jueves, 1 de agosto de 2013

XXXVI. Los Estados Unidos de América (iii).

Queridos lectores:

Amanecí con el sol en la cara y desayuné con Tom y Ceryse, que se encontraba apenas un poco dolorida tras el accidente de la víspera (21.03.13). El arco iris lucía sobre el Mauna Kea. No era mal presagio. Tampoco lo eran las ballenas que seguían pasando a no más de doscientos metros de la terraza.

Me despedí de mis amigos hasta el día siguiente. La primera visita del programa era el Parque Nacional de los Volcanes, en torno al Kilauea, considerado el volcán más activo del mundo, y al Mauna Loa, considerado el más grande. Como todos los parques nacionales de los E.U.A., está muy bien preparado para los visitantes. Y también como todos ellos, ofrecía una estupenda selección de libros en la tienda de recuerdos.

Hice la visita completa según los cánones. Como en toda zona volcánica que se precie, alrededor de le enorme caldera del Kilauea abundan las fumarolas y acreciones sulfurosas. El cráter muestra evidente actividad, tanta que el acceso a sus inmediaciones está vetado por cautela, pues abundan los gases tóxicos. Disfruté largo y tendido de todo lo que había que ver y que aprender, como les hubiera gustado a los niños de Hiroshima en 1945.

No ví ningún nené, los gansos hawaianos que se han recuperado del riesgo de extinción inmediata, pero en las zonas adecuadas, sí bastantes apapanes (Himatione sanguinea) y otros pajarillos cuya identificación queda pendiente para un futuro regreso. Visité también un cráter secundario, Kilauea Iki, inactivo ahora y por cuyo vasto fondo paseaban algunos turistas. Y un paradigmático túnel de lava. El paisaje, bellísimo (y ya sé que estoy desgastando esta palabra, pero es la adecuada) recuerda en todo a los semejantes de nuestras islas Canarias, pero cada uno con sus peculiaridades.

La caldera del Kilauea.

En el año 1996 un niño se cayó y se quemó un poco.


Cráter del Kilauea Iki.

Túnel de lava.


Por una larga carretera descendí muchos metros hasta el océano, atravesando inacabables campos de lava que apenas se pueden abarcar con la vista desde atalayas. Distintas coladas producen campos distintos, y en todos impresiona sentir que, aunque ahora quieta, la Tierra está viva, se mueve, avanza y se pliega sobre sí misma sembrando rocas como fruto.

Ya junto al mar, la carretera del litoral se la tragó la lava en los años ochenta. No una colada o dos, una montaña entera de lava endurecida se precipita hacia el océano. De la carretera sólo queda el trecho que caminamos los visitantes para asomarnos a la costa y admirar la dureza de las olas que baten contra esta costa abrupta. Sin plataforma continental que mitigue el impulso de todo un océano, el agua golpea aquí con fuerza.

Comí algo de urgencia en el chiringuito mínimo que sagazmente alguien regenta al fin del camino, de nuevo procuré asimilar todo lo que me transmitían los sentidos y regresé sobre mis pasos para enlazar con la carretera del interior. Iba al otro lado de la isla, al Oriente.

Las coladas de lava caen hasta el océano.





Más de dos horas y media de conducción tranquila pero casi constante tardé en cubrir la distancia. La costa oriental es de clima más seco y, por eso, está más densamente poblada. La carretera general prontó se llenó de vehículos y no me quedó otra que adaptarme al lentísimo tráfico. Tan lento que cuando llegué al puerto deportivo de Kailua Kona, a la caída de la tarde, no encontré el barco que me debía esperar.

Corrí por todo el puerto como es de rigor en estos casos, es decir, como la proverbial gallina descabezada, pregunté a diestro y siniestro pero nadie me supo dar razón de la compañía que buscaba. Empezaba a conciliarme por fuerza con la idea de quedarme en tierra, cuando desde un coche alguien lo intuyó:
- ¿Eres Fernando? Te están esperando allí detrás.

Vivificado, subí a bordo con cuatro o cinco pasajeros más. Una breve travesía, ya con las últimas luces, por una mar bastante movida nos llevó a nuestro destino, a ciento cincuenta metros de la rompiente unas millas más al norte, mientras nos enfundábamos los trajes de neopreno y las gafas de buceo. Aguardamos anclados a que oscureciera del todo.

- Ahora arriaremos la tabla de surf con el pasamanos. Debéis asiros a él, flotando tranquilamente y mirando hacia abajo, en la zona que iluminan las linternas sumergidas. No temáis nada, son inofensivas. Aunque no las debéis tocar vosotros, si lo hacen ellas no pasa nada, no tienen ningún apéndice punzante, ni veneno, ni nada de lo que preocuparse. ¡Todos al agua!

Contuve la emoción con el pensamiento entrenado de que estas cosas son impredecibles, desde la superficie sería difícil verlas bien, ojalá alguna se acerque, etc.

Casi salto fuera del agua de la impresión cuando me sumergí: ¡tres enormes mantas gigantes (Manta birostris) evolucionaban en estrechos giros a dos palmos escasos de mis narices!

De entre tres y cuatro metros de envergadura, hasta ocho mantas jóvenes, de una población conocida de varios centenares, nos regalaron con su visita. Atraídas por el plancton que a su vez acude a la luz de los focos submarinos, las mantas realmente parecían volar. No cabrán, tantas y tan juntas en tan poco espacio, con nosotros en lo alto, pensaba absorto. Iluso otra vez. Donde parecía inverosímil, las mantas se doblaban sobre sí mismas, nos rozaban con la punta de las alas y con sutil elegancia se cruzaban entre sí sin estorbarse.

No exagero: me sentí entre alienígenas apacibles en universo oscuro y silencioso.

El entusiasmo disimuló el frío que todos sentíamos al volver tras casi una hora de verdadera magia. Encontré hotel tras laboriosa búsqueda, cené en un mexicano donde nadie hablaba español y me despedí del día intentando que no se me escapase una sola de tan extraordinarias vivencias.

Regresando de otro planeta.

Abrazos para todos.

1 comentario:

  1. Qué pasada. Desde luego que mereció la pena correr como gallina descabezada. Tuvo que ser alucinante. Como lo es también el Kilauea. Que tú lo dices como sí estuvieras en Alpedrete pero no veas.
    Leyendo la crónica pensaba: ya está el guiri corriendo de un sitio para otro, qué ganas de montarse en todo y hacer todas las excursiones. Pero después he leído lo del universo oscuro y silencioso y me ha gustado. Queda Ud. comprendido y perdonado.

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