jueves, 2 de agosto de 2012

XVI. Uzbequistán (iv).

Queridos lectores:

Me despido de Umida y de su señora madre (viuda del fundador del hotel), tras haberle pedido un taxi para el bazar donde, de nuevo, habré de tomar otro para regresar a Bujara (13.07.12). El primer taxi se detiene a la espera de llenarse de pasajeros. Con el segundo se repite la operación. Voy delante, eso sí, y esta vez no me tengo que pelear por el precio.

Desconecto la mente y me resigno a repetir las ocho horas de travesía automovilística de la árida estepa. A ratos leo o admiro el paisaje. En todos estos viajes en coche, salvo con Zak, no he coincidido con nadie que hablase suficiente inglés para mantener una conversación digna del nombre. No sé cuándo pararemos, dónde o por qué, sólo una idea general de la duración.


Ante el puente para automóviles y trenes.

Paramos ante un puente para dejar pasar a un tren de mercancías. Paramos en otro lugar para abastecernos de agua y algo de comer. Paramos a mitad del camino para gritarle a un cicloturista de aspecto chino que arrastra la bicicleta sobre las piedras (en los mapas, una carretera) bajo un sol inclemente si está bien, sólo responde preguntando cuántos kilómetros le faltan para llegar a alguna parte. Cincuenta y cinco. No me cambiaría por él.

Al fondo, el río Amu Daria. El Oxus de los griegos.

Bar en la carretera.

Este tramo es de los buenos: con calzada.


El día se va en el coche. Llego a Bujara por la tarde y me dirijo al hostal de la señora que me ayudó dos días atrás. Además de estar en el quinto pino, tiene un aspecto desolador. Renuncio y me busco un hotelito más curioso. Afortunadamente los precios por aquí son muy razonables. El único fallo es que no hay luz eléctrica. Ni en este hotel ni en la mitad de la ciudad que se ha quedado sin ella hasta no se sabe cuándo. No importa, marcho a la estación de tren, a ver si consigo billete para ir a Tashkent, la capital, pasado mañana.

Los uzbecos no saben o no quieren hacer cola. Se arremolinan en torno al mostrador y codazos y empujones poco disimulados forman parte del protocolo. Cuando consigo que el funcionario me atienda, me manda a otra ventanilla. Cambio de ventanilla dos veces más. Como sólo hay tres, al de la tercera le digo que no pienso moverme de allí hasta que me atienda. Medio en español, medio en inglés. Le da igual. No hay billetes hasta ni se sabe cuándo. Extiendo los brazos en torno a la ventanilla para impedir que el resto del público, nervioso por mi insistencia, me quite el sitio. Quiero una respuesta exacta de cuándo podré viajar, y no me pienso marchar hasta entonces. La obtengo, exacta, clara y en inglés. Hasta dentro de tres días, nada. No me sirve. Le recrimino en español al funcionario por haberme toreado cuando obviamente me había podido dar esa respuesta desde el principio, y compruebo que le he hecho avegonzarse, pero yo me largo descorazonado. Pasado mañana me tocarán no sé cuántas horas más de coche para ir a Tashkent pasando por Bujara, o al menos eso parece.

De regreso en el hotel lo comento con la gobernanta, una mujer joven que habla español y que le quita importancia. Ella tiene un amigo que trabaja en el ferrocarril y que seguro me conseguirá un billete, no te preocupes, me dice. Se lo agradezco con más benevolencia que esperanza, y me voy a cenar algo.

La plaza principal de Bujara, flanqueada por tres madrazas, tienen una gran estanque en el centro, y a su pie algunos restaurantes al aire libre llenos de turistas extranjeros (aquí sí hay muchos) y nacionales. En tiempos la esperanza de vida de los bujarenses era menor que la de otros compatriotas, hasta que alguien determinó que la causa era la proliferación de mosquitos en el agua estancada. Hoy eso está superado y la única amenaza para la salud que emana de las inmediaciones del estanque es la musiquilla de un cantante acompañado de órgano electrónico que pretende entretener a los comensales.

Una de las madrazas de la plaza Lab i hauz de Bujara.

Y otra, con el estanque delante.

Ceno una ensalada mientras oigo hablar español cerca de mí por primera vez desde que me fui de Estambul, y me voy a dormir, con la luz eléctrica recuperada.

Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. Falta la foto del tío del organillo. Ah, y en la anterior crónica se me ha olvidado comentar lo de que hiciste que el del bar bajara la música para poder desayunar en paz. Me ha recordado al fantástico hotel de Nairobi al que os llevé a Ramón, Rocío y a ti.

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