lunes, 31 de diciembre de 2012

XXVII. Tailandia (ii).

Queridos lectores:

A las ocho de la mañana nos reparten a los turistas en varios songthaews (camionetas con dos bancos corridos en la parte atrás) y nos ponemos en marcha rumbo al Parque Nacional de Khao Yai (01.12.12).

Pese a su cercanía a Bangkok, el parque, bastante extenso, alberga muchos animales  incluyendo varios centenares de elefantes salvajes, según aseguran. De hecho, de camino vemos algunos, pero son domésticos, de los que aquí se usan ya principalmente para pasear a los turistas. El parque es muy popular y a ambos lados de la carretera hasta la entrada, se suceden hoteles, restaurantes, supermercados, etc.

Esta parte del parque es atravesada por una carretera con escasas ramificaciones, por lo que nuestros guías no tienen mucho que planear. Paramos en un mirador sobre el valle que hemos dejado atrás, con poblaciones humanas, y podemos contemplar nuestros primeros animales salvajes: macacos que en inglés llaman de cola de cerdo. Aunque salvajes, están habituados a los humanos y no muestran timidez. Con ayuda de los guías, que los descubren entre la fronda de un gran árbol, también podemos ver cálaos bicornes. Por el equipamiento es fácil discernir los grados de afición al campo de cada cual: la mayoría de mis compañeros de excursión no lleva prismáticos, un servidor lleva los pequeños de 8x25 que compré en Japón, y los guías llevan un telescopio terrestre, sin el cual los del primer grupo no verían casi nada. Son bastantes las camionetas que van parando en los mismos lugares. Los guías intercambian información acerca de avistamientos de animales, los guiris nos afanamos por verlos al menos un segundo, intercambiamos un par de banalidades y seguimos.


Macaco de cola de cerdo.

En el centro de visitantes recorro en un periquete la exposición sobre el parque, con fotografías, explicaciones y algunos animales torpemente disecados. Más interesante resulta la historia del tigre disecado que hay a la entrada. Pese a su aspecto esmirriado, el animal tuvo que ser abatido en el año 1977 tras haber matado a un par de lugareños. Hoy en día no quedan tigres en el parque. Sí hay osos de dos especies, leopardos, panteras nebulosas y algunos otros depredadores menores.

Junto al centro corre un riachuelo en el que un varano se asolea sobre un tronco. Como los de ayer, pero este quizá haya escogido una residencia más tranquila. Se oye un ulular muy particular, entre tétrico y cómico, intenso y sostenido: son gibones en los árboles cercanos. Le pregunto al guía si hay tiempo de acercarse a verlos y titubea. Decido respetar la disciplina del grupo aunque por dentro me hierve la sangre. Están aquí al lado, podríamos verlos fácilmente, venga, hombre. Lo pienso pero no lo digo. El hombre me ve tan inquieto que a los dos minutos me da luz verde: ve para allá, que mi jefe también va a verlos. Salgo a toda prisa, pero para darle emoción, en vez de recorrer el sendero balizado en uno de cuyos recodos se encuentran los monos en el sentido adecuado, doy la vuelta más larga a zancadas apresuradas. Cuando llego, el resto de mis compañeros de excursión acaba de localizar a los animales y están viéndolos por turno en el telescopio. Me uno a ellos alternando el telescopio con los prismáticos que nadie me pide y que, por una vez, a nadie ofrezco. Los gibones son impresionantes. A cada instante aúllan con fuerza o se descuelgan por las ramas más altas braquiando con una agilidad increíble. Los hay de dos colores: rubios o morenos. De vez en cuando se detienen en alguna rama a comer o rascarse o hacer lo que a un mono en una rama le parezca oportuno. Tras media hora reemprendemos la marcha, contentos todos de haberlos visto tan bien.


El último devorador de hombres de la zona.


Cálao bicorne de pacotilla.

Varano de los de verdad.



Gibón de manos blancas.

Sigue un paseo por la selva. Antes nos hemos puesto unas polainas de tela para protegernos de las sabandijas. Se colocan por encima de los calcetines y por dentro del calzado. Todo el mundo los lleva, incluso los guías. Las siete u ocho personas de mi grupo seguimos al guía monte adentro. Al principio es fácil, el parque está a unos novecientos metros de altitud y el aire es más seco y menos asfixiante. El guía captura un bicho y, ocultándolo con la mano, lo coloca en la de un incauto voluntario: un gran escorpión negro que, según él, no es de picadura mortal pero sí muy dolorosa. Pese a ello, mis compañeros se van turnando para sujetar a la criatura, sobre el brazo, la mano o la calva. Cuando me lo ofrece a mí, lo declino. No gracias, no me produce repugnancia ni miedo, simplemente me basta con verlo.

Continuamos pero ya no es tan fácil, hay que bajar una ladera, siempre por dentro de la selva intrincada y aunque no nos alejamos mucho de la zona habitual de paseo de los turistas, pronto nos salimos del camino. A lo lejos se oyen unos ruidos que el guía identifica como procedentes de elefantes sin dudarlo. Están al otro lado pero el monte es impracticable, no podemos acercarnos. Nadie se lo discute. El suelo se torna en barro. No un poco, sino un auténtico lodazal. El guía, el primero, lo cruza raudo y sin dificultad. Procuro seguirle sin hundirme más de la cuenta. Pronto me rindo: esto es la selva, tarde o temprano me voy a poner perdido de barro y a qué tanto cuento. Resultado: voy metiendo los pies hasta media canilla en el fango. El guía se ha adelantado y no lo veo, y el resto de los turistas anda retrasado y también fuera de vista. Mientras no me traguen las arenas movedizas como en las películas de Tarzán, todo va bien. Mis compañeros van apareciendo una vez alcanzo al guía. Contorsionándose, haciendo equilibrios entre lianas y raíces, evitan el lodo y llegan todos casi inmaculados. Una vez más, lo he conseguido: soy el único embarrado a conciencia, pero qué más da.




Arenas movedizas en primer término, pero no cayó nadie ...



A la izquierda el lamedero de sal.


Además del escorpión, vemos algunas ardillas gigantes que hacen honor a su nombre: son muy grandes, más parecen garduñas que ardillas. De la selva salimos a un claro abierto por los guardas para crear un lamedero de sal. Hay un estanque al fondo y una torre de observación en la otra orilla. En el lamedero se ven excrementos de elefante, no muy recientes, pero sí bastantes. Hacemos parada en la torre, donde comemos algo. No vemos elefantes, pero sí oímos más gibones y vemos unos cuantos pájaros.

Acabamos el paseo volviendo a la carretera en otro punto donde nos recogen los coches. Ya motorizados nos acercamos a las cataratas más grandes del parque (hay varias). Aprovecho para lavar las zapatillas en un lavabo.Tras la visita de rigor, salimos a otro ramal de la carretera en busca de los elefantes. El guía pregunta a un guarda y, aunque la conversación es en tailandés, la respuesta es obviamente negativa. No nos arredramos, los ánimos están altos y seguimos carretera adelante. Pronto nos vemos recompensados: varios coches parados unos cientos de metros más allá delatan la presencia de algo interesante. Aceleramos y sí: un gran elefante macho, muy conocido aquí porque sólo tiene un colmillo, se pasea por la calzada. Emocionadísimos, lo observamos durante unos buenos quince minutos desde todos los ángulos posibles. Debe ser el elefante más fotografiado de Khao Yai. Atardece ya cuando dejamos atrás al animal, y con algunos ciervos y más macacos para amenizar el viaje, regresamos al albergue. La excursión ha sido un éxito: hemos visto macacos, gibones, varios tipos de cálaos, ciervos sambar y muntjac, el varano, otros lagartos, el escorpión, bastantes aves que para desesperación de Nacho nunca sabremos qué eran, ardillas gigantes y no tan gigantes, y el elefante de remate, lo cual no es tan habitual, según nos dicen. Todo eso en un paisaje selvático muy bonito. Así sí, a pesar del barro. Para mañana tengo otros planes.

 En las cataratas con las zapatillas ya lavadas.

¡Casi no cabe en la carretera!

 




No hace falta madrugar tanto hoy porque me he apuntado a una excursión vespertina fuera del parque (02.12.12). El motivo: hay varias cuevas repletas de murciélagos que las abandonan en el crepúsculo en una espectacular salida, fuera del parque. Así pues, por la mañana me acerco al pueblo con intención de arrendar una motocicleta para el día posterior, en el que me propongo recorrer el parque de nuevo, pero a mi aire.

El pueblo queda a unos cuantos kilómetros, por lo que salgo al arcén en espera del songthaew de línea, que aparece cuando quiere, tras media hora de espera y de infructuoso autoestop. Subo a la cabina junto al conductor. A doscientos metros recogemos a un lugareño, y otra veintena más allá, a una colegiala. El hombre ha subido a la parte de atrás, pero algo ocurre y no arrancamos. Tras un par de minutos de titubeos por su parte y distracción por la mía, caigo en la cuenta cuando miro por la ventanilla interior: la chavala no se atreve a viajar sola con ese hombre. Le ofrezco mi asiento en la cabina, me lo agradece con evidente alivio, gracias, de nada, y me marcho atrás. El causante del retraso más parece un pobre diablo que un peligro andante. Un hombre joven, avejentado, sucio y harapiento. Entiendo que la muchacha se sintiera incómoda, pero a juzgar por su gesto, él quizá se sienta humillado. El mundo tiene a veces estas injusticias que no son culpa de nadie pero que afectan a todos: conductor, muchacha, mozo y un servidor. A veces el aspecto lo es todo, y estoy convencido de que el hombre sería el primero en agradecer un buen aseo y mejores ropas. Seguro que el temor de la chica, que no le recrimino, se disiparía en el aroma de un buen jabón.

El hombre se apea el primero y los demás llegamos a la parada final en el pueblo. Lo primero es preguntar por el autobús que me saque de aquí en un par de días, pero la respuesta de la taquillera, que no habla inglés, es confusa. Ya veremos, preguntaré de nuevo en el albergue. Camino hasta una tienda de alquiler de motos y, tras un ejercicio de compostura ante la indolencia con que me hacen esperar, me hago con una y vuelvo al albergue tras comer algo, a tiempo de la excursión de la tarde.

La primera parada es junto a la carretera, donde el guía de hoy atrapa una serpiente arborícola medio adormilada que, como el escorpión, pasa de mano en mano y de cuello en cuello. Como el escorpión, su picadura no es letal, pero sí dolorosa. Como el escorpión, rehúso asirla, gracias. Ya me consta de otras ocasiones el tacto agradable de los ofidios, pero no siento ganas de repetir hoy. Nos acercamos luego a un manantial con piscinas naturales a las que la gente del pueblo viene a bañarse en familia. De hecho, está atestado. Mientras mis compañeros se bañan, un servidor pasea lejos y observa otro puñado de aves cuya identificación quedará para siempre en las tinieblas. Cuando regreso, el guía va pasando un lagarto de mano en mano. Cuando me llega el turno, declino, etc.



Nos conducen hasta un pequeño monasterio a cuyo pie unas cavernas albergan fauna. A la cueva de donde veremos salir a los murciélagos luego no se puede entrar. Está protegida no por normas de conservación de la naturaleza, sino por el pingüe provecho que su dueño obtiene de ella: cada dos semanas extrae el guano y lo vende por muchos cientos de euros.

La entrada al averno.


Provistos de linternas el guía nos va presentando, tomándolos en la mano, algunos de los insectos y arácnidos que habitan la cueva, grandes, mansos y extraños. Como parece ser preceptivo, a cada presentación sigue la ronda de manoseo del animalillo, y con ella mi abstención: no, gracias. Otros animales más activos son los murciélagos. El guía asegura que las dos especies que viven en este antro no tienen mayores problemas en aceptar la presencia humana mientras no arrastremos los pies. Según afirma, el ruido del calzado sobre la arena del suelo les disgusta. Con cuidado al movernos, nos ubicamos a oscuras donde nos indica el guía, que luego nos manda encender las linternas. Deslumbramos a los murciélagos con nuestros haces de luz a apenas unos metros, pero, efectivamente, no parecen muy impresionados. Sin embargo, los congéneres de otra especie en otra de las cámaras no son de la misma opinión y reaccionan a nuestra intrusión revoloteando entre nuestras cabezas. Es díficil creer que nuestra visita no les perjudique.


Bicho troglodita.

Murciélagos de la especie tranquila.

Murciélago de la especie nerviosa.

Arácnido.

Más murciélagos tranquilos.

Cuando ya no queda bicho viviente al que incordiar bajo tierra, volvemos a la superficie. Está atardeciendo y es hora de tomar posiciones para ver la salida en tromba de los murciélagos. No somos los únicos turistas, desde luego, pero nos vamos apostando a lo largo del camino, entre terrenos de labranza, al pie del monte. Una pareja de aves rapaces, probablemente ratoneros, monta guardia en las alturas y es claro indicio de que todavía no han salido. Con las últimas luces del día empiezan a verse algunos puñados sueltos de murciélagos que el guía es el primero en descubrir. En unos minutos los puñados se convierten en una sucesión ininterrumpida de animales. Desde la entrada misma de la caverna en lo alto hasta donde alcanza la vista en el horizonte de los campos, una recua negra y serpenteante de animalillos vuela en una misma dirección. El aleteo de millones y millones de murciélagos no sólo es audible, es el sonido del crepúsculo. Los ratoneros se aplican a conseguir un bocado de entre tantos como les pasan por delante, y se les ve volando inquietos entre el torbellino de sus presas, aunque es imposible juzgar si tienen éxito aun con los prismáticos, que van perdiendo uso a medida que la luz se hace más tenue.

La línea negra que parte del ángulo inferior izquierdo 
son miríadas de murciélagos.

Media hora de reloj duró la procesión y aún quedaban murciélagos saliendo cuando nos fuimos al caer la noche. Sin duda valió la pena consagrar el día a este momento. Quedamos todos hondamente impresionados con tamaño despliegue de vida silvestre. Según el guía, en unas cuantas horas los animales irían regresando tras alimentarse, pero ya en pequeñas bandadas. Nosotros regresamos también al albergue.

Me despierto a las cuatro de la madrugada (03.12.12). Abrigado con toda la ropa que tengo arranco en la moto y a las cinco estoy, el primero, a la entrada del parque. Entrada que no se puede franquear hasta las seis, según me indica el guarda. Pido permiso para echar una cabezada en una oficina cercana. Permiso concedido. La oficina está vacía, pero tengo tanto sueño que no me cuesta nada dormirme arrellanado en el frío suelo. A las seis menos cinco me despierta la alarma del reloj. Me lavo la cara en los servicios y hago un gesto a los guardas. Adelante. Como en Petra unos meses antes, mi impaciencia se ve recompensada con la satisfacción, acaso pueril, de ser el primero en entrar.

Recorro la carretera del parque despacio, saboreando el amanecer. Repito las paradas de dos días antes, pero en esta ocasión estoy solo de toda soledad y la sensación es distinta, íntimamente egoista. Repito en sentido inverso el paseo hasta la torreta de observación. Una pareja de grandes cálaos empieza el día revoloteando por encima de mí. Los aullidos de los gibones son el sonido hegemónico a esta hora, sobre el de los pájaros y demás fauna, aunque no alcanzo a divisarlos. Desde la torre puedo ver un montón de aves activándose en el lindero del bosque con el claro. También varios mamíferos, ardillas de distintos tipos y quizá algún pequeño carnívoro pero, pese a los prismáticos, se mueven tan deprisa que no puedo discernirlos con seguridad. Instalada ya la mañana, retomo la carretera y la voy recorriendo despacio. En el centro de visitantes se vuelven a ver los ciervos sambar y muntjac y de camino los consabidos macacos, que me iré encontrando numerosas veces a lo largo de la jornada. Tomo café y sigo. Veo pájaros, muchos e ignotos, pero pájaros al fin y al cabo, incluyendo algunas rapaces, tórtolas, oropéndolas, mosquiteros, cucales, currucas y muchos otros.

La torreta entre brumas matutinas.


Muntjac hembra.
 
Muntjac macho.

La justicia cósmica en la que sin embargo no creo parece enviarme una nueva señal. En el banco corrido de un solitario techado para visitantes junto a una de las cataratas, un cojín esratégicamente situado me impele a dormir la siesta. No puedo resistirme al hado y cumplo mi destino a conciencia: dormí una siesta de las que hacen historia. De las que se disfrutan sólo cuando se sabe de cierto que ni le esperan a uno ni uno espera a nadie, que no hay deber ni responsabilidad soterrada bajo el sueño, que todo el futuro se concentra en un punto y que hemos venido a este mundo y vivido esta vida hasta aquí para llegar a este momento en este lugar y dormir. Grandes mariposas revoloteando cerca me dieron una vez despierto la excusa a la que asirme para remolonear en el banco aún otro rato. Luego, vuelta al viaje. Me propongo conducir por todas las carreteras del parque, que como ya he dicho, son muy pocas.

El escenario de un gran éxito personal.

 Sambar.

Motorino.

Un grupo de fotógrafos con enormes teleobjetivos sobre trípodes enchufa sus cámaras con frenesí contra los árboles de una zona de acampada. Son turistas coreanos a los que un guía local va señalando las avecillas que acuden al reclamo de las grabaciones que reproduce en un aparato de mano. Así cualquiera, pienso, con guía profesional y cantos grabados también descubre un servidor el último endemismo tailandés. Aparco la moto y me quedo un rato parasitando sus medios. Un suimanga o similar concita la emoción desmedida de los fotógrafos, a juzgar por el ruido de las ráfagas de sus obturadores, que deben de echar humo. Cuando el desfile de aves decae, me marcho.

Remontando las revueltas de la carretera llego a la zona más alta del parque, donde es posible asomarse por una paseo entarimado en el bosque. El panorama es de selva inacabable entre colinas. Bellísimo. La carretera, muy rota y en la que mi moto tiene ventaja sobre los escasos coches que me siguen, acaba junto a una cancela guardada por un pequeño y aburrido retén militar. Custodian el paso al alto en el que se halla un radar de la red de defensa. Los mismos militares atienden un desabastecido chiringuito en el que me tomo otro café y algo de comer. También desde aquí las vistas son formidables, aunque en este otro valle se aprecia la actividad humana en la carretera y algunos claros.


 Macacos.


"Si sería" por cataratas...

Visito las demás cascadas que no ví el otro día, e incluso me baño, a solas, en una de ellas. Cuando cae la tarde inspecciono con parsimonia el ramal de carretera en que vimos el elefante, pero hoy no tengo tanta suerte. Al crepúsculo ceno algo en el restaurante junto al centro de visitantes, reposto un poco de gasolina y hago tiempo para la última parte del día: la conducción nocturna con personal del parque.

Un grupo de turistas alemanes se reparte en tres coches contratados de antemano, pero servidor es la  única persona apuntada in situ, y subo solo a una camioneta abierta en compañía de una muchacha tailandesa que maneja el reflector.  El paseo, de una hora, se me hace brevísimo. Si no hubo suerte con los elefantes, sí la ha habido con el conductor, que se deshace de los otros coches nada más empezar y auspicia así un cierto aire pionero para la excursión. La chica descubre una civeta al poco rato, que sale disparada en cuanto se convence de qué somos. Ciervos hay muchos pastando, de los dos tipos, sambares y muntjaques. Y puercoespines, primero una pareja caminando junto a la carretera, y más tarde otro solitario, también cerca del camino. Como su defensa es estática, no se inmutan más allá de erizar un poco las púas al principio y se dejan ver con calma.

¡"Night drive"!

Puercoespín.

Termina la conducción y termina mi segunda visita al parque. Contento, satisfecho y relajado, bajo con la moto despacio a la entrada y de ahí hasta el albergue. A dormir, que el día ha sido muy largo.

Devuelvo la moto en Pak Chong a primera hora y me acerco a la estación de autobuses (04.12.12). No, aquí no, desde aquí has de dar esta vuelta y esta otra para ir a Sukhothai. Conforme. Un motorista me lleva a la estación donde coger el que me conviene. La tal estación es un restaurante de mala muerte con un taller de coches en el que no hay nadie con aire de viajero, tailandés ni foráneo. ¿Seguro que es aquí donde he de coger el autobús para Sukhothai? Sí, sí, me tranquilizan las dos mujeres que se ocupan mientras me venden un billete que no deja de parecerme dudoso.

La parada del autobús.


Mi suspicacia, aunque prudente, es desmentida por un flamante autobús, moderno y con aire acondicionado, del que una azafata uniformada desciende para indicarme mi asiento. Perfecto. Cinco horas y pico de  más tarde (pese a que las carreteras tailandesas son bastante buenas e incluso hay autopistas) he de cambiar de vehículo en Nakhon Sawa. Diez minutos justos que empleo en la obligada visita al servicio y trincar algo de comer. Otras tres horas y por fin llegamos a Sukhothai. Soy el único turista a esta hora de la noche y un taxista me ofrece con corrección transporte y alojamiento. Rechazo su oferta, pues no quiero dormir en el bullicioso centro del casco nuevo, si no en algún hotel inmediato a la zona arqueológica. Regateo con otro taxista con tanto afán que, una vez en el coche, me demuestra con un documento oficial que le he forzado a rebajar el precio estipulado. En cualquier caso no pierde el buen humor. Echamos a andar cuando oigo un ruido en la parte de atrás. Mi mujer, dice el chófer. ¿Cómo?, ¿atrás en la caja abierta cuando ya refresca? pare Usted, que yo me puedo abrigar y me cambio por ella. Quite, quite, no se preocupe, estará bien. Sea. Como cientos de veces antes y cientos de veces después, me pregunta nacionalidad y estado civil. También la edad. Debo estar fatal, muy cansado o él muy cegato, porque cuando le desafío a que la adivine, me suelta que sesenta años. Demasiados son todavía. Llegamos a la zona arqueológica, a unos quince kilómetros de la estación, y me deja en un hostal con buen aspecto. Inspecciono la habitación antes de dar el visto bueno: acogedora y tranquila, frente a frente de los monumentos, como era mi deseo. El taxista ha cumplido bien su cometido, le pago, hablo con casa, ceno algo, y a dormir, que mañana quiero madrugar.

Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. ¡Por fin te has resarcido viendo animales, así sí! Mucho mejor el elefante, los monos y los ciervos que la sarta de insectos, arácnidos y demás, qué ajjjjco.

    Besos,
    Yoya

    ResponderEliminar
  2. Chaval y cada día escribes mejor, pardiez.

    ResponderEliminar
  3. Jopé, así que despertaste de tu siesta aparentando 60 años, no será que te ha pasado lo de Rip Van Winkle, que se pegó un siestón tal que al despertarse habían pasado unos 50 años??? Enfín Fernando, aquí seguimos esperándote , Feliz Navidad y Próspero 2053!!!

    ResponderEliminar
  4. Olé. Qué bueno! Qué bonito todo! Qué alegría y qué alboroto! Me encantan los macacos, los gibones, los ciervos, los puercoespines, la serpiente, los murciélagos, y el elefante! El paisaje tb. Hasta el tigre disecado, jajjaa, que da risa, el pobretico. Muy bien por ser el primero en el parque y doblemente bien por no dedicarte a manosear los bichos. Así sí! :)
    PD: qué orejillas el elefante!

    ResponderEliminar