lunes, 5 de agosto de 2013

XXXV. Los Estados Unidos de América (y v).

Queridos lectores:

Algo más de cuatro horas y media tardé en cruzar de la costa del Pacífico a la del Atlántico (28.03.13). Aterricé en Newark, y para ir de allí a Nueva York, New York, NYC o como queráis llamarlo, tuve que esperar a que saliese un autobús exprés a las tantas de la noche.

Me apeé en Times Square y sin pérdida de tiempo bajé al metro. Para variar, el servicio de algunas líneas estaba interrumpido, así que hube de completar el trayecto en taxi. El resultado fue que llegué muy tarde a casa de Michelle, en un barrio que lleva el bonito nombre de Sunnyside (el lado soleado), en Queens.

Llamé al timbre del portero automático y, oh desgracia, se quedó atascado, sonando y sin que hubiera manera de hacerlo parar. Muy apurado, intenté desatascarlo de mil maneras, pero no hubo caso. Tuvo que ser David, el compañero de piso de Michelle, quien desvelado de su sueño lo remediase. Vaya entrada triunfal.

Aunque ambos debían ir al trabajo pocas horas después, Michelle tuvo la gentileza de esperarme con algo de cena preparada. Lo he dicho y lo repito: la gente de esta red social es verdaderamente fenomenal. Llega uno intempestivamente a cualquier sitio y le están esperando con la mesa puesta y la cama preparada. Mejor imposible.

Puede que no duerma nunca, pero de noche NY bosteza.

Michelle es economista pero trabaja como auxiliar en un despacho de abogados, en el que la mayor parte del tiempo, según me decía, su labor consiste en no hacer nada (29.03.13).

Me despedí hasta la noche de mi simpática anfitriona y quedé al cuidado de David, no menos simpático, que me acompañó un trecho en el metro. Ambos íbamos a Manhattan, servidor de visita y David a la faena en una óptica. Curioso trabajo para quien estudió Historia y se especializó en el período comprendido entre el Cisma y la Reforma.

Ya a mi aire me dirigí al distrito financiero, primero a desayunar y ubicarme, acto seguido para visitar la zona cero. Un enorme rascacielos, llamado la Torre de la Libertad, Freedom Tower, está acabando de erigirse en el solar que antaño ocuparon las Torres Gemelas, a las que ya supera en altura.

Alzando la vista me costaba creer que trece años antes estuviese en lo alto de una de ellas con Rocío. Entendiéndome en español, como es tan habitual en Nueva York, un vendedor ambulante me dirigió a la taquilla de entrada. Pregunté: en torno a una hora de cola para visitar lo que queda visitable de la zona cero, poco, y las exposiciones sobre el once de septiembre, probablemente demasiado. Renuncié y seguí el paseo.

Pequeños grandes placeres.

Freedom Tower.

Era Semana Santa y la ciudad bullía de turistas. Oía español por todas partes. Tras casi un año sin oír ni hablar castellano más que por internet y con Rocío cuando me acompañó, la sensación se me hacía muy rara. Incluso vulgar: era el heraldo de que me acercaba a casa y el viaje llegaría pronto a su conclusión.

El "Toro embistiendo" ni se ve entre tanto turista.

Como antes en Sydney, también en NY tenía el canon de visitas debidamente cumplimentado, por lo que fui a ver sólo lo que me apetecía, y no lo que pudiera ser de rigor. Entré en el Museo del Indio Americano. Diríase una exhibición desgajada del antropológico de Vancouver, pero como casi siempre, lo que más me gustó fue la sección de libros de la tienda. Algo encontré que llevarme a casa.
En el Museo del Indio Americano.

Entre un mar de visitantes subí al transbordador de Staten Island. Además de ser gratis, en el trayecto se obtienen algunos panoramas inmejorables de Manhattan, Ellis Island y la Estatua de la Libertad. Como todos los turistas, tan pronto arribamos a la isla reembarqué por la otra puerta, y como todos los turistas, pasé de proa a popa y de babor a estribor según correspondiese para fotografíarlo todo con avidez. 

Ellis Island, antiguo puerto de entrada para los emigrantes.

La Estatua de la Libertad.

Manhattan desde el ferry de Staten Island.

Siguiente parada: Empire State Building. Para sortear las enormes colas que se forman a la entrada, compré un billete a uno de los vendedores de las calles adyacentes. Pero una vez dentro resulta que no me franquearía el paso como me habían prometido o como servidor había querido entender. Hablé con la supervisora de seguridad, que me ofreció canjearlo y regresar a la cola, etc. No vale la pena, gracias, contesté resignado.

Para mi enorme sorpresa, la señora, que se llamaba Marisol, decidió compensarme acompañándome personalmente hasta el inicio de la fila, por delante de absolutamente todo el mundo. Enormemente agradecido por haberme ahorrado quizá una hora de espera, me despedí de mi benefactora, subí al ascensor y disfruté del panorama de la ciudad entera.

No ví ningún halcón peregrino sobre mi cabeza en esta ocasión, pero sí el fenomenal bosque de rascacielos de Manhattan. Confieso que después de haber estado en Tokio me impresionó menos que la primera vez. Aunque nueva York me sigue gustando mucho, Tokio me resulta más moderna y formidable.

Un paseo por el vestíbulo de Grand Central Station, un vistazo al Chrysler Building, cuyo interior no se puede visitar sin invitación, y una larga caminata hasta que se hizo de noche, por el Rockefeller Centre y aledaños, completaron la excursión por la Gran Manzana.




En el Empire State Building.

The Rockefeller Center.


De regreso en casa David me propuso tomar unas cervezas en el bar de la esquina. Acepté encantado con el solo ruego de que avisase a Michelle por teléfono.

Hablando de lo que había estado haciendo en Vancouver y de la Pascua Judía, David dudaba de mis definiciones de ateísmo y agnosticismo. Las revisamos en internet por gentileza de su teléfono móvil y, cuando no parecían quedar fuentes más sabias a las que recurrir, David interpeló a su amigo el camarero:
- Ni idea, pero ya es primavera y las chicas pronto empezarán a ponerse ropa de verano.
- (Al unísono) Amén.

Al rato llegó Michelle. Antes del despacho de abogados había trabajado en microcréditos para el desarrollo y por ese motivo vivió varios años en Bangla Desh, cuyo idioma habla y donde incluso estuvo casada. El matrimonio se concertó mediante la simple firma de su marido en un registro, y se deshizo sin aspavientos del mismo modo. Hubo quien ni se enteró de que estaba casada. Todos tenemos algo que contar, desde luego. Así despedimos el día, con aperitivos y cañas.

Entre Michelle y David.

Michelle había quedado con amigos para acudir al festival indio de Holi en un barrio algo alejado (30.03.13). Con ocasión de esa festividad, los indios organizan luchas amistosas de pintura y
Michelle me convenció para asistir.

Antes charlamos un rato. Según Michelle, la situación de las mujeres es ostensiblemente mejor en los E.U.A. que en Bangla Desh, donde, entre otras cosas, ella tuvo que soportar mucha presión de su familia política, a la que desafiaba con atrevida (para ellos) ropa occidental. Michelle opina que el gobierno de Obama está contribuyendo al progreso social en su país con instituciones como el matrimonio entre homosexuales, la atención sanitaria universal, el control de armas, etc. Son avances aislados, pero todo suma, decía.

Recogimos pues a Lisa, rusa, Gerry, compañera de trabajo de ascendencia portorriqueña, y Alan, de origen bangladesí, y allá marchamos, bebiendo en el metro la poción mágica de Michelle: latas de cerveza escondidas en vasos de café y sorbidas con una pajita.

Tomamos el metro y luego anduvimos y anduvimos. Las chicas se empeñaron en entrar en una zapatería de ocasión y, aunque la conversación con Alan me resultaba amena (me reprochaba que siendo español no supiese disfrutar debidamente de los éxitos de nuestra selección de fútbol), no quería dedicar ya más tiempo a lo que parecía no iba a suceder nunca, así que al rato me despedí.

Michelle, Alan, Lisa, servidor y Gerry, con café (o no).

Manhattan visto desde Sunnyside.

Pedro, el taxista que me devolvió al centro, resultó ser argentino. Llevaba aquí décadas, pero la novia la tenía en Buenos Aires.
- ¿Y por qué no una novia neoyorquina?
- ¡Y ... no!, ¡aquí todas son princesas, te rompen las pelotas!

Me fui a:

XXXVII. La Organización de las Naciones Unidas.

Que tiene status de territorio internacional y no de los E.U.A., pero sólo a enviar unas postales y curiosear en la librería.

Y regresé acto seguido a

XXXV. Los Estados Unidos de América.

Para pasear por sus inmediaciones. Admiré los rascacielos, incluyendo mi favorito del Citicorp, y en metro cambié de zona. Bajé hasta Washington Square, a saborear el ambiente de fin de semana, con mucha gente relajada en el césped, leyendo, comiendo, tocando la guitarra y disfrutando de una tarde soleada. De allí caminé a la que se anuncia como la librería más grande de la ciudad, que estaba cerrada. Qué chasco. Pero tenía más planes.

El Citicorp al fondo.

En Union Square dí pronto con los jugadores de ajedrez que desafían a los viandantes. Cinco dólares por partida me exigía el primero.
- Es mucho, sólo si pierdo.
- No, siempre. Para algo pongo mesa, sillas, tablero, piezas y reloj.
El hombre no le llegaba a la suela del zapato a ningún taxista asiático. Pregunté al siguiente. Cinco dólares pero sólo si pierdes.

Perdí, pero nada más que la primera partida y por tiempo. Le gané todas las demás y me marché cuando ya era de noche. A pesar del lucro cesante, el hombre parecía disfrutar del juego hasta que paré el reloj en la última cuando su posición era desesperada e interpreté su gesto como de abandono.
- Me debes cinco dólares por abandonar.
- Sí, hombre, si has abandonado tú, tu posición da pena.
Y me fui tan tranquilo.

Washington Square.

Ajedrez en Union Square.

Además necesitaba reservarme tiempo para otra librería, no la más grande, pero una de ellas. En hora y media de batida sólo me llevé un libro. La receta secreta: uno, moderación; dos, sólo podía pagar con efectivo e iba un tanto justo. Como averigué después, el banco decidió ¿protegerme de mí mismo? bloqueando la tarjeta de crédito, extrañado de que vinieran cargos de países variopintos. Para el próximo viaje, en vez de avisarles personalmente como hice en su día, les pediré que se lo tatúen en algún lado.

Caminaba por Broadway hacia Times Square en mi última noche fuera de casa y comenzaba a ganarme la melancolía. Corté por lo sano: rocanrol a todo volumen en los cascos y como nuevo. Ya tendría todo el tiempo del mundo para melancolías cuando realmente acabase el viaje. Aún quedaba mucho para eso, y sin embargo muy poco para reunirme con Rocío.


Buscadme en Times Square.


Times Square estaba de bote en bote. Miles de personas colapsaban la acera en algunos tramos. Entre ellos abundaban los superhéroes de toda traza y color, a la pesca de unos dólares por retrato.
Me entretuve como en Shibuya, viendo pasar a la gente, buscándome en la pantalla gigante ante la que todo el mundo quería posar, saboreando sin más el momento.

Regresé a casa a tiempo de compartir una pizza con Michelle, Alan y David, y divertirme con su conversación.

Ahora con una obvia pista fotográfica.

Mi último día de viaje madrugué y me fui a desayunar en la vecindad de Central Park (31.03.13). Paseé como dominguero temprano (era domingo y era temprano), disfruté del aire fresco, de la tranquilidad matutina y entré a visitar el planetario del Museo de Ciencias Naturales. Confirmado que somos menos que gotas de agua en el océano cósmico, me reconcilié con mi humana nimiedad perdiéndome luego por el parque.

Pertrechado con los prismáticos japoneses, ví muchos pajarillos, e incluso algunos más grandes, como una pareja de ratoneros que evolucionaba tranquila por encima de la pista de hielo. Según pasaron las hora, afluyó el público y se animó el lugar. Paré por jugar al ajedrez en la casa de las damas y del ajedrez, pero no había nadie y dí por concluida mi gira ajedrecística por medio mundo.

Dejé Central Park por la quinta avenida, volví a casa a recoger la mochila, me despedí de Michelle, David y Alan, que aún estaba allí, cogí un taxi honrado al aeropuerto y me embarqué por penúltima vez. Atrás quedaba el cuarto continente.



Central Park.

¿Dónde estás que no te veo?

Abrazos para todos.

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