su jefe y me selló el pasaporte sin más pegas. Pero al despedirme el oficial siniestro me advirtió: mucho cuidado con los kirguises, son gente peligrosa, no les de dinero si se lo piden y ándese con ojo. Lo que me faltaba: consejos agoreros con nocturnidad.

Atravieso la oficina y llego hasta la verja de salida, que se abre a un trecho de tierra de nadie de unos veinte metros, a cuyo otro extremo otra verja, cerrada y a oscuras, comunica con el puesto fronterizo kirguís. Ambos países han tenido conflictos serios en años recientes. Entre medias, a un lado un montón de coches con gente adormilada dentro espera a que abran la frontera por la mañana para entrar en Uzbequistán. Al otro lado, ante una fonda destartalada varios hombres y una mujer comen algo en una mesa, a la luz de una triste bombilla.

El oficial y un soldado me abren la verja y paso a la tierra de nadie. Uno de los comensales me grita de malos modos: passport! Me giro y le preguntó sin titubeos, en inglés: ¿es usted policía?; passport!; no lleva usted uniforme, identifíquese como policía o militar y le mostraré el pasaporte; passport! Los demás ríen su ocurrencia, incluyendo el ama de la fonda, que parece sacada de un relato de Dickens. Me doy la vuelta hacia Uzbequistán y veo, aliviado, que el oficial y el soldado que le acompaña, de muy serio continente y armado con metralleta, me abren la verja de nuevo.

Regreso pues a Uzbequistán y despacho con el oficial, cuyo respeto parezco haberme ganado en el curso de la noche. No me gusta nada lo que he visto en la tierra de nadie, no hay garantía ni visos de que los kirguises vayan a abrir la frontera para dejarme pasar, no se ve ningún soldado y sí mucha gente rara. El oficial y el soldado departen, pronto se suman otros soldados e incluso el jefe del puesto, un delgado oficial superior de gesto adusto.

Hablan, a través de la verja, con los de la fonducha. No hay razón del destacamento fronterizo kirguís. El ama dice que puedo dormir en la fonda. No me fío ni un pelo. Los uzbecos dicen que puedo dormir en alguno de los coches que esperan en la tierra de nadie. Con el lumbago que tengo antes preferiría pasarme la noche caminando en círculos, por no hablar de la pinta de la gente de los coches. ¿Y en la sala de aduanas? imposible, ¿y en el barracón de los soldados?, imposible, ¿y volver a Uzbquistán? imposible, ya le hemos sellado la salida y su visado es de una sola entrada. Me maldigo por idiota. Las fronteras no se pasan a pie de noche; se queda uno en el último pueblo y se sigue viaje por la mañana, no hace falta ser un lince para saberlo. El soldado serio me hace saber a través del oficial que puedo dormir en la tierra de nadie, él está de guardia toda la noche, armado, se quedará junto a la verja y, si algo pasa, en cuanto me oiga dar la alarma entrará a rescatarme. El muchacho es el que tiene más aspecto formal esa noche y se le ve convencido de lo que dice. Se lo agradezco muy sinceramente, pero no tengo ganas de películas de acción en las que yo haga de rehén. Quemo mi último cartucho responsabilizando al jefe del destacamento. No debía haberme sellado la salida del país si no podía garantizar mi seguridad. Por la cara que pone colijo que la traducción ha sido fiel, pero no cede.
Vuelven a hablar con los de la fonda. El ama afirma que puede telefonear al jefe kirguís para que me abran el paso. Finalmente acepto, al amparo de la presencia militar de los uzbecos, de entre quienes el soldado de la fama, siempre muy formal, no se despega de la verja.

Las cosas han cambiado en la tierra de nadie cuando se cierra la verja tras de mí. El anormal que me pedía el pasaporte ha desaparecido. Los de los coches están medio muertos dormitando, sólo queda el ama de la fonda y sus dos hijos, chicos jóvenes que hablan buen inglés y que parecen normales, hasta simpáticos. El ama cumple su palabra y llama por teléfono. Dice que lo hace por dinero, para llevarme luego en su coche y cobrarme el pasaje. Los hijos le ríen la gracia, nerviosos. El jefe kirguís ha salido a cenar pero volverá para dejarme entrar. Esperamos un largo rato y finalmente se enciende una luz en Kirguistán: dos soldados abren la verja, me despido de mi protector soldado uzbeco y del oficial siniestro (los demás ya se habían hartado), de la extraña familia, e ingreso en Kirguistán con gran alivio.

Paso los trámites rápidamente. Ya sólo necesito llegar a Osh, distante unos siete kilómetros. Un oficial kirguís que habla inglés se ofrece a llamar a un taxi que me recoja. Estupendo, muchas gracias. Ya coge el teléfono móvil cuando un superior manda formar a la somnolienta tropa: media hora de reloj leyéndoles no sé qué instrucciones y arengas. Qué suerte la mía.

Tras una eternidad acaba el acto castrense, el oficial llama al taxi, me da algo de conversación, rehúso el ofrecimiento de algún colega suyo que me quiere llevar a la ciudad por el módico precio de un montón absurdo de dólares, y por fin llega el coche.

Por supuesto, el chófer quiere sacar partido de mi situación. Me niego. Le hago ver que, con mochila y todo (y lumbago, aunque él no lo sabe, claro), estoy dispuesto a caminar lo que haga falta hasta el pueblo, o pedir asilo en la primera casa. Llegamos a un acuerdo. Quiero ir a un albergue del que tengo referencias. El taxista se detiene ante el primer hotel. Ni me inmuto. Se baja del coche, me abre la portezuela y me conmina a bajar y quedarme en ese hotel. Ni pestañeo. Niet, hemos acordado que al albergue y no pienso moverme hasta que lleguemos. Seguimos entre imprecaciones masculladas en ruso que imagino dedicadas a mí hasta que, tras un giro, para el coche y detiene el motor en una calle a oscuras, entre descampados. Con el día que llevo espero que saque una pistola y me atraque o algo así, pero no: ocurre que al albergue se llega más rápidamente cruzando a pie sobre un arroyo. Menos mal. Llamamos y por fin sale un celador. Despertamos a la recepcionista, me cambia algo de dinero y pago al taxista. No tienen habitaciones libres, pero me puede hacer un hueco y no sé qué más. Paso a la habitación: el baño está inundado. La recepcionista decide ponerme en otra. Pienso que, para no tener sitio, pasearme por dos alcobas debe haber sido cuestión de magia.

Antes de despedirme, me confirma que hay varios vuelos a Bishkek todos los días. Por la mañana podremos indagar. Me quedan setecientos kilómetros y diez horas de coche o media de avión para llegar a la capital, pero aún tengo el día de reserva (menos las dos horas que llevamos ya entrados). Llegaré a tiempo, como sea, pero a tiempo.

Abrazos para todos.

Por cierto, los libros de casa de Majid eran la "Historia de la filosofía occidental" de Bertrand Russell, y "El cuaderno", de José Saramago. Pablo se ha ganado una invitación a merendar cuando nos veamos (la cena exigía acierto pleno).

En cuanto al Pamir, a través de Rebekka he leído el relato del asalto que hizo Khourshed. El sitio se saldó, según he oído en Rusia, con un centenar de muertos del ejército y otro tanto de los civiles. Un verdadero disparate que corrobora el estado de enfrentamiento de la región con el gobierno central, tal como me decían allí. Es muy triste.

3 comentarios:

  1. Ole, me he ganado una merienda. Vaya aventura. Me encanta el joven de mente trastornada. El pobre solo quería un poco de porno, jajjaja. La verdad es que le echas valor al asunto, pasando fronteras de noche al grito de tourist. Estamos ya deseando ver alguna foto con Rourilou.

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  2. Ah, y el teclado del ascensor es como un cuadro de Tapies.

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  3. Fernando, no sé cómo lo haces. Espero que el estrés merezca la pena. Lleva mucho cuidado y no te confíes. No deberías comer salchichas, nene, que llevan de todo, y menos callejeras....un abrazo

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