lunes, 5 de agosto de 2013

XXXVI. Canadá.

Queridos lectores:

Aterricé de madrugada en Vancouver (25.03.13). Los trámites aduaneros fueron muy rápidos y el aeropuerto moderno y limpio. Desayuné en su única cafetería abierta y saqué dinero (Canadá es más moderno y tiene algunas máquinas con lectores de chips). Cómodamente en tren llegué hasta Canada Place, a la orilla de la ensenada de Burrard. Según había leído, podría dejar la mochila en unas taquillas hasta recogerla por la tarde para reunirme con mis anfitriones, pero no las había y sólo gracias a la amabilidad del portero de un hotel de lujo pude deshacerme temporalmente de mis posesiones terrenas.

Paradójicamente, había tenido que dejar los Estados Unidos de América para llegar a América. Atrás quedaban Oceanía, Asia y Europa. Aunque venia prevenido para el frío y la lluvia, en tres días sólo encontré un poco del primero, pero más por contraste con Hawai'i pues la influencia del mar suaviza el clima en Vancouver. Para sorpresa propia y de los lugareños, disfruté de buen tiempo toda mi estancia. Para algo estábamos ya en primavera. Por primera vez en mi vida, había pasado un año sin invierno.

Me tomé un café, me orienté y salí a pasear.

Vancouver tiene justa fama por su belleza, que le viene no tanto de edificios o rasgos singulares, sino de lo equilibrado del conjunto. Su ubicación en una esquina rodeada de canales, ríos y ensenadas, protegida del océano por la isla homónima y flanqueada al norte por hermosas montañas, es sin duda su principal mérito. Súmese un agradable plano urbano, un centro de dimensiones razonables, con edificios altos pero sin agobiar, bonitos parques y paseos junto al río, una mayoría de construcciones con cierto sentido estético, un pequeño y pulcro casco (relativamente) histórico, con bares y restaurantes, barrios periféricos residenciales de casas bajas y solariegas, con avenidas anchas y calles arboladas, y el todo justifica sin duda su prestigio. A esto añado la educación y la amabilidad de sus habitantes, de los que no recibí sino muestras de simpatía.

Asomado a una terraza sobre el mar y con las montañas nevadas como fondo del paisaje, disfruté viendo el agua, aterrizar hidroaviones, muchos, volar a los cuervos, menos, desatracar a un navío de la armada, cruzar la ensenada otras embarcaciones y desperezarse la ciudad. Para encaminarme al barrio viejo pregunté a alguien. Su acento me sonó familiar:
- ¿Eres española?
- ¡De Sevilla!

La muchacha, arquitecta, había emigrado con su marido hacía un par de años y estaba muy contenta de vivir aquí. Se excusó porque llevaba prisa y servidor siguió su camino. Deambulé relajadamente por las calles históricas, reconvertidas en barrio de esparcimiento, llegué hasta los jardines chinos del Dr. Sun Ya Tsé  en el pequeño barrio chino pero, aunque meritorios, palidecían comparados con los de Yu, en Shanghai, crucé algunas calles deterioradas (hay un barrio deprimido justamente en el centro, por económicamente raro que suene), subí a la Torre de Vancouver para contemplar el panorama en redondo, envié las postales de rigor, a Elza, la madre de mi amigo Zvone, en Eslovenia, y a casa, e invertí el día en conocer la ciudad sin más.

Pasé por la isla de Granville, el desenfadado barrio hippy con los habituales establecimientos contraculturales, en cuyo mercado moderno pero a la antigua usanza tomé un bocado, disfruté de música callejera acunado por los rayos del sol, aprendí que era pronto para la temporada de observación de cetáceos, entré en una editorial de libros infantiles porque el cartel me hizo confundirla con una librería, recogí la mochila y en autobús me fui a casa de Farrell y Ben.

Recién llegado al waterfront.

Las velas de Canada Place y las montañas del norte desde Vancouver Tower.

The Steam Clock en Gastown, el barrio antiguo.

En Granville Island.

Farrell y su hijo adolescente, Ben, son sudafricanos, aunque Ben se ha criado en Canadá. Ingeniero electrónico, Farrell emigró con su familia en los años noventa del siglo pasado. Aunque lleva cierto tiempo separado de su mujer, Joanne, la conocí con ocasión de la cena ese mismo día, en casa de unos amigos. Vancouver es una buena ciudad para vivir, con un clima agradable pese a la lluvia, me decía Farrell, y muy cara.

Celebraban la Pascua Judía con la familia de Debbie y Brian. No hizo falta que me pusiera la kipaa, pero cumplimos con todo lo demás: pan ácimo importado de Israel, alimentos especiales y rituales según un breviario del que leía Joanne, que presidía la ceremonia.

Joanne y Rifka trabajan para la comunidad judía local, más de veinte mil personas según me dijeron, y Debbie había llevado a su  familia a convertirse a esa fé, aunque no parecía que a su marido y sus hijas les entusiasmase la metafísica religiosa. Tampoco a Farrell, que se mostraba más respetuoso que convencido con la tradición.

Cuando descubrí que la liturgia iba para largo, me sentí algo violento. Como en Pekín, me veía en el centro de una experiencia religiosa, siendo que en mi vida adulta he procurado alejarme de todas ellas tanto como me ha sido posible. Pero también como en Pekín, la amabilidad de mis anfitriones, entre la que destacaba el perspicaz sentido del humor de Farrell, pronto me hizo sentir a gusto. En realidad acabé disfutando francamente de tan, para quien escribe, insólita oportunidad. Incluso aporté el contrapunto cristiano a la tradición judía de la Pascua, contrastando cosas comunes pero divergentes de ambas religiones, lo cual no estoy seguro de cómo calificar viniendo de un ateo acérrimo.

Rifka, Joanne, Ben, Kathy, Ashley, Brian, Zoey, Debbie y Farrell. 

Pedaleando en la bicicleta de Farrell salí a visitar otras áreas del municipio (26.03.13). Por el Seawall, el paseo junto al mar que resigue el contorno de la ciudad y le imprime personalidad, llegué hasta Stanley Park, al extremo de la península. De generosas dimensiones, en Stanley Park se puede admirar algo de la naturaleza, el perfil del barrio de negocios, las anátidas de la bahía, esculturas al aire libre y también el acuario, al que hice una breve visita. Belugas, marsopas, delfines, muchos peces y muchos niños, que para eso estábamos en fiesta.

Ví madrigueras de castores en los lagos del parque, patos, gansos y garzas de varias clases, perros, gente corriendo, gente paseando, gente montando en bicicleta, pero de los mapaches, que todos me aseguraban habían hecho de Stanley Park su centro de convenciones, no ví más que la silueta en un cartel.

Vancouver, de calles rectilíneas y con suaves pendientes, es muy adecuada para moverse en bicicleta, y gracias a ella pude cubrir un montón de terreno con comodidad. Incluso descubrí una pequeña librería de la que salí contento pero con las manos vacías. Habría que seguir buscando.

Ya de camino a casa paré a cenar en un restaurante (Farrell regresa tarde del trabajo y no quería causarle molestias).
- Hoy le recomiendo el pescado local.
- Lo siento, pero mi religión me prohíbe comer pescado.

Saboreaba una hamburguesa de buena carne cuando la camarera, que no podía aguantarse más, se me acercó genuinamente intrigada, tanto como aquel vendedor de artesanía al que rehusé en Shanghai con la misma excusa, mi religión me prohibía comprarle nada:
- Disculpe el atrevimiento, pero ¿qué religión es esa de Usted?
- No haga caso de las religiones, es una cuestión personal.

Algo de conversación con Farrell, siempre amable, puso el final al segundo día en Canadá.

Escultural sentido del humor.

En Stanley Park, con el centro al fondo.

Réplicas de totems auténticos.


"Girl in wetsuit"
¿Plagio de la sirenita, obra derivada o simplemente inspirada?

Beluga en el acuario.

El único mapache que ví. 
Creo que se han mudado todos a Madrid.

Ardea herodias.

Bucephala clangula.

Inukshuk en English Bay.
Son hitos tradicionales de los pueblos nativos.

Deayunaba plácidamente en la soleada cafetería del barrio cuando leí en un periódico que esa noche tocaba Bob Seger en Vancouver (27.03.13). Me lo había figurado ya jubilado, pero no. Regresé a casa para sacarme una entrada por internet, le pedí a Ben que me disculpase ante su padre por no acompañarles a cenar luego, y volví con la bicicleta a mis quehaceres turísticos.

Apurando el sufrimiento.

Me quedé esta vez en la parte sur de la ciudad. Por la orilla del mar, recalé en Spanish Banks, las riberas españolas. En algún lugar indeterminado, allí coincidieron en junio de 1792 las expediciones de Malaspina, española, con los capitanes Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés, y de Vancouver, británica y con el prohombre en persona. Como en no pocos otros lugares del mundo, España fue la primera potencia europea en reconocer la costa, pero el dominio colonial fue finalmente a parar a manos británicas. A los pueblos nativos (First Nations los llaman aquí) nadie les pidió opinión, y aun hoy día, como en Australia y Nueva Zelanda, se sustancian reclamaciones legales por la colonización.

A modo de efeméride, me tomé un café en un chiringuito de la playa e intenté concentrarme pensando mucho en la Historia, pero me distrajeron el mar, las montañas, las playas y la gente.

Barrio residencial.

Monumento conmemorativo del paso 
de los españoles en Spanish Banks.

Fui al Museo de Antropología, en el campus de la universidad, en una bella zona litoral, entre parques y playas. El edificio es interesante en sí mismo, y contiene numerosísimas piezas de todo tipo, incluyendo totems, esculturas, casas en el jardín, vestimentas y también, como en tierras vecinas, una buena librería donde me cobré algunas piezas.

Almorcé ahí mismo y volví hacia el centro pasando por una de las librerías más grandes de la ciudad, donde hice una reposada escala técnica, aunque salí con las manos vacías. Tratándose de librerías, el tamaño no es lo que más importa.

El Museo de Antropología por dentro.

Y por fuera.

Caía ya la tarde y quedaba el plato fuerte, por inesperado, del día: el concierto de Bob Seger.
El pabellón que alberga al equipo local de hockey sobre hielo estaba abarrotado. Mis vecinos de grada eran un matrimonio de mi edad, curiosos por saber qué me traía por aquí y sorprendidos cuando les conté mi peripecia. Fue bueno tener alguien con quien compartir un poco de rocanrrol.

El concierto fue estupendo, el Sr. Seger y sus músicos llevan décadas tocando su repertorio y lo dominan con los ojos cerrados. Y el público canadiense incluso se entusiasmaba a ratos. Lo pasé francamente bien.

Bob Seger and the Silver Bullet Band live!

El Seawall de noche.

Cuando llegué a casa aún tuve tiempo de charlar un rato con Farrell y de saludar a Ben. Farrell trabaja duro, desde muy temprano, y se le notaba cansado por las noches, pero no por eso perdía la sonrisa.

Le había pedido a Farrell que me despertase de madrugada, cuando se fuese a trabajar, para poder despedirme de él (28.03.13). Lucía el sol cuando salí luego a desayunar a mi cafetería preferida, con prensa y música clásica. Hice la colada en una lavandería, jugué al acertijo de mi nacionalidad con la camarera que me sirvió otro café, recogí mis cosas, me despedí de Ben, y me fui caminando a la estación de tren.

En el aeropuerto de Vancouver había un agente de policía de los E.U.A. para adelantar los trámites de entrada luego en su país, lo cual se demostró muy útil, apenas tres preguntas y listo. Ya en el avión, reflexionaba sobre lo dispar que puede ser la experiencia de la vida para dos personas: mientras servidor leía algo sobre lo superfluidad de las religiones para explicar el mundo, mi compañera de asiento subrayaba infatigable una biblia.

"The spirit of Haida Gwaii: the Jade Canoe", en el aeropuerto. 
Célebre obra de Bill Reid, aparece incluso en billetes de banco.

Si no hiciera tanto frío en invierno, Canadá también sería un buen destino para emigrar, pensé.

Abrazos para todos.

1 comentario:

  1. Uy uy, que al final del viaje te has relajado y nos la quieres colar...

    reseguir.
    1. tr. Quitar a los filos de las espadas las ondas, resaltos o torceduras, dejándolos en línea seguida.

    ¿"resigue la costa"?

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