viernes, 2 de agosto de 2013

XXXV. Los Estados Unidos de América (iv).

Queridos lectores:

Sabiendo que a la Isla Grande la llaman así con razón, amanecí temprano al día siguiente para proseguir el rodeo insular. Cambié el oeste por el noreste (22.03.13). Allí se abre al mar una sucesión de hondos valles excavados por la erosión. Sólo pueden recorrerse a pie, y uno de ellos alberga una de las cataratas más altas del mundo. No tenía tiempo para tanto, pero sí para asomarme al primero, en Waimea, muy pintoresco y dignísima muestra de lo que son los restantes, al decir de Tom.

Tomé café en el pueblo homónimo, tras hacerle notar a la empleada del banco que el hecho de que en los E.U.A. carezcan de lectores de chips de silicio para las tarjetas de crédito los sume en el atraso más flagrante, agravado por el hecho de que ni siquiera son conscientes de ello. Quizá es que me faltaba la dosis acostumbrada de pelea con taxistas, pero lo cierto es que eso llegó a ser una complicación notable en Norteamérica.

Waimea.

Conducía sin prisa pero sin pausa hacia el sur, lugar de mi siguiente cita por la tarde, cuando decidí adelantar, legalmente creí, a lo que parecía, azul y con una luz naranja, el coche de un fontanero o algo así. Adelantarle, parpadear la luz y sonar la sirena de la policía, que tal eran y no fontaneros, fue todo uno. Paré en el arcén.
- ¿Qué prisas son éstas? (What's the rush?).
- Pensaba que el adelantamiento era legal y que no me estaba saltando ningún límite de velocidad.
- (Al compañero) Dice que pensaba que no estaba saltándose ningún límite...
Le entregué los documentos y, poniendo deliberadamente acento español, le expliqué que era extranjero, de España, Europa.
- ¿Y cuál es el límite de velocidad allí?
- 120 km/h.
- ¿Cuánto es eso en millas?
- Algo más de setenta.
Descubrí que el límite en Hawai'i es de apenas cuarenta millas.
- Hum. No se me da bien eso de los kilómetros y no sé cómo serán las cosas en tu país ... te iba a poner una multa, de verdad que sí, pero te la voy a perdonar. Y te voy a dar un consejo: nunca adelantes a un coche de la policía. Cuando salgamos ahora, quédate detrás de mí.

Le dí las gracias, me guardé un comentario acerca del ambiguo aspecto de su coche y celebré mi buena suerte conduciendo muy despacito. Otra multa para mi colección, pero indultada.

Pasé de largo ante la casa de Tom y Ceryse y llegué, pese a todo, pronto a la cita en el extremo sur de la isla. Al rato apareció un remolque con una lancha grande. Nos reunieron a los excursionistas, había que agarrarse bien nos dijeron, el trayecto sería muy duro. El mar se embravece aquí y rompe con fuerza, como pude ver el día anterior.

Una sucesión de tremendos pantocazos de tres cuartos de hora nos llevó al destino. Durante otro tanto dimos después lentas pasadas a cortísima distancia de la costa. La que forman momento a momento las últimas coladas del Kilauea: ¡lava viva!

Lava viscosa, al rojo vivo, fluyendo como un río hacia el Océano Pacífico. Eso era lo que habíamos venido a ver. Desde ya un rato antes de llegar, se veían enormes humaredas del vapor de agua causado por la roca candente que se vierte al mar. Desde cerca, se sentía también el calor, considerable, y se oía el siseo del agua hirviendo. Un marinero izó un cubo lleno: no escaldaba, pero sí estaba bastante caliente.

Desde los años ochenta, el Kilauea emana lava de modo casi constante, aunque no todo el tiempo, ni tampoco siempre de modo visible. El privilegio no consistía sólo en estar allí, pues, sino también en que nos fuera dado admirar esta maravilla.

Maravilla de maravillas, fue sin duda lo que más me impresionó en todo un año de viaje. Y una de las cosas más sobrecogedoras de toda mi vida. Imperturbable, la Tierra está viva. Ni nosotros, ni los animales, ni las plantas, ni siquiera los océanos, somos más que sus invitados y sólo mientras ella no decida otra cosa.

La lancha se bota con todo el pasaje ya a bordo.







Había quienes prefirieron acercarse a pie, aunque el acceso se supone vedado en cierto punto. Sin embargo, preferí ver desde el mar el instante justo en que lava y agua se mezclan, lo que, al decir de muchos, proporciona la visión más grandiosa. Lo era, y mucho.

De la desembocadura del Kilaua, de la que regresamos a puerto ya de noche, subí a su nacimiento. En la oscuridad, el brillo del cráter refulge con la misma belleza que acababa de asombrarnos en el océano. Por enésima vez la ubérrima Hawai'i se prodigaba conmigo: el Kilauea muestra su fulgor volcánico sólo cuando quiere.

El Kilauea de noche.

No me extraña que los hawaianos adorasen a Pele, diosa volcánica que reside en el cráter del Kilauea. Si algún día he de fundar una religión, adorar a la Tierra a través de Pele se me antoja una posibilidad bastante congruente.

Cuando llegué a casa de Tom y Ceryse era ya muy tarde y para calmar mi entusiasmo compartiéndolo con ellos hubiera necesitado varias horas, así que nos conformamos con congratularnos y nos fuimos a dormir.

El último día completo en Hawai'i Tom me llevó de nuevo a nadar cerca de casa (23.03.13).
- Si no vemos por lo menos una docena de tortugas donde vamos, te devuelvo el dinero.
- Trato hecho.
Menos mal que era broma, porque hubiera salido deudor. Ni siquiera había que alejarse para encontrarlas. En las caletas aledañas al apartamento nadaban tranquilas las tortugas. Más de una docena, algunas se dejaban tocar, con cuidado y fugazmente, eso sí. Seguían en su sitio las rocas, los corales, los peces, las arenas verdosas, las corrientes cálidas y frías. Las ballenas, un poco más lejos, seguían su migración.

Fui después al centro de Hilo. Visité el Pacific Tsunami Museum. Los maremotos azotan estas islas con regularidad, aunque, por fortuna, sólo de vez en cuando son devastadores. Como el de 1946, de cuyos estragos daba cuenta un interesante vídeo, fotografías y demás. O el de 1960, que eludió la escollera nueva cambiando de dirección al rebotar en la costa. El centro de Hilo quedó destruido. Tanto que en primera línea de costa ya sólo hay zonas verdes, no se permite construir, y la mayoría de los negocios y viviendas se han retirado paulatinamente al interior desde entonces.

El exiguo centro de Hilo no necesita más de cinco minutos, si se camina muy despacio, para abarcarlo. Escruté con atención la sección local de la estupenda librería que me había recomendado Tom, y me regalé un libro.

Cuando se jubiló, Tom dedicó dos años a navegar por el Pacífico. Resultó toda una peripecia por el carácter del capitán del yate en el que se enroló, y acabó en Hawai'i por estar cerca de su hija, que vive allí. Aunque paradisíacas, las islas del Pacífico proporcionan vidas un tanto restringidas a sus habitantes, por el alejamiento y por las constricciones económicas, que ofrecen pocas oportunidades, incluso en partes de Hawai'i. Empero, Tom y Ceryse llevan más de cinco años felices aquí, aunque no descartan trasladarse en el futuro.

Downtown Hilo.

Un geco hawaiano.

Para la tarde teníamos planes. Unos amigos organizan todos los sábados sesiones de música en directo y baile en su casa, a las afueras del pueblo. Asiste mucha gente, cada cual aporta algo de comida o bebida, quien sabe tocar un instrumento se une a la orquesta, quien sabe bailar baila, se conversa, se saborean las vistas sobre la bahía desde el porche, o simplemente se pasa un buen rato en compañía.

Así que comimos, bebimos, charlamos, paseamos por los cultivos de cacao que circundan la casa, admiramos el panorama, algunos tocaron y otros bailamos. O al menos como en mi caso, lo intentamos. Tras una breve explicación práctica de la anfitriona, se atacaban danzas típicas: de Wyoming, de Finlandia, de Francia, de no sé dónde. Servidor hizo lo que pudo y es obligado alabar la amabilidad de mis sucesivas compañeras de baile (se cambia de pareja constantemente), que en algunos momentos casi me hicieron creer que sabía bailar.

Entre cacao, con Melanie, Susan, Ceryse y otra amiga.

La orquesta.

Tom y Ceryse demostrando su arte.

El último día en Polinesia empezó con las consabidas yubartas allá en el océano y nosotros acá en la terraza, desayunando (24.03.13). A media mañana, tras despedirme de Ceryse, Tom me dejó en el aeropuerto. Volé a Honolulu, pasé algunas horas paseando bajo la lluvia en un Waikiki mortecino, y regresé por la tarde a tomar un avión que me sacase del archipiélago.

Fui muy afortunado en Hawai'i, que me ofreció muchas cosas perdurables, incluyendo la amistad de Tom y Ceryse.

Haciendo la mochila por última vez en casa de Tom y Ceryse.

El Mauna Kea desde el aire.

Abrazos para todos.

1 comentario:

  1. Jo, qué bonito es todo, y qué afortunado eres. :-)
    El espectáculo de la lava me ha dejado de piedra (fundida).

    Por cierto, he releído tus entradas sobre Japón, y ahora me gustan incluso más que antes. Sé que me repito, pero es un placer leerte.

    Un fuerte abrazo.

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