miércoles, 8 de agosto de 2012

XVII. Kirguistán (i).

Queridos lectores:

En la sala del desayuno (18.07.12) me encontré a algunos conocidos: dos parejas de cicloturistas, Sandra y Stefan, y los otros chicos suizos del lago Bulunkul, irreconocibles sin el polvo y las bicicletas. Había además una pareja de sudafricanos que habían venido desde su país en moto, setenta mil kilómetros hasta la primera avería, que sufrían ahora. Nos alegramos del reencuentro, comentamos sucesos e informaciones y nos despedimos muy cordialmente con la tenue esperanza de volver a coincidir quién sabe dónde y cuándo.

La recepcionista lo intentó en varias compañías, pero no quedaban billetes de avión para el día, así que tendría que ir a Bishkek en coche. Puesto que serían diez horas, no perdí el tiempo. Alguien me llevó al bazar, cambié dinero y pronto acordé, sin grandes problemas, un pasaje en coche. Tendría que ir detrás, pero siendo un viejo Mercedes-Benz no sería muy incómodo. Ni el conductor ni ninguno de los otros tres pasajeros hablaba ni gota de inglés. El chico que se sentaba a mi lado se emocionó al saber que yo era abogado, pues él había estudidado leyes, según parece, y me mostró entusiasmado un carné profesional que, por lo que a mi entender respecta, igual podría haber sido de experto en cría equina. Había además una señora muy mayor que pasó la mayor parte del viaje dormitando, y una veinteañera presumida que, para mi desdicha, llevaba una memoria digital con música de discoteca con la que me dieron la tabarra nueve de las diez horas. La décima me la perdonaron porque se lo imploré.

La carretera general de Osh a Bishkek está, en general, asfaltada y en condiciones aceptables, según los cánones regionales. Aun así, hay que dar grandes rodeos por las montañas, lo cual ofrece la compensación de pasar por bellos lugares, incluyendo pasos a más de tres mil quinientos metros. El chófer era muy simpático y se dedicó a comprar fruta que luego compartía con todos cuando parábamos de vez en cuando. El joven abogado parecía disfrutar del viaje más que nadie (quiso volar también, pero tampoco encontró billete). Por su parte, la única preocupación de la muchacha parecía ser hacer mohines tontos, fotografiarse a sí misma desde todos los ángulos posibles cada vez que parábamos, y escuchar una y otra vez los mismos soniquetes discotequeros, cuanto más alto mejor. La señora vegetaba plácidamente.

Aquí el surtidor de gasolina ya es automático, 
aunque se refrigera a baldazos de agua.


Puestos de rica fruta en la carretera.

Cerca de la capital nos detuvimos a comprar productos lácteos en unas yurtas, en un paso de montaña. Se veían muchos caballos por todas partes y un grupo de hombres jugando al bakushi, el polo ecuestre con un pellejo de cabra. Todos compraron algo: queso, leche o kefir, y a mí me ofrecieron un tazón de kumus, leche de yegua fermentada con algo de alcohol. El sabor es desagradable, por lo que intenté pasarle el tazón al chófer, que bebió un poco pero se lo sacó de encima con la excusa de que era muy sana para mí. Probé a endilgársela al abogado, pero se disculpó alegando malestar de garganta. Al final superé la prueba por la que penan todos los turistas kirguises.




Los remolques metálicos son aún muy socorridos en toda Asia Central.

Mi verduga y sus pócimas lácteas.


Cien cancioncillas (por decir algo) discotequeras después, llegamos sin novedad y bastante tarde al bazar de Bishkek, donde los dos hombres se despidieron de mí con gestos de gran emoción. Recorrí en taxi varios de los mejores hoteles de la ciudad hasta que dí con uno que me agradó (habida cuenta de los desobirtados precios del lugar, ajenos al valor de la calidad). Tras comprobar en recepción la hora de llegada del vuelo de Rocío, me fui a dormir unas horas.

Al poco de despertar me llamó el recepcionista: el vuelo llegaba con adelanto. Salí disparado. Afortunadamente el taxi que había pedido la víspera ya me estaba esperando. Un hombre de origen turco con el tatuaje de la mafia rusa en la mano izquierda (según me confirmó alguien después), que quería conversación en inglés minimalista a las seis de la mañana. Nunca digo que no a un mafioso. Lo de siempre: qué haces, cuántos hijos tienes, hay muchos turistas o no, también españoles, ser taxista aquí es una birria, vaya lo siento, seguro que en España se vive muy bien, sobre todo un abogado, pues no tanto, no crea, en España hace calor como aquí ahora, sí, a quién vienes a recoger, a mi novia, yo tengo vacas en el pueblo, y tú, me temo que no pero celebro las suyas, etc.

Entro en el aeropuerto (las restricciones uzbecas se han quedado en Uzbequistán), de donde ya se ve salir a viajeros, pero no veo el vuelo en las pantallas de llegadas. El taxista se me acerca, no hay vuelos procedentes de Kiev hoy. Cómo que no, seguro que sí. Corro como gallo sin cabeza en busca de algún mostrador de información, pero no encuentro más que miradas indiferentes y nada que se parezca a lo que necesito. Vuelvo a la sala de llegadas y esta vez sí, ya está anunciado el vuelo, acaba de aterrizar.
Espero, espero, espero ¡y por fin veo salir a Rocío! Han sido tres meses y medio, ¡pero ya estamos juntos!

 Primer desayuno juntos, en Bishkek.


Paseamos un rato por Bishkek. Como Dushanbe y como Tashkent, no tiene especiales atractivos, pero tampoco es fea. De los tiempos soviéticos, además de algunos monumentos y edificios mejor o peor conservados, heredaron todas parques y grandes avenidas bien arboladas, que en el calor del verano son muy de agradecer. Bishkek fue incluso declarada la ciudad más verde de la Unión Soviética.
El resto del día lo dedicamos a asuntos propios.

Estatua ecuestre del héroe medieval Manas, 
ante el museo de Lenin, ahora Nacional de Historia. 

Vista desde la terraza del hotel. 
Las montañas del fondo tienen más de tres mil metros de altitud.


Nos acercamos por la mañana a una agencia de viajes especializada: preguntamos por el trekking al campo base del Jan Tegry y el Pobeda, dos montañas de más de siete mil metros en la cordillera del Tien Shan. Un montón de dinero y, sobre todo, diecisiete días de marcha incluyendo un vuelo de regreso en helicóptero nos hacen renunciar. No venimos tan preparados esta vez. Vamos a otra agencia, una de turismo local que procura alojamientos con lugareños, en sus casas o en yurtas, y se supone ecológica, etc. La chica que nos atiende es muy diligente y en un rato ya estamos organizados: a buen precio iremos nueve días con transporte en coche con conductor, durmiendo en casas o en yurtas, con seis días de senderismo en dos tandas y comidas incluidas. Justo lo que pretendía: un poco de relajo ahora que Rocío está conmigo, que nos lo den todo medio hecho, o hecho entero, para no tener que andar a vueltas con nadie.

Acompaño a Rocío al hotel y me voy a otra agencia de viajes a dejar solicitados los visados para Mongolia, el mío para la China, y a sacar dos billetes de avión para Irkutsk, para cuando regresemos de la gira por Kirguistán.

Por la tarde, atrincherados en el hotel, nos damos un pequeño homenaje con queso, cerveza y, la estrella del menú: jamón ibérico del bueno que Rocío ha traído cruzando medio mundo. Ya no me falta nada para ser feliz.

¡Rocío al rescate!

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. celebro los asuntos propios y el jamón serrano. qué emoción ver a Rocío, a la que acababa de ver en Madrid, en las fotos de tan insigne crónica...un abrazo y besos

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  2. Ja ja, viva el lujo y quien lo trujo, viva Rocío y sus jamones, digo... el jamón. Qué nervios he pasado, qué bien que ya esté ahí contigo. Y ahora ya nada de fronteras nocturnas... que me vas a matar de un susto...

    Un beso fuerte a los dos,
    Yoya

    PD: Rocío, deberías escribir un blog apócrifo y revelar que en realidad vais con un viaje del Imserso...

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  3. Jajjaja, Yoya, maledetta. Me alegro mucho de ver a Rocío por fin en el blog; ya teniamos ganas de verla por aqui y poder meternos con ella en los comentarios.
    Lo de la joven de los mohines se arreglaba fácilmente: tenias que haber lanzado el aparatito por la ventana en algun descuido de la susodicha; mal, Fernando.

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