martes, 6 de agosto de 2013

XXXVIII. Irlanda.

Queridos lectores:

Salí del JFK de NY por la tarde (31.03.13). O sea, salí del aeropuerto de Nueva York por la tarde. Cruzamos el Océano Atlántico y aterrizamos en Dublín de madrugada.

Me hubiera encantado disponer de al menos unas horas para revisitar Dublín después de casi treinta años y saludar a algunos amigos, pero el día que sumé al viaje de un año con la comprensión de Rocío debía ser el de mi regreso.

Cosecha de América.

Bienvenidos a Dublín.

El último avión en un año y un día.

Sobrevolé mi casa y aterricé en

XXXIX. España.

Más de cincuenta vuelos y ni una sola vez me perdieron la mochila. Tampoco en el aeropuerto de Madrid. El control de pasaportes consistió sólo en una miradilla del policía nacional.

Había imaginado el reencuentro un montón de veces, no por ninguna razón especial, acaso por el placer de anticipar la felicidad. Me imaginaba corriendo para abrazar a Rocío, y a algún descuidero aprovechando la distracción para afanarme la mochila.

No fue así. Era demasiado temprano y los rateros de aeropuerto debían de estar durmiendo.
Sí fue así. Me venció la alegría y salí disparado a por Rocío en cuanto la divisé entre la poca gente que aguardaba a la salida.

¡Qué alegría y qué felicidad!

Ambas plenas. No necesito explicarlas.

Con Rocío, por fin.

En un plano infinitamente menor, saber que en los próximos días no tendría que preocuparme por el alojamiento, ni hacer planes, ni buscar anfitriones, ni conseguir billetes de viaje, fue ciertamente un gran descanso. Y una pérdida también. Viajar es un trabajo que me gusta. No me gusta, me apasiona.

El viaje ha terminado.

Ha sido fantástico, por usar un solo adjetivo. Recorrer una porción respetable del mundo, más de una treintena de países, como un astronauta a ras de tierra, conocer a tanta gente, ver tantos animales, visitar tantos lugares, contemplar tantas maravillas, aprender tanto. Sentirse invitado del mundo ha sido casi lo mejor.

Por si alguien lo echase de menos, listo los países por los que he pasado: España, Austria, Eslovenia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Macedonia, Albania, Turquía, Líbano, Jordania, Israel, Irán, Tayiquistán, Uzbequistán, Kirguistán, Rusia, Mongolia, Corea del Sur, Japón, La China, Taiwan, Hong Kong, Laos, Camboya, Tailandia, Myanmar, Singapur, Malasia, Brunei, Filipinas, Indonesia, Australia, Nueva Zelanda, Los Estados Unidos de América, Canadá, Irlanda un poquito y España de nuevo.

Como decía Juan, cuando estés por ahí serás sólo Fernando. Nadie te conocerá y a nadie le importará de qué manera vives o quién eres en tu pueblo. Serás lo que hagas y digas en cada momento, nada más.

Sabias palabras. Ha sido genial ser simplemente Fernando.

También ha sido duro a veces. Sin la red social, claro signo de los tiempos que vivimos, el viaje hubiera sido otro. Reitero mi agradecimiento a todos los que me acogieron, acompañaron, aconsejaron, alimentaron, orientaron, ayudaron y me brindaron su amistad. Y mi admiración por su altruismo.

A algunos los puedo llamar ahora amigos con el corazón abierto. Incluso de regreso en Madrid ya he tenido la suerte de ver a mi amigo Tom, de Hawai'i con su hijo Matt, madrileño de adopción, y de recibir en casa unos días a Jasmine, de Taiwán. Y también la de ofrecer nuestro hogar a algunos viajeros, pocos de momento, pero ya irán viniendo.

Sin el apoyo de todos los que ya erais mis amigos y lo habéis demostrado mientras estaba fuera, también el viaje habría sido otro. A todos, empezando por mis hermanos y familia, mi agradecimiento, por ayudarme en algunos apuros, por hacerme sentir vuestro cariño en correos electrónicos, mensajes en estas crónicas, llamadas telefónicas por internet, y a través de Rocío. También a los que lo intentasteis pero os vencieron las barreras de internet, no importa. Y a los que me habéis testimoniado vuestro interés una vez de regreso.

Dos días más tarde me acerqué al despacho. Ya di las gracias a Borja al principio de estas crónicas y justo es reiterarlas ahora. También sin su apoyo y el de Aurina, Cristina, Alice, Marta y Pepo el viaje habría sido otro.

Quiero creer que este viaje no será una experiencia única. Quiero creer que se repetirán otros semejantes. Es lo que deseo.

Ahora debería hablar de Rocío. Pero no es necesario. Ella lo es todo.

Abrazos para todos.

lunes, 5 de agosto de 2013

XXXV. Los Estados Unidos de América (y v).

Queridos lectores:

Algo más de cuatro horas y media tardé en cruzar de la costa del Pacífico a la del Atlántico (28.03.13). Aterricé en Newark, y para ir de allí a Nueva York, New York, NYC o como queráis llamarlo, tuve que esperar a que saliese un autobús exprés a las tantas de la noche.

Me apeé en Times Square y sin pérdida de tiempo bajé al metro. Para variar, el servicio de algunas líneas estaba interrumpido, así que hube de completar el trayecto en taxi. El resultado fue que llegué muy tarde a casa de Michelle, en un barrio que lleva el bonito nombre de Sunnyside (el lado soleado), en Queens.

Llamé al timbre del portero automático y, oh desgracia, se quedó atascado, sonando y sin que hubiera manera de hacerlo parar. Muy apurado, intenté desatascarlo de mil maneras, pero no hubo caso. Tuvo que ser David, el compañero de piso de Michelle, quien desvelado de su sueño lo remediase. Vaya entrada triunfal.

Aunque ambos debían ir al trabajo pocas horas después, Michelle tuvo la gentileza de esperarme con algo de cena preparada. Lo he dicho y lo repito: la gente de esta red social es verdaderamente fenomenal. Llega uno intempestivamente a cualquier sitio y le están esperando con la mesa puesta y la cama preparada. Mejor imposible.

Puede que no duerma nunca, pero de noche NY bosteza.

Michelle es economista pero trabaja como auxiliar en un despacho de abogados, en el que la mayor parte del tiempo, según me decía, su labor consiste en no hacer nada (29.03.13).

Me despedí hasta la noche de mi simpática anfitriona y quedé al cuidado de David, no menos simpático, que me acompañó un trecho en el metro. Ambos íbamos a Manhattan, servidor de visita y David a la faena en una óptica. Curioso trabajo para quien estudió Historia y se especializó en el período comprendido entre el Cisma y la Reforma.

Ya a mi aire me dirigí al distrito financiero, primero a desayunar y ubicarme, acto seguido para visitar la zona cero. Un enorme rascacielos, llamado la Torre de la Libertad, Freedom Tower, está acabando de erigirse en el solar que antaño ocuparon las Torres Gemelas, a las que ya supera en altura.

Alzando la vista me costaba creer que trece años antes estuviese en lo alto de una de ellas con Rocío. Entendiéndome en español, como es tan habitual en Nueva York, un vendedor ambulante me dirigió a la taquilla de entrada. Pregunté: en torno a una hora de cola para visitar lo que queda visitable de la zona cero, poco, y las exposiciones sobre el once de septiembre, probablemente demasiado. Renuncié y seguí el paseo.

Pequeños grandes placeres.

Freedom Tower.

Era Semana Santa y la ciudad bullía de turistas. Oía español por todas partes. Tras casi un año sin oír ni hablar castellano más que por internet y con Rocío cuando me acompañó, la sensación se me hacía muy rara. Incluso vulgar: era el heraldo de que me acercaba a casa y el viaje llegaría pronto a su conclusión.

El "Toro embistiendo" ni se ve entre tanto turista.

Como antes en Sydney, también en NY tenía el canon de visitas debidamente cumplimentado, por lo que fui a ver sólo lo que me apetecía, y no lo que pudiera ser de rigor. Entré en el Museo del Indio Americano. Diríase una exhibición desgajada del antropológico de Vancouver, pero como casi siempre, lo que más me gustó fue la sección de libros de la tienda. Algo encontré que llevarme a casa.
En el Museo del Indio Americano.

Entre un mar de visitantes subí al transbordador de Staten Island. Además de ser gratis, en el trayecto se obtienen algunos panoramas inmejorables de Manhattan, Ellis Island y la Estatua de la Libertad. Como todos los turistas, tan pronto arribamos a la isla reembarqué por la otra puerta, y como todos los turistas, pasé de proa a popa y de babor a estribor según correspondiese para fotografíarlo todo con avidez. 

Ellis Island, antiguo puerto de entrada para los emigrantes.

La Estatua de la Libertad.

Manhattan desde el ferry de Staten Island.

Siguiente parada: Empire State Building. Para sortear las enormes colas que se forman a la entrada, compré un billete a uno de los vendedores de las calles adyacentes. Pero una vez dentro resulta que no me franquearía el paso como me habían prometido o como servidor había querido entender. Hablé con la supervisora de seguridad, que me ofreció canjearlo y regresar a la cola, etc. No vale la pena, gracias, contesté resignado.

Para mi enorme sorpresa, la señora, que se llamaba Marisol, decidió compensarme acompañándome personalmente hasta el inicio de la fila, por delante de absolutamente todo el mundo. Enormemente agradecido por haberme ahorrado quizá una hora de espera, me despedí de mi benefactora, subí al ascensor y disfruté del panorama de la ciudad entera.

No ví ningún halcón peregrino sobre mi cabeza en esta ocasión, pero sí el fenomenal bosque de rascacielos de Manhattan. Confieso que después de haber estado en Tokio me impresionó menos que la primera vez. Aunque nueva York me sigue gustando mucho, Tokio me resulta más moderna y formidable.

Un paseo por el vestíbulo de Grand Central Station, un vistazo al Chrysler Building, cuyo interior no se puede visitar sin invitación, y una larga caminata hasta que se hizo de noche, por el Rockefeller Centre y aledaños, completaron la excursión por la Gran Manzana.




En el Empire State Building.

The Rockefeller Center.


De regreso en casa David me propuso tomar unas cervezas en el bar de la esquina. Acepté encantado con el solo ruego de que avisase a Michelle por teléfono.

Hablando de lo que había estado haciendo en Vancouver y de la Pascua Judía, David dudaba de mis definiciones de ateísmo y agnosticismo. Las revisamos en internet por gentileza de su teléfono móvil y, cuando no parecían quedar fuentes más sabias a las que recurrir, David interpeló a su amigo el camarero:
- Ni idea, pero ya es primavera y las chicas pronto empezarán a ponerse ropa de verano.
- (Al unísono) Amén.

Al rato llegó Michelle. Antes del despacho de abogados había trabajado en microcréditos para el desarrollo y por ese motivo vivió varios años en Bangla Desh, cuyo idioma habla y donde incluso estuvo casada. El matrimonio se concertó mediante la simple firma de su marido en un registro, y se deshizo sin aspavientos del mismo modo. Hubo quien ni se enteró de que estaba casada. Todos tenemos algo que contar, desde luego. Así despedimos el día, con aperitivos y cañas.

Entre Michelle y David.

Michelle había quedado con amigos para acudir al festival indio de Holi en un barrio algo alejado (30.03.13). Con ocasión de esa festividad, los indios organizan luchas amistosas de pintura y
Michelle me convenció para asistir.

Antes charlamos un rato. Según Michelle, la situación de las mujeres es ostensiblemente mejor en los E.U.A. que en Bangla Desh, donde, entre otras cosas, ella tuvo que soportar mucha presión de su familia política, a la que desafiaba con atrevida (para ellos) ropa occidental. Michelle opina que el gobierno de Obama está contribuyendo al progreso social en su país con instituciones como el matrimonio entre homosexuales, la atención sanitaria universal, el control de armas, etc. Son avances aislados, pero todo suma, decía.

Recogimos pues a Lisa, rusa, Gerry, compañera de trabajo de ascendencia portorriqueña, y Alan, de origen bangladesí, y allá marchamos, bebiendo en el metro la poción mágica de Michelle: latas de cerveza escondidas en vasos de café y sorbidas con una pajita.

Tomamos el metro y luego anduvimos y anduvimos. Las chicas se empeñaron en entrar en una zapatería de ocasión y, aunque la conversación con Alan me resultaba amena (me reprochaba que siendo español no supiese disfrutar debidamente de los éxitos de nuestra selección de fútbol), no quería dedicar ya más tiempo a lo que parecía no iba a suceder nunca, así que al rato me despedí.

Michelle, Alan, Lisa, servidor y Gerry, con café (o no).

Manhattan visto desde Sunnyside.

Pedro, el taxista que me devolvió al centro, resultó ser argentino. Llevaba aquí décadas, pero la novia la tenía en Buenos Aires.
- ¿Y por qué no una novia neoyorquina?
- ¡Y ... no!, ¡aquí todas son princesas, te rompen las pelotas!

Me fui a:

XXXVII. La Organización de las Naciones Unidas.

Que tiene status de territorio internacional y no de los E.U.A., pero sólo a enviar unas postales y curiosear en la librería.

Y regresé acto seguido a

XXXV. Los Estados Unidos de América.

Para pasear por sus inmediaciones. Admiré los rascacielos, incluyendo mi favorito del Citicorp, y en metro cambié de zona. Bajé hasta Washington Square, a saborear el ambiente de fin de semana, con mucha gente relajada en el césped, leyendo, comiendo, tocando la guitarra y disfrutando de una tarde soleada. De allí caminé a la que se anuncia como la librería más grande de la ciudad, que estaba cerrada. Qué chasco. Pero tenía más planes.

El Citicorp al fondo.

En Union Square dí pronto con los jugadores de ajedrez que desafían a los viandantes. Cinco dólares por partida me exigía el primero.
- Es mucho, sólo si pierdo.
- No, siempre. Para algo pongo mesa, sillas, tablero, piezas y reloj.
El hombre no le llegaba a la suela del zapato a ningún taxista asiático. Pregunté al siguiente. Cinco dólares pero sólo si pierdes.

Perdí, pero nada más que la primera partida y por tiempo. Le gané todas las demás y me marché cuando ya era de noche. A pesar del lucro cesante, el hombre parecía disfrutar del juego hasta que paré el reloj en la última cuando su posición era desesperada e interpreté su gesto como de abandono.
- Me debes cinco dólares por abandonar.
- Sí, hombre, si has abandonado tú, tu posición da pena.
Y me fui tan tranquilo.

Washington Square.

Ajedrez en Union Square.

Además necesitaba reservarme tiempo para otra librería, no la más grande, pero una de ellas. En hora y media de batida sólo me llevé un libro. La receta secreta: uno, moderación; dos, sólo podía pagar con efectivo e iba un tanto justo. Como averigué después, el banco decidió ¿protegerme de mí mismo? bloqueando la tarjeta de crédito, extrañado de que vinieran cargos de países variopintos. Para el próximo viaje, en vez de avisarles personalmente como hice en su día, les pediré que se lo tatúen en algún lado.

Caminaba por Broadway hacia Times Square en mi última noche fuera de casa y comenzaba a ganarme la melancolía. Corté por lo sano: rocanrol a todo volumen en los cascos y como nuevo. Ya tendría todo el tiempo del mundo para melancolías cuando realmente acabase el viaje. Aún quedaba mucho para eso, y sin embargo muy poco para reunirme con Rocío.


Buscadme en Times Square.


Times Square estaba de bote en bote. Miles de personas colapsaban la acera en algunos tramos. Entre ellos abundaban los superhéroes de toda traza y color, a la pesca de unos dólares por retrato.
Me entretuve como en Shibuya, viendo pasar a la gente, buscándome en la pantalla gigante ante la que todo el mundo quería posar, saboreando sin más el momento.

Regresé a casa a tiempo de compartir una pizza con Michelle, Alan y David, y divertirme con su conversación.

Ahora con una obvia pista fotográfica.

Mi último día de viaje madrugué y me fui a desayunar en la vecindad de Central Park (31.03.13). Paseé como dominguero temprano (era domingo y era temprano), disfruté del aire fresco, de la tranquilidad matutina y entré a visitar el planetario del Museo de Ciencias Naturales. Confirmado que somos menos que gotas de agua en el océano cósmico, me reconcilié con mi humana nimiedad perdiéndome luego por el parque.

Pertrechado con los prismáticos japoneses, ví muchos pajarillos, e incluso algunos más grandes, como una pareja de ratoneros que evolucionaba tranquila por encima de la pista de hielo. Según pasaron las hora, afluyó el público y se animó el lugar. Paré por jugar al ajedrez en la casa de las damas y del ajedrez, pero no había nadie y dí por concluida mi gira ajedrecística por medio mundo.

Dejé Central Park por la quinta avenida, volví a casa a recoger la mochila, me despedí de Michelle, David y Alan, que aún estaba allí, cogí un taxi honrado al aeropuerto y me embarqué por penúltima vez. Atrás quedaba el cuarto continente.



Central Park.

¿Dónde estás que no te veo?

Abrazos para todos.

XXXVI. Canadá.

Queridos lectores:

Aterricé de madrugada en Vancouver (25.03.13). Los trámites aduaneros fueron muy rápidos y el aeropuerto moderno y limpio. Desayuné en su única cafetería abierta y saqué dinero (Canadá es más moderno y tiene algunas máquinas con lectores de chips). Cómodamente en tren llegué hasta Canada Place, a la orilla de la ensenada de Burrard. Según había leído, podría dejar la mochila en unas taquillas hasta recogerla por la tarde para reunirme con mis anfitriones, pero no las había y sólo gracias a la amabilidad del portero de un hotel de lujo pude deshacerme temporalmente de mis posesiones terrenas.

Paradójicamente, había tenido que dejar los Estados Unidos de América para llegar a América. Atrás quedaban Oceanía, Asia y Europa. Aunque venia prevenido para el frío y la lluvia, en tres días sólo encontré un poco del primero, pero más por contraste con Hawai'i pues la influencia del mar suaviza el clima en Vancouver. Para sorpresa propia y de los lugareños, disfruté de buen tiempo toda mi estancia. Para algo estábamos ya en primavera. Por primera vez en mi vida, había pasado un año sin invierno.

Me tomé un café, me orienté y salí a pasear.

Vancouver tiene justa fama por su belleza, que le viene no tanto de edificios o rasgos singulares, sino de lo equilibrado del conjunto. Su ubicación en una esquina rodeada de canales, ríos y ensenadas, protegida del océano por la isla homónima y flanqueada al norte por hermosas montañas, es sin duda su principal mérito. Súmese un agradable plano urbano, un centro de dimensiones razonables, con edificios altos pero sin agobiar, bonitos parques y paseos junto al río, una mayoría de construcciones con cierto sentido estético, un pequeño y pulcro casco (relativamente) histórico, con bares y restaurantes, barrios periféricos residenciales de casas bajas y solariegas, con avenidas anchas y calles arboladas, y el todo justifica sin duda su prestigio. A esto añado la educación y la amabilidad de sus habitantes, de los que no recibí sino muestras de simpatía.

Asomado a una terraza sobre el mar y con las montañas nevadas como fondo del paisaje, disfruté viendo el agua, aterrizar hidroaviones, muchos, volar a los cuervos, menos, desatracar a un navío de la armada, cruzar la ensenada otras embarcaciones y desperezarse la ciudad. Para encaminarme al barrio viejo pregunté a alguien. Su acento me sonó familiar:
- ¿Eres española?
- ¡De Sevilla!

La muchacha, arquitecta, había emigrado con su marido hacía un par de años y estaba muy contenta de vivir aquí. Se excusó porque llevaba prisa y servidor siguió su camino. Deambulé relajadamente por las calles históricas, reconvertidas en barrio de esparcimiento, llegué hasta los jardines chinos del Dr. Sun Ya Tsé  en el pequeño barrio chino pero, aunque meritorios, palidecían comparados con los de Yu, en Shanghai, crucé algunas calles deterioradas (hay un barrio deprimido justamente en el centro, por económicamente raro que suene), subí a la Torre de Vancouver para contemplar el panorama en redondo, envié las postales de rigor, a Elza, la madre de mi amigo Zvone, en Eslovenia, y a casa, e invertí el día en conocer la ciudad sin más.

Pasé por la isla de Granville, el desenfadado barrio hippy con los habituales establecimientos contraculturales, en cuyo mercado moderno pero a la antigua usanza tomé un bocado, disfruté de música callejera acunado por los rayos del sol, aprendí que era pronto para la temporada de observación de cetáceos, entré en una editorial de libros infantiles porque el cartel me hizo confundirla con una librería, recogí la mochila y en autobús me fui a casa de Farrell y Ben.

Recién llegado al waterfront.

Las velas de Canada Place y las montañas del norte desde Vancouver Tower.

The Steam Clock en Gastown, el barrio antiguo.

En Granville Island.

Farrell y su hijo adolescente, Ben, son sudafricanos, aunque Ben se ha criado en Canadá. Ingeniero electrónico, Farrell emigró con su familia en los años noventa del siglo pasado. Aunque lleva cierto tiempo separado de su mujer, Joanne, la conocí con ocasión de la cena ese mismo día, en casa de unos amigos. Vancouver es una buena ciudad para vivir, con un clima agradable pese a la lluvia, me decía Farrell, y muy cara.

Celebraban la Pascua Judía con la familia de Debbie y Brian. No hizo falta que me pusiera la kipaa, pero cumplimos con todo lo demás: pan ácimo importado de Israel, alimentos especiales y rituales según un breviario del que leía Joanne, que presidía la ceremonia.

Joanne y Rifka trabajan para la comunidad judía local, más de veinte mil personas según me dijeron, y Debbie había llevado a su  familia a convertirse a esa fé, aunque no parecía que a su marido y sus hijas les entusiasmase la metafísica religiosa. Tampoco a Farrell, que se mostraba más respetuoso que convencido con la tradición.

Cuando descubrí que la liturgia iba para largo, me sentí algo violento. Como en Pekín, me veía en el centro de una experiencia religiosa, siendo que en mi vida adulta he procurado alejarme de todas ellas tanto como me ha sido posible. Pero también como en Pekín, la amabilidad de mis anfitriones, entre la que destacaba el perspicaz sentido del humor de Farrell, pronto me hizo sentir a gusto. En realidad acabé disfutando francamente de tan, para quien escribe, insólita oportunidad. Incluso aporté el contrapunto cristiano a la tradición judía de la Pascua, contrastando cosas comunes pero divergentes de ambas religiones, lo cual no estoy seguro de cómo calificar viniendo de un ateo acérrimo.

Rifka, Joanne, Ben, Kathy, Ashley, Brian, Zoey, Debbie y Farrell. 

Pedaleando en la bicicleta de Farrell salí a visitar otras áreas del municipio (26.03.13). Por el Seawall, el paseo junto al mar que resigue el contorno de la ciudad y le imprime personalidad, llegué hasta Stanley Park, al extremo de la península. De generosas dimensiones, en Stanley Park se puede admirar algo de la naturaleza, el perfil del barrio de negocios, las anátidas de la bahía, esculturas al aire libre y también el acuario, al que hice una breve visita. Belugas, marsopas, delfines, muchos peces y muchos niños, que para eso estábamos en fiesta.

Ví madrigueras de castores en los lagos del parque, patos, gansos y garzas de varias clases, perros, gente corriendo, gente paseando, gente montando en bicicleta, pero de los mapaches, que todos me aseguraban habían hecho de Stanley Park su centro de convenciones, no ví más que la silueta en un cartel.

Vancouver, de calles rectilíneas y con suaves pendientes, es muy adecuada para moverse en bicicleta, y gracias a ella pude cubrir un montón de terreno con comodidad. Incluso descubrí una pequeña librería de la que salí contento pero con las manos vacías. Habría que seguir buscando.

Ya de camino a casa paré a cenar en un restaurante (Farrell regresa tarde del trabajo y no quería causarle molestias).
- Hoy le recomiendo el pescado local.
- Lo siento, pero mi religión me prohíbe comer pescado.

Saboreaba una hamburguesa de buena carne cuando la camarera, que no podía aguantarse más, se me acercó genuinamente intrigada, tanto como aquel vendedor de artesanía al que rehusé en Shanghai con la misma excusa, mi religión me prohibía comprarle nada:
- Disculpe el atrevimiento, pero ¿qué religión es esa de Usted?
- No haga caso de las religiones, es una cuestión personal.

Algo de conversación con Farrell, siempre amable, puso el final al segundo día en Canadá.

Escultural sentido del humor.

En Stanley Park, con el centro al fondo.

Réplicas de totems auténticos.


"Girl in wetsuit"
¿Plagio de la sirenita, obra derivada o simplemente inspirada?

Beluga en el acuario.

El único mapache que ví. 
Creo que se han mudado todos a Madrid.

Ardea herodias.

Bucephala clangula.

Inukshuk en English Bay.
Son hitos tradicionales de los pueblos nativos.

Deayunaba plácidamente en la soleada cafetería del barrio cuando leí en un periódico que esa noche tocaba Bob Seger en Vancouver (27.03.13). Me lo había figurado ya jubilado, pero no. Regresé a casa para sacarme una entrada por internet, le pedí a Ben que me disculpase ante su padre por no acompañarles a cenar luego, y volví con la bicicleta a mis quehaceres turísticos.

Apurando el sufrimiento.

Me quedé esta vez en la parte sur de la ciudad. Por la orilla del mar, recalé en Spanish Banks, las riberas españolas. En algún lugar indeterminado, allí coincidieron en junio de 1792 las expediciones de Malaspina, española, con los capitanes Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés, y de Vancouver, británica y con el prohombre en persona. Como en no pocos otros lugares del mundo, España fue la primera potencia europea en reconocer la costa, pero el dominio colonial fue finalmente a parar a manos británicas. A los pueblos nativos (First Nations los llaman aquí) nadie les pidió opinión, y aun hoy día, como en Australia y Nueva Zelanda, se sustancian reclamaciones legales por la colonización.

A modo de efeméride, me tomé un café en un chiringuito de la playa e intenté concentrarme pensando mucho en la Historia, pero me distrajeron el mar, las montañas, las playas y la gente.

Barrio residencial.

Monumento conmemorativo del paso 
de los españoles en Spanish Banks.

Fui al Museo de Antropología, en el campus de la universidad, en una bella zona litoral, entre parques y playas. El edificio es interesante en sí mismo, y contiene numerosísimas piezas de todo tipo, incluyendo totems, esculturas, casas en el jardín, vestimentas y también, como en tierras vecinas, una buena librería donde me cobré algunas piezas.

Almorcé ahí mismo y volví hacia el centro pasando por una de las librerías más grandes de la ciudad, donde hice una reposada escala técnica, aunque salí con las manos vacías. Tratándose de librerías, el tamaño no es lo que más importa.

El Museo de Antropología por dentro.

Y por fuera.

Caía ya la tarde y quedaba el plato fuerte, por inesperado, del día: el concierto de Bob Seger.
El pabellón que alberga al equipo local de hockey sobre hielo estaba abarrotado. Mis vecinos de grada eran un matrimonio de mi edad, curiosos por saber qué me traía por aquí y sorprendidos cuando les conté mi peripecia. Fue bueno tener alguien con quien compartir un poco de rocanrrol.

El concierto fue estupendo, el Sr. Seger y sus músicos llevan décadas tocando su repertorio y lo dominan con los ojos cerrados. Y el público canadiense incluso se entusiasmaba a ratos. Lo pasé francamente bien.

Bob Seger and the Silver Bullet Band live!

El Seawall de noche.

Cuando llegué a casa aún tuve tiempo de charlar un rato con Farrell y de saludar a Ben. Farrell trabaja duro, desde muy temprano, y se le notaba cansado por las noches, pero no por eso perdía la sonrisa.

Le había pedido a Farrell que me despertase de madrugada, cuando se fuese a trabajar, para poder despedirme de él (28.03.13). Lucía el sol cuando salí luego a desayunar a mi cafetería preferida, con prensa y música clásica. Hice la colada en una lavandería, jugué al acertijo de mi nacionalidad con la camarera que me sirvió otro café, recogí mis cosas, me despedí de Ben, y me fui caminando a la estación de tren.

En el aeropuerto de Vancouver había un agente de policía de los E.U.A. para adelantar los trámites de entrada luego en su país, lo cual se demostró muy útil, apenas tres preguntas y listo. Ya en el avión, reflexionaba sobre lo dispar que puede ser la experiencia de la vida para dos personas: mientras servidor leía algo sobre lo superfluidad de las religiones para explicar el mundo, mi compañera de asiento subrayaba infatigable una biblia.

"The spirit of Haida Gwaii: the Jade Canoe", en el aeropuerto. 
Célebre obra de Bill Reid, aparece incluso en billetes de banco.

Si no hiciera tanto frío en invierno, Canadá también sería un buen destino para emigrar, pensé.

Abrazos para todos.