viernes, 21 de diciembre de 2012


XXVII. Tailandia (i).

Queridos lectores:

En poco más de una hora llegué como un marajá a Tailandia, en donde se puede entrar sin visado (26.11.12). Siguiendo instrucciones de Melanie, mi anfitriona , y visto que desde el segundo aeropuerto de la capital no hay mejor transporte, salí a coger un taxi. Más de una hora de reloj se fue en la cola en esa tarde de lluvia tropical, pero tampoco tenía prisa. Llegué al pie del rascacielos donde vive Melanie y entretuve la espera hasta que vino del trabajo, ya tarde, comprobando que a primera vista Tailandia está muchísimo más desarrollada que Camboya. Esta calle y los edificios de alrededor podrían ser los de cualquier ciudad española.

Melanie llegó muy cansada de una larga jornada con cena de trabajo incluida, y tras unas breves presentaciones y poca charla, que es profesora de informática y que había vivido varios años en Brasil y viajado por Sudamérica, se fue a dormir. Un servidor bajó a cenar algo a la calle, acabé de instalarme luego en la suntuosa alcoba con baño propio que me correspondía, contemplé desde este elevado piso las gigantescas pantallas publicitarias de otros rascacielos y también me fui a la cama.

Melanie me había dejado la llave, pues ella saldría muy de madrugada al trabajo (27.11.12). Fui a coger el metro, según me había explicado, pero cometí el error de pedir confirmación a un portero poco enterado que me mandó en sentido opuesto. Escamado de tanto caminar, decidí cortar por lo sano y coger un taxi. En Bangkok, además, hacía mucho calor y pensé que un rato de aire acondicionado antes de empezar a sudar como un pollo no me vendría mal. El taxista, al que pedí que me llevase al Palacio Real, principalísimo monumento de la ciudad, ni entendía inglés ni había tenido en la vida un mapa en las manos. A cada rato me pedía direcciones en tailandés. Hombre, pues no sé, aquí, aquí, si está muy claro, el Palacio Real, lo más famoso de Bangkok, ¡cómo no va a saber Usted llegar! Poco menos que de casualidad, acabamos llegando. Pregunté en la caseta de información turística, en la que era el único visitante pese a las hordas de turistas que deambulaban por la calle. Me aconsejaron muy amablemente y sobre todo me recomendaron cautela y desconfianza con taxistas y otros oportunistas callejeros. Pierdan cuidado: sobre taxistas aviesos estoy haciendo un máster internacional.

 Desde mi ventana en casa de Melanie.


El Palacio Real es un complejo muy grande de edificios señoriales, decorados con profusión de espejitos y otros adornos muy del gusto asiático. En general causa una gran impresión y se tarda una buena media jornada en verlo con razonable calma, incluso para quien escribe. Eso sí, hay que dejar los zapatos en la consigna y taparse las piernas con una prenda prestada. En mi caso, unos holgados pantalones de color añil ilusión (o añil fantasía, no estoy seguro), que una camisa floreada y una peluca con rastas habrían conjuntado a la perfección. Para que luego digáis que sólo visto la misma camiseta.

El Palacio Real.






Instrucciones para trapecistas palaciegos.


Duelo en la cima del prêt-à-porter.


Del Palacio Real y su concentración de turistas, a la pagoda del Buda reclinado y otro montón de turistas. La temporada alta ha comenzado en el Sudeste Asiático, y Tailandia, con diferencia el destino más popular, bulle con montones de guiris. El Buda es enorme, tanto que poco menos que parece la agigantada Alicia que en el País de las Maravillas quedó enclaustrada en la casa. Es el más esto y más lo otro de todos los Budas de acá y de allá. Es, en cualquier caso, una estatua bastante esbelta pese al tamaño, y agradable de contemplar. En el estrecho pasillo, la gente deja óbolos en hileras de cuencos metálicos siguiendo algún ritual. Entre ella, muchos turistas que más parecen cristianos que budistas, pero hay libertad de culto y además, ¿no habíamos quedado en que el budismo no era una religión?




Me acerco al río para cruzarlo en transbordador. El barrio de la orilla, de comercios amontonados, es el hogar de numerosas cucarachas de tamaño familiar a las que sólo les falta saludar mientras pasean, de lo confiadas que se las ve. Entro en una cafetería con aire acondicionado a reponer fuerzas, pero nadie me hace caso. Me sobrepongo a mi inveterada impaciencia y a mi renombrada intransigencia y espero en la barra tras llamar respetuosamente al camarero. Ni por esas. Decido darle un poco más de tiempo contando números primos, pero com sólo me sé ocho o nueve, me largo con viento fresco. En otra cafetería me atienden mejor, e incluso espachurran al incauto cucarachón que se asoma a investigar para alarma de la camarera.

Tomo el transbordador y llego al pie de Wat Arun, una bella pagoda jemer de empinadas escalinatas desde la que se obtienen buenas vistas del Palacio Real, el río y alrededores. Pese a los aspavientos de algunos turistas, la escalinata no es tan vertiginosa y pronto disfruto del panorama. Es más divertida la bajada, viendo los líos que se hace la gente para no matarse cuando basta con asirse al pasamanos y descender con cuidado.



Prohibidas las piernas todos los días y los bustos en días alternos.

Wat Arun. 

Panorama desde Wat Arun, con el Palacio Real al otro lado del río Chao Phraya.

¡Vértigo!


Atardece ya cuando cruzo de nuevo el río y pregunto en un colmado para llegar hasta la estación terminal del metro. Es una tienda de dados, venden dados, sólo dados y nada más que dados. Asombroso. La mujer es muy amable, habla algo de inglés y me indica para coger el autobús. Espero y espero, pero como ya había gastado mis reservas de paciencia para el día en la primera cafetería, eché a andar. La justicia cósmica quiso afeármelo y dos autobuses seguidos de la línea que me interesaba me rebasaron sin que pudiese abordarlos. Lo sé, lo sé, esta impaciencia mía me va a perder. Humillado por la lección, pregunté a dos muchachas que atendían un puesto callejero. Sí, sí, coge este otro autobús. Cinco minutos de obediente espera después, una de las muchachas, entre risas, se llega hasta a mí y corrige mi ubicación de pasmarote: ¡estás esperando donde no es! Enmendada la confusión, subo a un autobús donde soy recibido por la parroquia con evidentes muestras de ser el primer turista que se atreve a tanto en mucho tiempo. Como impaciencia no es lo mismo que tontuna (o no del todo) muestro a la cobradora la nota en que pedí a la vendedora de dados que escribiera mi destino en tailandés (la estación de metro, no mi futuro en esta vida, claro), e ipso facto soy adoptado como viajero V.I.P. por cobradora y conductor, con derecho a asiento junto al parabrisas y aviso personalizado al llegar a la parada.

El chófer conduce en cinemascope.


El metro de Bangkok es moderno y eficiente, aunque para una ciudad tan grande hay muy pocas líneas. Después de un descanso en casa me fui a cenar con Melanie, en un restaurante tailandés cercano frecuentado por compañeros suyos de trabajo a los que tuvo que saludar a cada paso. Melanie es inglesa, pero lleva bastantes años trabajando en distintos lugares del mundo como profesora de informática para adolescentes. Apenas lleva unos meses en Tailandia, y su horizonte no se extiende más allá del bienio contractual que tiene firmado con el carísimo colegio internacional en el que enseña. Me felicita por haber viajado en autobús, algo que ella confiesa no haber hecho aún, charlamos acerca de cosas diversas y nos retiramos pronto, que la profesora entra temprano a trabajar.

Empiezo el segundo día en Bangkok despacio (28.11.12). Entro en una peluquería de barrio para algarabía de las cuatro peluqueras, que dejan de pensar en las musarañas y pasan a darme conversación. Concretamente a preguntarme de dónde soy y basta. Su inglés no da para más y mi tailandés ni siquiera llega a tanto.

Hago tiempo en la cafetería de abajo de casa esperando a que amaine la tremenda tormenta con la que ha amanecido. Me acerco luego al Palacio de Vimanmek, una gran mansión de 1900 íntegramente de madera de teca, ensamblada sin clavos y que sirvió de residencia real, en la que no dejan hacer fotografías. La mansión es suntuosa y la madera sumamente acogedora. No tanto mis compañeros de visita: enjambres de chinos que avivan en mí el recuerdo de los torpes modales que ya iba eclipsando en mi memoria en favor de su amabilidad personal. Lástima. Alentado por el éxito de ayer, hoy pruebo una nueva vestimenta: una falda de color dorado que he de comprar por un euro a la entrada para no atentar contra la majestad del sitio con al aire el muslo bello (plagio a Espronceda). A la salida, en un alarde de astucia revendo la falda a una turista danesa, pero la muy taimada me sabe cautivo de la oferta y la demanda y, sonriendo poderosa, demedia el precio porque no tiene más suelto. Pierdo medio euro en mi, hasta ahora, única empresa comercial en Asia.

Intenté coger un taxi a la puerta, pero me quería engañar de modo tan obsceno que me alejé caminando sin molestarme en discutir. Un motocarro conducido por el conductor más desgastado de la ciudad me llevó con más honradez hasta la Montaña Dorada. Un templo en lo alto de un mogote formado por los restos de otro templo precedente que se hundió, antes del cual no sé si había otro más, pero no sería de extrañar. La caminata hasta lo alto bajo una humedad casi absoluta me hace romper a sudar de forma exagerada. A la bajada, acalorado, me acerco a un bastión de la antigua muralla, sigo por unos templos más modernos poco más allá y me doy por vencido. La atmósfera está cargada de agua y aunque el calor es moderado, parezco un aspersor humano y decido retirarme. No por recato en la apariencia, si sudo, sudo, sino porque la calle me resulta abrumadora como una sauna.

En lo alto de la Montaña Dorada.


Torre de la antigua muralla.


Ya en casa el día parece darme la razón: toda la tarde llueve a mansalva. La paso leyendo tranquilamente a resguardo. Cuando llega Melanie, charlamos de sus problemas laborales. Sus empleadores no parecen tener gran respeto por la palabra dada, y cambios inesperados en su relación asoman en el horizonte. Ni siquiera les ofrecen un seguro médico medianamente aceptable. No hay mucho que un servidor pueda hacer al respecto, y agotada la conversación nos vamos a dormir.

Hoy (29.11.12) pruebo otro transporte: el tren celestial (sky train). No es más que el tren elevado que las autoridades incrustaron en la ciudad en un intento desesperado de aliviar el atasco cuasipermanente que la caracteriza. Es muy moderno, limpio (está prohibido comer, beber, y fumar por supuesto) y, gracias al aire acondicionado, helador. Bajo en la estación de tren central, Hamphulong, y pregunto en taquilla por un billete para el día siguiente, a Ayutthaya. El tren es de cercanías y no se puede sacar por anticipado, ni hace falta. Conforme, gracias. A la salida, un conductor de motocarro pretende engañarme con el precio para acercarme al embarcadero del río. No. Otro no quiere embaucarme con el precio sino con una visita intermedia a no sé qué tienda. No. Comoquiera que sigo caminando (sólo discuto en estado de necesidad o si el precio que me proponen no cae el engaño desmesurado), varios me reclaman a voces. No. Detengo a otro que pasa por ahí y me lleva por un precio correcto.

Hay varios posibles paseos en barca por el río Chao Phraya y sus canales, que atraviesan el centro de Bangkok. En barco privado, en grupo (no admiten grupos unipersonales, los muy angurrientos) o en el barco de línea, muy barato, atestado y que hace todas las paradas de la ruta como un autobús. En el pantalán una pareja de jóvenes chinas me pide una fotografia con ellas. No soy un oso panda, sino guay (cool) según me dicen con sonrojo. No todo eran empujones en la China, es cierto.

El barco, repleto de gente, atraca y desatraca en un santiamén a golpe del silbato agudísimo del marinero que maneja las amarras. Vamos aguas arriba alternando de orilla en las paradas designadas. Es llamativo lo mucho que se mueve el río, surcado por un buen número de barcos de recreo para turistas, barcazas de carga, barcos de línea como éste, y otros de todo tamaño.

Pasado el Palacio Real quedo como único turista. Desembarco poco más al norte, y paseo hacia Khaosan Road, el corazón del barrio de los turistas. Atravieso un callejón en el que hay montado un ring. Se ofrecen clases de boxeo tailandés a los turistas, no hace falta experiencia previa. En vista del ambiente díscolo del barrio, seguramente más de uno haya lamentado no tomar algunas. El callejón acaba en la puerta trasera de un restaurante. Un cartel lo aclara: subo un piso, lo vuelvo a bajar y salgo por la fachada principal. Ante mí, Khaosan Road: un auténtico gueto en el que bares, restaurantes, agencias de viaje, hoteles, salones de masaje, tiendas de ropa y comercios de todo tipo se amontonan sin orden ni concierto. Recorro la calle tan rápidamente como lo permite la agobiante ocupación de la calzada por los puestos y los coches que se abren paso con el encomiable propósito de no atropellar a nadie ni desmantelar ningún tenderete, cosa nada fácil. Alguien ofrece todo tipo de carnés y permisos falsos sin ningún recato. Lo pienso someramente, pero no hay nada que necesite. Quiero decir, mis escrúpulos de defensor del Derecho  (al colegiarme como abogado prometí velar por las leyes, o algo por el estilo) me hacen desdeñarlo. Pero se ve que están de oferta, y cada veinte metros hay otro igual. Alguien me dirá luego que cualquier falsificación casera con pegamento Imedio y un par de fotocopias sería más verosímil, pero no hice la prueba.

Khaosan Road.

Honrados negocios para turistas.

Me alegré de estar alojado en casa de Melanie, lejos de todo este jaleo. De allí segui hacia lugares más tranquilos. Era ya mediodía y había quedado para comer con Leopoldo, el filipino a quien conocí en Vientiane. Me citó junto a una parada del tren celestial, en el centro. Tomé una moto para ir hasta allá, cuidando de vigilar que el conductor no me estrellase las rodillas entre dos coches. Esta es la parte moderna, comercial y de negocios de Bangkok. Suntuosos centros comerciales entre rascacielos de cristal, las mismas marcas y franquicias de siempre, oficinistas de paso apresurado, publicidad omnipresente, dan todos cuenta de que el mundo se está volviendo un lugar muy pequeño, muy indistinto y puede que muy aburrido en muchos sentidos. Lo malo de Bangkok es que no hay grandes avenidas, el tráfico es muy denso a todas horas, el cableado eléctrico, anárquico en apariencia, rebaja el horizonte de los viandantes,  y la enorme estructura de hormigón que sustenta el tren celestial impone un cielo raso opresivo. Llamé a Leopoldo desde una cabina que parecía haber sobrevivido a un bombardeo nuclear, y al rato apareció, en el caluroso mediodía tailandés, con una chaqueta negra con capucha y una gran sonrisa.


Con el tren celestial por encima, 
ya estamos todos en el centro de Bangkok.


Subimos a comer entre oficinistas y empleados de los comercios a un centro de comidas, en el que se compran y canjean vales para varios autoservicios. Leopoldo no se esperaba ya que le llamase a mi paso por la ciudad, pero aquí estábamos. Me saluda en español, un tanto oxidado, pero que solía ser su idioma de trabajo en un centro de llamadas telefónicas en Filipinas. Leopoldo trabaja ahora en una agencia de viajes como director de marketing, y a menudo ha de viajar a Laos, a veces para acompañar a los turistas, lo cual le agrada. Además, tiene una pequeña marca de ropa que está empezando: fabrican chaquetas como la que lleva. Esta semana sirven un primer pedido, muy modesto, pero empiezan a venderlas. Me la enseña: la chaqueta negra con capucha y cuello alto de antes que permite ocultar todo el rostro, sin dejar más que los ojos a la vista.

- ¿Crees que podrían prohibir una chaqueta así en algunos países?
- No sé, no deberían, pero nunca se sabe.

Pero la pasión de Leopoldo son, sobre todo, las artes marciales. Hace algunos años fue campeón panasiático de jiujitsu, en combates al K.O. Me lo cuenta con naturalidad, según le pregunto. Después de ganar el campeonato dejó el profesionalismo. También boxea, hoy mismo dará clase a universitarios. Prevé volver a boxear profesionalmente el año que viene, con veintinueve años. Aunque pone cara de pillo, parece un pedazo de pan y cuesta un poco imaginárselo en combate. Más aún cuando salimos del centro comercial atravesando el "festival de los sujetadores", donde un montón de mujeres revuelve sostenes de oferta en grandes mostradores. Nos dió la risa a los dos: nos sentíamos como niños traviesos. Leopoldo me cuenta que las cosas en Filipinas están mejorando mucho y me recomienda que las visite. Él lleva un par de años en Bangkok porque hay trabajo y la vida en general es buena, pero no descarta regresar pronto. Leopoldo ha de volver al trabajo, pero antes me ofrece toda la ayuda que necesite en mi viaje por Tailandia. Llámame con lo que sea. Muchas gracias y hasta la vista.

Leopoldo, con un café helado en la mano.


Volví a casa, recogí la colada de la lavandería, descansé un rato y más tarde volví en metro al centro, para mi segunda cita del día. Ning, tailandesa, se reunió conmigo a la puerta del metro para llevarme tras una larga caminata a un restaurante típico tailandés, muy popular, en una esquina de la calle, con mesas y taburetes sobre la acera y un montón de gente esperando, incluyendo algunos occidentales (turistas o no, en Bangkok viven muchísimos).

Ning me había ofrecido alojarme en su casa, pero ya había aceptado quedarme con Melanie, y no quise desairarla. Ning estaba muy contenta esa noche, entre otras cosas porque en un par de días se marchaba de vacaciones a la India. Hizo estudios empresariales y trabaja en una gran franquicia de supermercados (en Tailandia hay una tienda de esta cadena en cada esquina), ocupándose de la tramitación administrativa de nuevas aperturas. ¿Corrupción? Toda. Ning no recuerda ninguna apertura por la que no haya habido que untar a alguien. Lo tiene tan asumido que ha tenido que pararse un momento a pensarlo. En todo caso, está ya un poco cansada del trabajo, lleva más de diez años allí y quizá en las vacaciones decida cambiar.

No siente especial presión por su soltería siendo una mujer de treinta y pocos años. Puede que en ciudades pequeñas sí la tuviera, pero no en Bangkok. Le pregunto por los ladyboys, hombres travestidos o transexuales a los que en ocasiones son las familias, y no su propia naturaleza, quienes empujan a esa condición. Ning afirma que no tienen problemas especiales de integración: están plenamente aceptados en la sociedad. Cada uno puede vivir como mejor le parezca. Hablando de vivir, la vida en Tailandia en general es buena y las cosas han estado yendo a mejor estos últimos años, aunque puede que fuera de la capital no tanto.

Con Ning en un restaurante popular.


Le encanta la India y viaja sola. Dice que de sus amigos es la única a la que le gustó la primera vez, y ha repetido ya unas cuantas. Me río contándole la impresión que tanta inmundicia como hay en la India nos causó a Rocío y un servidor. Pese a todo, quien suscribe está deseando volver para ver la naturaleza de la que sólo atisbamos un poquito entonces. Esta vez Ning va al norte a hacer senderismo ella sola, sin guía, como suele. Hay mucha gente ya en todas partes y en realidad no es necesario. Tomo nota para una próxima ocasión. La comida está muy rica y Ning ha cuidado de pedir unas cuantas cosas típicas para que un servidor las pruebe. Charlamos de cosas varias y nos despedimos ya una vez en el metro. Ning ha de madrugar y cuando un servidor llega a casa, Melanie ya se ha acostado.


Dejo la casa de madrugada, a la vez que Melanie, para no andar a vueltas con la llave (30.11.12).  Nos decimos adiós en el portal, ella va al trabajo y un servidor a desayunar. Escojo una cafetería moderna, fría e impersonal en el hall de un rascacielos moderno, frío e impersonal, pero con internet y aire acondicionado. Mientras tomo un café y enredo con el ordenador, de refilón veo llegar a los oficinistas, bien vestidos, con cara de prisa o de estar adormilados, solos y taciturnos o en grupos y charlando. Me reconozco en un lejano pasado, cuando trabajaba en una empresa, pero hace ya mucho de eso. Más que acariciar el pensamiento mezquino de alegrarme por no ser ellos, simplemente me alegro de ser yo mismo.

 
Melanie, contenta al trabajo.


El apeadero de Ban Sue.


Tomo el metro moderno, limpio, frígido y me apeo en la última parada al norte: la estación de tren de Ban Sue. Antes de bajar las escaleras al ras de la calle oteo en busca de algún edificio distintivo que pueda ser la estación. No hay tal. Pregunto en un puesto de comida. Allí, allí, ¿pero dónde? Una estación de tren debería destacar. La estación no destaca porque no existe: Ban Sue es un triste apeadero de los que en España no se ven más que abandonados a la maleza entre pueblos desiertos. Mi primer vistazo al borde de la ciudad es una gran decepción, ¿se acabó Bangkok y se acabó el siglo XXI? Me saco el billete: no hay primera clase, segunda, con aire acondicionado, es tanto y tercera, la décima parte. Alguien me dijo que tercera está bien.

- ¿Me dice el vagón y el número de asiento, por favor?
- Tal y tal coche, no hay asiento. Se va de pie.
- ¿De pie? Cámbiemelo por uno de segunda, por favor.

En el andén espero junto a un par de señoras con sus fardos y un hombre que vuelve cansado de la faena, a juzgar por sus aires derrotados. Algunos perros completan la escena. Las vías deben llevar siglos sin reparar. Los perros otro tanto sin comer. La maleza y el deterioro invaden todo lo que no sea habitualmente pisoteado por los peatones. Espero y espero. Pasa un tren pero no el mío. Pasa la hora del mío, pero no el tren. Vuelvo a la taquilla, por si acaso. No, no, viene con retraso. Perfecto, gracias. Con más de media hora de atraso para un recorrido de una hora escasa, de hecho. Cuando aparece, resulta ser un resto de desguace que traquetea asmático sobre rieles que se sienten abollados. Somos unos cuantos turistas, todos con cara de sorpresa porque el tren no sólo se mantenga de una pieza, sino que encima avance.

Una hora y llegamos a destino: Ayutthaya, antigua capital del reino siamés, hoy pequeña población que conserva numerosas ruinas de su esplendor. Dejo la mochila en consigna, donde una mujer me entrega un vale con un mohín de antipatía y me señala dónde dejarla. Esquivo a los taxistas de la puerta y cruzo a la tienda de enfrente, donde alquilan bicicletas. Ya subido en la mía, llego al pueblo por un puente, y comienzo la visita.

Voy primero a la parte más alejada, junto al río, donde soy el único turista. Un señor que está comiendo arroz con lentejas de una tartera me ofrece compartirlas. No, muchas gracias, no quiero dejarle sin comer, que es muy poco. Hay un montón de ruinas desperdigadas por todo el pueblo, en grandes parcelas despejadas entre calles nuevas con actividad urbana. Hace mucho calor y a todos los turistas se nos puede ver parando a cada rato a beber en los chiringuitos que infaliblemente acompañan a los monumentos. La mayoría de estos están poco restaurados, a propósito, y ofrecen una imagen de decadencia romántica con la estructura de ladrillo rojo al aire, perdida ya la cubierta de escayola.


Lección de generosidad.

 

Paseos en elefante para guiris.
  

Si el rostro de Jesucristo aparece en jamones serranos, 
¿por qué no el de Buda en una higuera?

Entre bastante gente, refrescos, pedaladas, estupas, santuarios, budas y mucho calor paso el día de acá para allá con la bicicleta. El conjunto es digno de verse y un gran contraste con Bangkok, pero lo que más me impresiona son, aparte de los elefantes cautivos para pasear a turistas (nacionales y extranjeros: hay muchísimo turismo interior en Tailandia), varios enormes varanos que señorean los estanques que rodean algunos de los templos. De metro y pico de largo, cuando nadan perezosamente con la cabeza sobre la superficie se los podría confundir con serpientes. Está cayendo la tarde y parecen buscar sus querencias entre troncos junto a la orilla. Los pocos turistas que reparan en ellos están atónitos: ¿qué son?

Devuelvo la bicicleta en la tienda, cruzando esta vez con el transbordador, y entro en un locutorio para llamar a un albergue que ya tenía visto y reservar para la noche. Sin problemas, vendrán a recogerme a la estación. Despreocupado, retiro la mochila de la consigna sin que la dama al cargo tenga a bien más que concederme un lánguido gesto con la mano, y me dispongo a esperar en el andén. Cuando pregunto en un mostrador me entero de que el tren está retrasado una hora entera. Vuelvo al locutorio a avisar al albergue, pero conocen el percal y ya se habían enterado por su cuenta.

 
 Enorme Buda reclinado.



¡Parad, parad, que nos van a hacer una foto!

Varano.

Por lo menos refresca un poco. La gente se va arrimando al andén, sentándose en el borde o directamente en el suelo (escasean los asientos). Llega un primer tren para Bangkok y la mayoría se va en él. El jefe de estación me indica a cada rato, en el andén de donde se han marchado los últimos chiquillos que jugaban al fútbol, el retraso que va acumulando el convoy. Al final será más de hora y media para un trayecto de tres horas. No hay nada que hacer más que relajarse y tener paciencia. Ya llegará y ya llegaremos.

Pocos turistas vamos en el tren, que lleva todas las ventanillas abiertas de par en par, las luces encendidas, unos viejos ventiladores en el techo y un traqueteo exagerado. Miríadas de mosquitos se acumulan junto a las bombillas y tubos fluorescentes. Los que se mueven van siendo arrojados inexorablemente contra los pasajeros, que procuramos mantener la boca bien cerrada y hemos de pestañear continuamente para evitar males mayores. Mi compañero de asiento, un señor tailandés, asiente con una media sonrisa entre divertida y resignada. A cada rato, nos sacudimos la ropa para quitarnos los bichos estrellados, y así pasamos las tres horas del viaje entretenidos.

A las tantas llegamos a la estación de Pak Chong, y alguien nos recoge a una pareja de franceses y a un servidor. De camino recojemos a alguien más en la estación de autobuses, y finalmente arribamos al albergue. Ya no se puede cenar más que sopa de fideos o acercarse paseando a la gasolinera, abierta día y noche. Decido estirar las piernas, ceno cualquier cosa en el supermercado de la estación de servicio y me voy a dormir. Estoy ansioso: mañana me aguarda una excursión de todo el día con el personal del albergue en el Parque Nacional de Khao Yai.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Ja ja, Karl Lagerfeld a tu lado no tiene ningún estilo. Qué bonito lo que nos has enseñado de Tailandia. Mañana daremos buena cuenta de los frutos de tu lejano trabajo por acá en occidente: ¡tu paletilla de Navidad!

    Besos,
    Yoya

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  2. Nos has pillado a varios de vacaciones y sin internet, de ahí mi retraso en comentar esta apasionante etapa.

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  3. Qué bonito todo! Aunque ya debes de estar un poco harto de tanto templo y tanto gordopilo recostado. A ver si es que lo del nirvana solo era echarse una siestecica. Tenías que haberte apuntado a una clase de boxeo tailandés; que te hubiéramos visto hacer el Golden Fist Pirulo un poco.

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