jueves, 6 de diciembre de 2012


XXV. Laos (y vii).

Queridos lectores:

Sabiendo que no podría salir de Vientiane más que con el autobús nocturno de las ocho de la tarde, decidí apurar la mañana en la habitación, sosegadamente (16.11.12). Desayuné, eso sí, en una cafetería repleta de turistas donde servían bollería à la française. Pasé el día escribiendo, paseando, hablando por internet, tomando café y poco más. Con inesperada puntualidad pasaron a recogernos (otros turistas cogían el mismo autobús) en furgoneta a la puerta del hotel. La impresión positiva se fue disolviendo como un azucarillo en agua cuando tras tres cuartos de hora de ruta nos apearon en la agencia, a la vuelta de la esquina de mi hotel. A cincuenta pasos mal contados. El desbarajuste era notorio: un grupo numeroso de turistas esperando en la acera con las mochilas amontonadas. Todo lo que acertaban a hacer era pedirnos el billete una y otra vez, y dar vueltas como gallinas sin cabeza. Dos horas enteras transcurrieron desde el principio hasta que, en una camioneta abierta, nos llevaron a la estación de autobús en las afueras.

Puedo sonar duro, arrogante o simplemente idiota, pero a veces pienso que el tercer mundo, además de una circunstancia económica y social, es también una actitud. No hace falta ir a la universidad, vivir en una mansión, ni comer hasta tener sobrepeso para cuadrar una gestión tan sencilla: se venden los billetes, se toma nota, se recoge a los viajeros y se los lleva a la estación. Punto. Pensaría que era un caso aislado de torpeza si no fuera porque, cuando hay que viajar por países como Laos, siempre media algún enredo inverosímil.

Sea como fuere, y tras pasar otras dos o tres revisiones de los billetes que nos fueron canjeados luego por recibos (lo único que sabía hacer todo el mundo era pedir los billetes, ¡qué ases!) por fin embarcamos. Por sugerencia de la señorita que me los vendió, me había sacado dos plazas para no tener que compartir la litera con nadie. Los viajeros se agrupan por sexos, por lo que me hubiera tocado dormir con otro hombre en un espacio realmente exiguo para acomodar a dos varones adultos. Comprobé que era una buena idea, y que no era el único en aplicarla. Las chicas, al otro lado, tenían la pequeña ventaja de ser menos corpulentas, pero no se las veía muy a gusto. Sin ventanas no quedaba más que cenar el arroz que nos dieron en paquetes e intentar dormir las diez horas teóricas de trayecto.

Teóricas porque siempre son alguna más: once y media. Ya se sabe que por aquí los horarios son una aproximación bienintencionada o cínica, no sé, y poco más. Nada más parar en Pakse, un mozo nos despierta gritando el nombre del destino final de la mayoría: las cuatro mil islas. Entre sobresaltados y catatónicos, bajamos de las literas como soldados en las barracas y nos sacamos el billete para el siguiente tramo. Ilusos. Nos aguarda hora y media de espera en el aparcamiento. Cada vez que un laosiano hace un gesto, los turistas nos movemos con cara de alarma y desconcierto buscando un vehículo que nos lleve a alguna parte. Si por lo menos se riesen de nosotros abiertamente alguien sacaría provecho, pero ni eso. Realmente tienen dificultades gordas para organizarse. Mi asombro, que creía saturado, sigue aumentando.

Por fin nos suben a un autobús y empezamos la consabida ruta por los hoteles para casi volver, esta vez sólo casi, al punto de partida tras un largo rato. Ha habido suertecilla (probable), o los responsables han hecho algún cursillo relámpago de rudimentos de lógica (improbable), y en una horita de nada ya estamos en marcha hacia las cuatro mil islas. Será la edad (seguro), o será que soy un cascarrabias (más seguro), pero aunque lo intente no consigo encontrarle el encanto a la inoperancia de los lugareños. Como mucho me resigno sin que la impaciencia me reconcoma, pero nada más. A lo mejor tendría que haberme quedado más tiempo en el monasterio budista de Longquman, aprendiendo a no sufrir.

Catacumba móvil.

Paksé.


Las cuatro mil islas están en el tramo fronterizo del Mekong con Camboya. Son lugares bonitos que atraen paulatinamente a más turistas, aunque todavía conservan mucha tranquilidad. Si se escoge la isla correcta, claro. La principal, en la que me quedé, tiene sólo una aldea con alojamiento: media docena de albergues, dos o tres casas de comidas y poco más. Las otras, más pequeñas, atraen a los turistas más jóvenes que buscan diversión en las playas fluviales. La información sobre cuál escoger era confusa y hasta el último instante temí confundirme y acabar tocando los bongos en una moraga  o jugando al diábolo con un montón de rastafaris de rostro pálido.

Para cruzar este brazo del río hay que ir en barca. Somos media docena de guiris con cara de cansancio. El barquero, un hombre de mi edad que hablaba francés más o menos, nos sabe cautivos y nos vende una excursión para el día siguiente. Estupendo, gracias, entendido, sí, tomamos nota, ya le avisaremos, pero ¿no le importaría cruzarnos de una puñetera vez,  por favor?, ¡que lleva Usted media hora vendiéndonos el dichoso crucerito! Pregunté en el hotel más caro, el que me había llamado la atención desde la barca. Sólo nos queda la suite de lujo y es carísima. Huy, qué pena, porque vengo solo, que si no me la quedaba. Claro, claro. Quité un par de ceros al presupuesto y me instalé en un cómodo hostal.

Si Phan Dong al otro lado.


Pensaréis que tras tanto viajecito (las engañifas de los autobuses locales, el autobús nocturno y la barca) me abandoné a un merecido descanso en este apacible rincón del Mekong. Os equivocáis. Faltaba un par de horas para el atardecer al otro lado de la isla, a unos ocho kilómetros, y allá me fui pedaleando con ahínco en mi bicicleta de paseo. Al primero que alquile bicicletas con un par de marchas en Sin Phan Dong le auguro un éxito apoteósico. Rompió a diluviar a mitad de camino, pero no me arredré: con mi paraguas tokiota de plástico transparente desafié el aguacero hasta que empecé a convertirme en la sopa humana. Paré a cobijarme en el alpendre de un lugareño, al que le compré un refresco por justificarme y para dar contenido a una conversación que estaba siendo muy sosa:
 - American?
- No, Spain.
- Aaah!

- ¿Es su hijo?
- Sí.
- Enhorabuena, es muy guapo.
- Gracias.


Hijo y padre.

Cuando escampó reanudé la marcha por entre arrozales en barbecho, ciénagas con búfalos acuáticos, casas de campesinos y colinas selváticas. La carretera no tenía pérdida: son esos pedacitos de asfalto que hay entre bache y bache. La aldea de poniente es el centro comercial de la isla, por oposición a la de levante, que es el centro residencial. Me asomé al último bar, sobre un pantalán en el río, a esperar una nueva entrega den la tormenta, que no tardó en llegar, mientras tomaba un refresco y el sol declinaba tras los nubarrones.



Otro brazo más del río y se llega a Camboya.

Puesta del sol parda.

Coincidimos allí Alessandro, italiano, y dos chicas francesas de toscos modales cuyos nombres he obliterado. Con Alessandro charlé un buen rato tras invitarlo a sentarse a mi mesa, mejor ubicada que la suya. Es gran aficionado a la fotografía y lleva dos cámaras impresionantes. Trabaja en una tienda de deportes en Roma como responsable de submarinismo, y viaja solo un par de semanas por aquí. Lleva la guía de viaje repleta de anotaciones, pegatines e índices. Como él dice, uno de sus placeres es la preparación. Le creo. Antes de que oscurezca del todo las francesas se despiden, han de volver en bicicleta y no quieren que se les haga de noche. Un servidor apura aún un rato y luego adelanto a las francesas al poco de echarme al camino. Adiós, adiós. Alessandro ha venido en motocicleta, así que aguarda hasta más tarde.

En la cena me encuentro con Alessandro, a quien acompaña Emma, australiana. Me siento con ellos y hablamos de planes. Acordamos hacer mañana la excursión que vendía con tanto afán el señor de la barca. Así lo pacto con el interesado y así acaba el día, con calma chicha. No se oyen bongos.

Temprano por la mañana nos reunimos Emma, Alessandro y un servidor y avisamos al barquero. Sí, sí, estupendo, salimos en cinco minutos. Le pagamos y esperamos. Los cinco minutos se convierten en treinta y cinco sin que medie palabra. Al final se descubre el pastel: al fementido no le renta llevar sólo a tres guiris, así que decide devolvernos el dinero y dejarnos en tierra pese a mis protestas en dos idiomas (tres contando el corporal), que sólo alcanzan a incomodarle muy levemente. Pensaba haber hecho la excursión hoy y reposarme mañana, pero he de cambiar de planes. Alessandro dice que va a alquilar una motocicleta para salir a hacer fotografías. Un servidor dice que otro tanto. Emma murmulla que no sabe conducir. Alessandro nos hace saber que su plan es perderse por ahí con las cámaras, parando a cada rato. Ofrezco a Emma llevarla de pasajera y compartir el insignificante gasto, y acepta de mil amores. El muchacho de las motociletas nos explica cómo cambiar de marchas en estos trastos, y a ver país se ha dicho.

La isla es bastante pequeña, así que la recorremos de cabo a rabo. Hace muchísimo calor hoy. En el extremo norte paramos en un colmado donde una pareja de jubilados franceses parece tener animada conversación con el dueño. Pedimos un refresco y nos percatamos ipso facto de que la conversación no es tal, sino un soliloquio de borracho. El dueño habla algo de francés, pero ni los franceses ni un servidor (Emma no habla el idioma) entendemos ni jota. Cuando el dueño nos da cuartel, charlamos civilizadamente los cuatro. Cada vez que vuelve tenemos algo que esquivarle: una invitación a licor casero, un brindis incomprensible, un interrogatorio ininteligible, e incluso en mi caso, un amago de besarme en la mejilla. Lo que me faltaba.

Seguimos viaje asomándonos al río en otra esquina. La isla es un pequeño paraíso, un tanto descuidada, pero muy agradable. Emma se dedica a educación especial, y está ahora de vacaciones antes de volver a Australia, donde ha de empezar una nueva vida de la que aún no sabe casi nada. Acaba de venir de una isla de Indonesia, donde ha estado colaborando con unos amigos dando clases de inglés a los niños nativos. Dice que es un lugar muy apartado, en el que hace no mucho los lugareños lincharon a dos forasteros indonesios acusándolos de haber matado a una niña. Los apalearon, descuartizaron y quemaron. Parece que también algunas supercherías mediaron en la historia.

Emma y sus amigos.

El extremo norte y el omnipresente Mekong.

Recorremos el perímetro insular en sentido antihorario y paramos a comer en el mismo pueblo en el que ví atardecer ayer. Completamos la vuelta, pasando ante las obras del puente que, al ritmo al que parecen ir, en unos pocos eones unirá la isla con tierra firme. Hasta entonces sólo las barcas y un pequeño transbordador, un amasijo de hierros que flota de puro milagro, prestan el servicio. Socializamos con los niños del barrio, que se acercan curiosos a saludarnos. Una niña pide un bolígrafo. Como tiene cara de ser aplicada le regalo el que siempre llevo con la documentación. Espero que le dure más de una tarde. Inexorablemente, los demás críos también quieren bolígrafos. Lo siento, no tenía más que ese.

Un servidor también tiene amigos.

A tiempo para una siesta llegamos a la aldea. Hemos quedado luego para, aprovechando la motocicleta, acercarnos al pueblo del oeste para ver la puesta del sol hoy que está despejado. La ida es un paseo agradable y un servidor disfruta del pequeño juego de esquivar los baches a velocidad de escape, no más. En el pueblo coincidimos con Alessandro y otros turistas. Hoy la puesta del sol es distinta, pues no hay tormenta. Un poco más allá empieza Camboya. Siempre es divertido jugar mentalmente con las fronteras. Como concepto, sugieren diversidad, novedad, otros mundos. La prosaica realidad arruina luego estas fantasías con sus puestos aduaneros, visados, policías y otras muchas tonterías que pretenden demostrar que nuestras vidas tienen distintos dueños en cuanto cruzamos esas líneas imaginarias. Me quedo con la ilusión de ser un explorador, aunque viaje en autobuses de línea con docenas de expedicionarios más en bermudas y chanclas.

El regreso no es tan divertido. Aunque ambos llevamos casco, carecemos de visera y montones de insectos se estrellan contra nosotros.Concretamente contra mí. Más concretamente contra mi cara. Con puntería exacta, dos moscones me dan en el ojo izquierdo y otro en el derecho. Ahora entiendo por qué los laosianos conducen con las luces apagadas. Prefieren partirse la crisma en un bache que perder un ojo de una pedrada de insecto. Despacito y con mucho tiento conseguimos llegar sin caernos en un agujero ni perder la vista.


Puesta del sol azul.

Cenamos Alessandro, Emma y un servidor con una pareja de señores alemanes amigos suyos, y terminamos el día de charla.

Con otra persona repetimos el intento de excursión fallida de ayer (19.11.12). Hoy sí que sí. Además de Alessandro, Emma y quien suscribe, vienen Christine y Jacques, una pareja de jubilados belgas con quienes nos concertamos ayer. Empezamos por un largo paseo en barca, Mekong abajo, pasando ante las otras islas, repletas de bares y albergues ocupados presumiblemente por jovenzuelos durmiendo la mona de la preceptiva fiesta hippy de la víspera. Mis prejuicios son míos y me los guardo para mí, pero no me creo muy errado ...

Desembarcamos en la isla de Don Khone, donde alquilamos bicicletas para todos. La primera parada es la locomotora que abandonaron los colonizadores franceses a mediados del S. XIX, cuando pretendían unir el interior de Indochina con la costa por ferrocarril. Fracasaron por el relieve de los sucesivos saltos del Mekong que, aunque no muy altos, fueron suficientemente abruptos para impedir el triunfo de la empresa. Queda un puente y algún tramo de camino desmontado como vestigios del empeño.


Alessandro, Emma y Christine.

La locomotora francesa.


Visitamos a continuación las cataratas de Somphamit, culpables, con otras, del fracaso francés. Son muy bellas y amplias, aunque no muy altas. En un recodo aguas abajo, una pequeña playa acotada por un cordel nos permite bañarnos, con cuidado de no dejarse ir hacia el centro del río, cuya fuerza se siente incluso arrimados a la orilla. Tras disfrutar del baño, comemos juntos los seis en un chiringuito, por estricto orden. Es decir, el hombre cocina un plato y lo sirve, luego otro y así sucesivamente. Pero está bueno. La comida por aquí es muy rica, ya lo he dicho.

Queridos camaradas bis.
No es un parque temático, la bandera es de verdad. 

El rey de la selva.

Las cataratas de Somphamit.


La playa.

De regreso, un servidor propone seguir un desvío para asomarse al sur de la isla, en un tramo de río en el que quedan algunos de los rarísimos delfines de Irrawadi, que luego intentaremos ver en barca. Todos se rajan menos Emma, que pedalea morosamente tras de mi a través del bosque. Nos asomamos a una plataforma sobre el río, en un tramo muy bonito, pero ni rastro de los cetáceos. Vemos otra de las locomotoras francesas. Tenemos el tiempo justo para reunirnos con los demás y seguir la excursión en barca. La misma Emma que se quedaba atrás al venir parece ahora una ciclista profesional: me he de emplear a fondo para alcanzarla. Aunque sea sólo en mi fuero interno, mi orgullo de macho ibérico está en juego, ¡dichosas bicicletas de paseo!

La barca nos deja en otra isla cercana. Caminamos sin rumbo buscando alguna furgoneta o a alguien que nos dé razón de cómo seguir. Parecemos estar en un concurso televisivo de esos en que la gente viaja sin saber cómo ni a dónde. Un tipo malencarado y con cara de fastidio acaba por reaccionar a nuestras interpelaciones. Sí, es nuestro chófer. Llama al albergue, contrasta las instrucciones y con una mueca de eterno cansancio nos manda subir. Montamos luego en una pequeña barca, sentados en el fondo del que el capitán continuamente achica agua con medio bidón de plástico, a mi espalda. La mitad del agua cae al río y la otra mitad en mi espalda. Calor no voy a pasar. Nos adentramos en aguas camboyanas. Si la policia de ese pais se nos acerca tendremos que pagar una tasa, pero parece que se han tomado la tarde libre y nadie nos molesta.

Navegamos y navegamos preguntando a otros capitanes pero no hay suerte. Los escasos delfines de Irrawadi que quedan por aquí han decidido tomarse el día libre, o aguantar la respiración mientras andemos cerca. Mis compañeros de excursión, incómodos en el fondo de la barca, quieren retirarse pero con consenso. Lo siento, hemos venido a ver los delfines y un servidor quiere apurar al máximo. Paramos junto a un islote minúsculo con otras barcas, a ver si con tantos ojos avizorando damos con ellos. Un turista anormal decide regalarnos con el soniquete hortera de un transistor a toda pastilla mientras bailotea penosamente en lo alto de la roca. Magnífica estrategia para espantar a los pocos delfines que pudiesen andar cerca. Pienso: a) versión piadosa y literaria: el pobre quizás no pudo completar su educación de niño y en su cándida ignorancia no se da cuenta de que molesta; b) versión libre y real: el zoquete ese es un majadero de marca mayor y si supiera laosiano sobornaría a su capitán para que lo abandonase en el islote, ojalá los delfines sean antropófagos y de un salto le arranquen la cabeza.

Delfines (sumergidos).

Los delfines ni comparecen ni desmienten su dieta piscívora y finalmente me doy por vencido. Hemos de ver las otras cascadas antes de quedarnos sin luz y nos vamos, aliviados los demás y compungido un servidor. O los laosianos son muy listos anunciando fauna que no tienen, o elefantes y delfines me están dando el viaje.

Nuestro sombrío conductor nos lleva a las cascadas de Konephapheng, las de mayor caudal de toda Asia, según afirman. En cascadas, como en rascacielos, hay categorías sobradas para ser la que más esto o lo otro. Es tarde, no quedan más turistas y son muy bellas. Pequeñas bandadas de garcillas las sobrevuelan rumbo a los dormideros.

Las cataratas de Khonephapheng.


El conductor nos mete prisa; hay que hacer setenta y cinco kilómetros de carretera para volver. Con la última luz, subimos al coche y emprendemos camino. Estamos todos de acuerdo en que son los setenta y cinco kilómetros más breves de nuestras vidas. Obviamente tenía ganas de acabar la jornada para volver al féretro en el que presumiblemente vive y dar una fiesta por habernos perdido de vista.

Cruzamos el río en el transbordador de fortuna y acabamos la excursión tras un día muy intenso. En la cena nos reunimos los cinco excursionistas y la pareja alemana de ayer. Bromas sobre los delfines y mi educada frustración por no haberlos visto jalonan la conversación. Qué se le va a hacer. Quizá haya más oportunidades.

El último día en Laos madrugo para correr un rato (20.11.12). Es muy temprano y me cruzo con niños que van al colegio. Andando, corriendo, en moto o en bicicleta, solos, acompañados o llevando a algún hermano pequeño. Me alegran saludándome en inglés con una sonrisa. Un magnífico libro de Jaroslav Seifert se titula "Toda la belleza del mundo". Toda la belleza del mundo se resume en la vivacidad de los niños ufanos por saber saludarme en inglés, en las risitas de las niñas más osadas que también me saludan destacándose de las amigas, en el gesto a la vez recatado y despreocupado de las jovencitas que montan a la amazona en motocicletas llevadas por jovencitos resueltos. Toda esta belleza es fugazmente mía mientras troto entre perros sorprendidos por mis prisas. Luego he de seguir viaje.

Abrazos para todos.

8 comentarios:

  1. Ferni, ya le vas encontrando un tono literario a esto, ¿eh? Me ha gustado mucho la entrega, aunque sé que no es creación literaria sino algo que has vivido hace unos días. Tu interpretación "libre y real" del zoquete me parece la más acertada. Totalmente de acuerdo con tu opinión sobre la actitud de desidia que hay en ciertos sitios. La he sufrido tantas veces. Imagínate teniendo que dirigir un concierto en sitios donde no entienden la palabra puntualidad, o donde no saben ponerle al director invitado de su orquesta nacional una toalla y un rollo de papel higiénico en su camerino,o una percha para que cuelgue su ropa...en fin, que ya les vale,la verdad. Ya era hora de que publicaras esta entrega...el vino in veritas me tenía frito...

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  2. ¿Obliterado? ¿fementido? ¡¡¡¡chacho, qué palabros!!!! jajaja, abogadorrr por el mundo.
    Desde luego, vaya zoquete el del transistor ¡al agua con él!
    Las cascadas me han parecido impresionantes y los paisajes muy bonitos.
    No creo que hubiera muchos perro-flautas por allí, según nuestro incapaz, inepto, insuficiente, negado, ignorante, torpe, inútil, ineficaz, negligente, nulo , es decir, incompetente Gobierno, están todos aquí. Besitos abogado.

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  3. Efectivamente, ser turista es a veces ser un pelele al que traer y llevar, qué se le va a hacer. Por otro lado, el zoquete del transistor no se merece mucho más. No desesperes, hombre, que por lo menos en Laos no hay tablados flamencos de medio pelo, corridas de toros, museos del jamón, o bares con tapas infames. No todo está perdido.

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  4. Pablo, que no son tablados, son "tablaos". ¡Alpendre!

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  5. Cáspita! No proferiré tal vulgarismo.

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  6. Bueno, qué animado está esto. Al final merece la pena tener paciencia, los sitios que has visto son muy bonitos. A los delfines les importará bastante poco lo que hagan o dejen de hacer los georgiedan, no te preocupes...

    ¡Que siga el periplo y no desesperes!

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  7. Bueno, menos mal que al final todo se arregla con la belleza de los niños yendo al cole... ¡Qué fotos más chulas!

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