viernes, 14 de diciembre de 2012

XXVI. Camboya (ii).

Queridos lectores:

Deshice el camino desde Banlung en un minibús que me recogió de buena mañana (22.11.12). Lo preferí al autobús porque se suponía más rápido, aunque fuese más incómodo. La idea es llenar las filas de asientos con tanta gente como se pueda por lo que, aprovechando mi mayor corpulencia, me inflé como un sapo hasta que el conductor se contentó con el número de pasajeros. Tardamos en salir del pueblo como es de rigor y por la  carretera genera, muy maltrecha a partir de Stan Trung, llegamos a Kratie después de varias horas y sin más novedad que la tortura de la música popular con que el conductor nos amenizó. Ya lo he dicho en alguna crónica anterior, pero de todos los males y peligros que acechan al viajero, casi ninguno tan insidioso como el de tener que soportar horas y horas de musiquilla popular a todo volumen. sobre todo porque no hay posibilidad de escape.

Kratie es una fea ciudad cuyo única virtud es ser ribereña del Mekong, a cuyo frente se ubican los escasos hoteles y restaurantes destinados a los turistas. Bajo un sol de justicia, me instalé en el segundo hotel que inspeccioné, en una amplia habitación con vistas al río y barrotes en el interior del ventanal. Para evitar que las ratas trepen por la fachada, me dijeron. Quién sabe.

Nada más llegar el muchacho de recepción me ofreció llevarme a ver los delfines del Irawaddi. Efectivamente, Kratie es la segunda oportunidad para quienes, como un servidor, no los hayan visto río arriba. Un taxista en motocicleta me llevó a una media hora del pueblo, a un trecho portegido del río donde se concentran estos animales. Me uní a un matrimonio alemán por diversión y para abaratar el coste del paseo en barca, y allá fuimos. Aquí la cosa es más fácil que en las cuatro mil islas, y en cinco minutos ya estábamos avistándolos. Una pareja aquí, un trío allá, otro ejemplar acullá. A cada rato emergían para respirar cerca de la barca, a no más de una veintena de metros, y se veian unos cuantos. Aunque ni la cámara ni el fotógrafo estaban a la altura de la ocasión, pude tomar alguna fotografía para probárselo a mis incrédulos compañeros de viaje de Laos, a quienes luego dí cuenta por correo electrónico.

Algo más de una hora y cuarto estuvimos entre delfines, con algunas barcas más alrededor. He de decir que los capitanes se conducían con prudencia, apagando el motor (son tremendamente ruidosos los toscos fuera borda que montan por estos lares) y dejando que fueran los cetáceos quienes decidiesen o no acercarse más. Parece que tienen bien entendido el concepto y miman esta fuente de ingresos que, tal y como está la ciudad hoy día, constituye claramente su único pero poderoso atractivo turístico.

Acabado el paseo, desde la terraza elevada sobre el embarcadero seguí viendo los delfines durante otra media hora. Me acompañaban bastantes lugareños que parecían pasar la tarde tranquilamente disfrutando del espectáculo. Me desquité con gusto de la frustración de la otra vez, y me deleité una vez más con lo que para mí es uno de los grandes goces que ofrece el mundo: la observación de fauna en libertad. Cada animal salvaje que consigue sobrevivir es un testigo de que el planeta no nos pertenece sólo a nosotros. Conviene no olvidarlo.

Los delfines del Irawaddi existen y están aquí.






Pescador lanzando la red.

Ahí mismo viven los delfines.
 
Lagarto mimetizado.

¡Tal que así los he visto!

A todo lo largo del camino al pueblo se alineaban casas de madera construidas sobre postes, con una parcela más o menos grande alrededor. A la puerta de un par de colmados unos altavoces soltaban un discurso a todo volumen que lo mismo hubiera podido ser un programa radiofónico, un discurso político o una homilía. El caso es que la megafonía atronaba y un servidor se preguntaba cómo podía soportarlo la gente del barrio.

Paseé junto al río, ya en Kratie, para contemplar el atardecer y conversé un rato con Ule, un jubilado danés residente en Australia que frecuenta esta parte del mundo, mientras me tomaba un batido de frutas. Como de costumbre entre viajeros, muchos consejos prácticos y algunas reflexiones generales, pero siempre es agradable compartir una charla interesante. Cené por mi cuenta y así acabó el día.

La esquina más bonita de Kratie

No es la cárcel, sino el hotel.

Salí a correr muy temprano río abajo, mientras el pueblo se ponía en marcha (23.11.12). Algún chaval me chocó la mano como saludo, y la mayoría de la gente me miraba levemente sorprendida. Según me alejaba del centro pude ver algunos barrios típicos: una pequeña lonja de pescado al aire libre funcionaba ya en una esquina, los niños más rezagados entraban en el colegio, las señoras barrían la entrada de las casas (para acumular la basura dos palmos más allá), y quien tuviera una moto andaba ocupado en cargarla con fardos de forma inverosímil. El panorama era de notoria modestia, si no pobreza, aunque no parecía faltarle alimento a nadie, ni un lugar en el que cobijarse ni, acaso lo más importante, buena disposición para empezar el día.

Vistos los delfines no tenía más que hacer en Kratie, así que me fuí para Phnom Penh a media mañana, cuando el minibús, de horario incierto, tuvo a bien pasar por el hotel. Tardamos un buen montón de horas por la penosa carretera general hasta la capital. Me cuesta y me seguirá costando entender que los gobiernos de países pobres no den prioridad a las vías de comunicación donde prácticamente todo movimiento depende de ellas: sea comercial, sanitario, social o de cualquier otra índole. Será la corrupción o será la incompetencia, pero es un onerosísimo atraso que pagan sus ciudadanos.

El viaje fue amenizado por una furgoneta que, en sentido opuesto, decidió pasarnos rozando a todo trapo. Tanto que arrancó de cuajo el retrovisor, para indignación del conductor que se tuvo que aguantar con recogerlo del suelo e intercambiar algunas palabras con los responsables, a cierta distancia. No creo que nadie tenga seguro a terceros aquí. Tras más de cinco horas y pico de viaje total, a la puesta del sol llegamos a la bulliciosa capital.

El conductor con el retrovisor difunto.

En moto fui desde el mercado central a un café cercano a la casa de Annika, mi anfitriona aquí. El conductor no tenía ni idea de adónde íbamos, pese a su solemne promesa inicial en contrario, y dimos más vueltas de la cuenta bajo una lluvia incipiente. En el café me entretuve esperando a que Annika saliera del trabajo jugando al ajedrez. Al ajedrez camboyano, que difiere del nuestro en los movimientos de varias piezas. Es algo más lento, pero contando con la paciencia de un simpático maestro jugué y perdí un par de partidas. El hombre sabía jugar también al ajedrez que ellos llaman internacional, cambiamos de modalidad y cambiaron las tornas, por suerte: ganó un servidor otro par de partidas.

Tan inmerso estaba en el juego que cuando llegó Annika me excusó por un rato mientras ella despedía a un huésped anterior. Subimos luego a su casa, en un ático de este barrio algo alejado del centro, sin turistas ni adornos. Phnom Penh como lo vive buena parte de sus habitantes. Annika, finesa de origen y británica de adopción, enseña inglés en un colegio privado desde hace seis años. Vino huyendo de la sociedad de consumo en busca de una nueva vida, y la encontró aquí. Habla camboyano con eficacia, si no soltura, y es muy hospitalaria. Sin dejar de hablar bajamos a cenar algo rápido enfrente, y continuamos luego la conversación hasta muy tarde antes de irnos a dormir. 

Ajedrez, sí, ¡pero camboyano!

Annika me explicaba que el país aún acusa los estragos del régimen de Pol Pot. Una generación entera de gente instruida fue destruida. En menos de un lustro el país retrocedió siglos enteros y quedó postrado, despojado de conocimientos y despoblado de quienes pudieran procurárselos hasta formar a una nueva generación. El régimen actual, bajo la apariencia de democracia, es la dictadura de un antiguo gerifalte de los Jemeres Rojos. Tanto que las actuaciones para enjuiciar a los responsables de aquella barbarie han sido detenidas en cuanto han rozado su círculo personal. Los tribunales son poco operativos, y los responsables van muriendo con la edad sin que casi ninguno haya sido punido. Aun hoy, una opinión indiscreta en voz alta puede reportar graves perjuicios a su autor.

Annika se fue de madrugada al trabajo, y un servidor tardó poco más en salir a visitar la ciudad (24.11.12). Circulando en un atasco permanente de camiones y ciclomotores, con mucho polvo, mucho calor y todo el caos del mundo, atravesando aceras y subvirtiendo el sentido legal de la marcha según hiciera falta, me llevó el motorista hasta los denominados killing fields (los campos de la muerte). A unos kilómetros de la ciudad, en lo que hoy es fundamentalmente un descampado y antes fue un santuario, los jemeres rojos asesinaron a millares de personas en los años setenta del S. XX. El lugar es agradable para pasear, y a primera vista nada sugiere su terrible pasado. Un edificio estilizado preside el área, y algunos carteles sueltos dan cuenta de lo que había en cada esquina. Por eso conviene valerse de la audioguía. La percepción del lugar cambia drásticamente. Los turistas pasean sombríos escuchando las barbaridades que cuenta el locutor, a cual mayor y más sobrecogedora.

¡Esto es la guerra!


Se pasa por fosas comunes, de las que todo el vestigio es una urna con huesos rotos. El árbol de la muerte, contra el que los verdugos estrellaban a los niños. Fotografías de otras fosas excavadas con esqueletos al aire. Urnas con restos de ropa de las víctimas. Lo más impresionante, como en Mauthausen, como en Budapest, como en Sighetu Marmatiei, como en Jerusalén, como en Hiroshima (la lista es siempre demasiado extensa y podría haberla ampliado con facilidad en este viaje), son los testimonios de los supervivientes, en este caso recogidos en las grabaciones. El resto es accesorio. Las vivencias de quienes se tuvieron que enfrentar a estos horrores son espeluznantes. Hay además mucha literatura al respecto. Me conformé con leer uno solo de entre tantos libros: When broken glass floats, de Chanrithy Him. Impresionante y bien escrito. El régimen de Angkar, el nombre con que los Jemeres Rojos intentaban despersonalizar su sistema, estuvo jalonado de monstruosidades a cuál más tremenda y absurda. Por ejemplo, al exterminio de miles y miles de niños siguió una política de matrimonios forzosos para recuperar la población diezmada. Más que diezmada: se calcula que en torno a una quinta parte de todos los camboyanos sucumbió en los algo menos de cuatro años que duró la locura. 

La torre, en el centro del recinto.

Fosa común de 450 víctimas.


Árbol de la muerte contra el que los verdugos golpeaban a los niños.

Restos de huesos encontrados tras la excavación de 1980.

Acabo la visita en la torre conmemorativa. Sólo al acercarme me doy cuenta de que me esperaba lo peor. Cientos de calaveras han sido recuperadas en alacenas acristaladas para dar testimonio de tanta vesania. No son huesos anónimos. Nos podrán resultar desconocidos a los visitantes, pero cada una era una persona con identidad y personalidad propias. No existe anonimato en el sufrimiento, que se lo pregunten a sus familiares. Aunque sólo sea por compasión, les debemos un respeto mayor que negarles también el nombre en el recuerdo.


La torre está literalmente repleta hasta arriba de calaveras.


Féminas camboyanas de entre quince y veinte años de edad.
Declararlas anónimas me parecería una falta de respeto.

Cuando estuvimos en Camboya Rocío y un servidor, nos asustó la cantidad de gente mutilada que vimos en Siem Reap. Según nos contó el guía que nos acompañó a visitar algunos templos, la mayoría eran víctimas directas de los Jemeres Rojos o de las minas antipersona que alfombran el país. Él mismo había perdido un hermano torturado y ejecutado por intelectual: era profesor. En este viaje no ví mutilados, sí muchísimos jóvenes que parecen haber dejado atrás este episodio funesto y encaran una era nueva con educación y oportunidades de prosperar, aunque sea con mucho esfuerzo.

Me entretuve antes de salir en manosear los libros de la tienda. Como digo, hay mucho, muy bueno y muy serio, escrito al respecto, pero sigue siendo imperdonable el desconocimiento que tenemos de este trágico capítulo de la Historia, tan cercano y tan grave. Los Jemeres Rojos fueron un régimen reconocido por la mayoría de los países en la Organización de las Naciones Unidas. Nadie movió un dedo por los camboyanos. Nadie. Sólo sus excesos para con el vecino Vietnam, recién salido de la guerra con los Estados Unidos de América, propiciaron su invasión y derrocamiento.

Esta vez no había niños haciendo preguntas a la salida. Sí estaba la hija de la tendera, acunada en una hamaca. Y también la compostura de saber que la visita a estos espantos aún no estaba más que mediada.


Con el mismo motorista regresé a la ciudad. Siguiente parada: Security 21 (seguridad 21), S-21, Tuol Sleng. La cárcel en el centro de Phnom Penh en la que otros miles de camboyanos fueron torturados y asesinados por los Jemeres Rojos. La vileza de estos carniceros no tenía límite: para mayor escarnio, la prisión era antes una escuela cuyas aulas tabicaron de la manera más chabacana para construir celdas.

La cárcel es abominable. El decálogo de de los guardianes, expuesto en un cartelón, da una remota medida de su crueldad. Por mencionar sólo una de las reglas:  durante el apaleamiento o el electrochoque, está prohibido gritar fuerte.


 

Todos y cada uno eran alguien importante.

Grilletes.




Había también un par de señores mayores, supervivientes de este infierno, que vendían libros de sus memorias y charlaban con quienes quisieran acercarse a ellos. Me excusé interiormente pensando que su inglés sería insuficiente, pero sobre todo me sentí incapaz de afrontarlos, ¿qué decirles? Les saludé respetuosamente y seguí adelante.

Estas crónicas son sólo eso, relatos de un viaje y no tienen más pretensiones. No soy macabro ni disfruto con estas visitas, más bien las sufro hasta el límite de lo que me parece decoroso en público. Tácheseme de huero predicador, pero creo firmemente que es nuestro deber combatir siempre la injusticia, grande o pequeña. Lo menos que podemos hacer es cobrar conciencia. Lo menos que debemos a toda esta pobre gente es tenerla presente.

A la salida sí había un niño. Trabajando. Un vendedor ambulante de libros y pañuelos.
 - Lo siento, son muy interesantes (y piratas: fotocopias encuadernadas muchos de ellos), pero no compro libros, no puedo cargar con cosas.
- Entonces un pañuelo, que ni estorba ni pesa.

Lo dejamos en una invitación a sendos refrescos para él y para una compañera suya. Había tenido bastante. Fui a airearme por el que llaman waterfront, la orilla del río Tonle Sap que confluye con el Mekong sólo unos pocos metros más allá, dentro de la ciudad. Allí se apiñan los establecimientos para regalo de los turistas. Paseé un poco, comí algo y me fui a casa.

Trabajo infantil, con una sonrisa, pero trabajo al fin y al cabo.



Acababa de celebrarse una reunión de la Asociación de Naciones 
del Sudeste Asiático (ASEAN), con el presidente Obama de invitado.

Confluencia del Tonlé Sap (en primer plano) con el Mekong.


Las mismas Naciones Unidas que para su eterno oprobio permitieron sentarse en su seno a los Jemeres Rojos son las que acordaron mucho antes regirse por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo artículo primero es un monumento de la inteligencia humana y una quimera:
"Todos los seres humanos nacen libres e iguales en libertad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros."
Abrazos para todos.

6 comentarios:

  1. Con el corazón en un puño me has dejado. Estoy totalmente de acuerdo contigo en todo: jamás debemos perder nuestra capacidad de compasión hacia los sufrimientos humanos. Es algo que, según nos hacemos mayores, vamos comprendiendo mejor. Además creo que es obligatorio acercarse a esos sitios para vislumbrar siquiera un ápice de esa montaña de sufrimiento humano que no puede quedar en el olvido. Gracias por compartirlo con todos.

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  2. Uf, vaya entrada. Por partes.
    Que digas lo de la música no es digno de ti. ¿Cómo puede ser que el Máster Of Brasas Tour sea incapaz de aleccionar a incautos conductores para que dejen de vomitar música tronante? No, muy mal.
    Lo de los delfines, emocionante. Qué bonitos, los he mirado en Google, y son tipo beluga. Preciosos. Eso de que no estamos solos en el planeta es bien cierto.Raphael está grabando, again, el especial de Navidad. Malditos alienígenas; hasta en la Nostromo estaban más tranquilos,
    El careto del conductor es un poema. Y los demás mirando como sí hubiera pasado el Halley.
    Ahora, las ratas. ¿Qué comen las ratas en Camboya, muchacho? Porque si no han de caber por la reja de la ventana del hotel han de estar gordas como pollos cebados. A mi que son otra clase de ratas.
    Y ahora, los killing fields. Vi hace tiempo la película y me impresionó. Mierda de especie somos. Capaces de imponer el terror unos sobre otros de las maneras más cruentas. Ahora mismo se están juzgando los vuelos de la muerte en Argentina. Y acaban de condenar a un militar serbobosnio por genocidio. Tarde y mal, pero a veces esos crímenes se reparan. Y el único triunfo que le veo a esto es que se conozcan todas esas atrocidades. Que no queden en el olvido. Porque, como bien dices, cada una de esas personas éramos nosotros mismos, con nuestras ilusiones, nuestros empeños y nuestros fracasos. Qué triste. No deja de sorprender cómo la voluntad de unos pocos condena al horror a muchos. Qué poco le cuesta al ser humano deslizarse hacia la barbarie. Un fracaso.

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    1. Pablo, que no te enteras, las rejas no son para impedir que entren las ratas porque, efectivamente, serían de tamaño gigante, las ponen por dentro para que no les sirvan de enganches para trepar por la fachada...

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    2. Jajjjaaja, bien visto, Rocío. ¡Qué obtuso soy!

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  3. Las ratas que teníamos en Senegal harían una cárcel para humanos con esas rejas.

    Y de lo demás, qué pasote de delfines (parecen belugas) y cuánto hdp suelto que hay por ahí. Encima hoy con lo de la matanza de chavalines en EEUU... qué cosa más triste.

    Sea como sea, ¡qué sigan las aventuras!

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  4. Y ahora voy yo y hago una falta de ortografía...

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