Queridos lectores:
Llegamos a mediodía a Luoyang (12.10.12). En la oficina de información turística me atiende muy solícita una chica joven. El extranjero que esperaba ayer en la estación aparece ahora junto a mí; seguro que tiene planes similares y no me importa ahorrarle una repetición a la señorita.
Sheldon es canadiense y ha reservado cama en el mismo albergue al que se propone ir un servidor. En un instante acordamos ir juntos, pasando antes a por un café para curarme la envidia del suyo, y por la taquilla de la estación a sacarnos billetes para la siguiente etapa en tren: ambos iremos a Xián, pero yo antes que Sheldon y en tren rápido, pese a que a la señorita de turismo le pareciese muy caro y me recomendase otro nocturno de doce horas. No, gracias, las literas han sido divertidas, pero no pueden competir con la escasa hora y media del tren rápido; ¿seguro?, como pocas veces en la vida.
En el autobús hacemos las presentaciones. Sheldon, de veintidós años, va a pasar tres meses en la China, viajando solo, antes de regresar a su país para acabar sus estudios de contabilidad y finanzas. Además de un aparatoso tatuaje en una pierna, lleva pendientes en las dos orejas, según él porque cuenta con que se los prohíban cuando encuentre un trabajo. Tan distraidos estamos contándonos batallitas que nos pasamos la parada y hemos de regresar. En el albergue las opciones son dormitorio comunal o habitación para dos con baño privado. Le propongo a Sheldon compartir una pagando yo la diferencia (despreciable) respecto a su presupuesto original, y acepta agradecido. Tras la experiencia fallida del albergue en Skopje, me reconcilio con este tipo de alojamiento, gracias sin duda a los agradables modales de Sheldon y a la pulcritud de la habitación, pero tampoco cuento con repetir la experiencia si no es tan conveniente como hoy.
Sheldon en el albergue.
Salimos por la tarde a ver la ciudad. Sheldon es muy respetuoso con todo el mundo y buen conversador, con una gran curiosidad por ver países. Y sobre todo, con un apetito voraz por comidas extrañas, de las que aquí no le van a faltar.
Comida.
Comemos unos fideos ardientes en un restaurantillo callejero. Son mis primeros y últimos fideos en la China (hay otras cosas más ricas), y se vengan de mí escaldándome la lengua. Sheldon disfruta con locura de la comida, y hasta los dueños del restaurante lo celebran. Luoyang es una ciudad muy grande, cuyo centro antiguo da una idea de lo que habría sido Pinyao de no haberse estancado en el tiempo, afortunadamente para el turismo. Paseamos sin más rumbo que enlazar las cuatro cosas que hay que ver, e intentamos evaluar el grado de corrupción del agua del río. La atmósfera es grisácea y ambos creemos sentir la aspereza de la polución en la garganta.
En el casco viejo de Luoyang.
La calle es nuestra.
Sheldon, que lleva una buena cámara, quisiera fotografiar a un grupo de niñas jugando, pero teme que alguien lo desapruebe. Llamo a las niñas a la vista de los adultos que juegan a las cartas cerca, y les pregunto si quieren posar con nosotros. ¡Sííííí!. Tras la sesión fotográfica, volviendo hacia el albergue, pasamos por el mercado nocturno que ya está a pleno rendimiento en el centro de la ciudad, y al que bajamos para cenar tras un rato de descanso. La calle bulle de gente y de puestos de comida. Los olores de la comida en la China son muy intensos y, no lo digo yo solo, a veces abiertamente desagradables para los olfatos occidentales. Entre los que no se cuenta el de Sheldon, de eso doy fe. Su único problema es escoger entre tantos y tantos platos de cosas que somos incapaces de reconocer con certeza. Tomamos primero una especie de crêpe salada, bastante rica, con la que yo ya tengo suficiente. Sheldon se decide luego por un pescado que devora transfigurado en la imagen misma de la felicidad. Entre medias se ha apretado unas albóndigas bien grasientas de las que yo me he abstenido. Y quiere algo de postre. Nacido para comer podría ser su lema, pero da gusto ver lo mucho que disfruta y el candor con el que discute de comida con los cocineros.
La felicidad se compone de pequeños momentos.
Repito: la felicidad se compone de pequeños momentos.
Paseamos para bajar el banquete de Sheldon. En una plaza la gente baila en parejas a la música de unos altavoces. De vuelta en el albergue, un servidor se entretiene charlando con tres compatriotas que están pasando unos días en la China. Se me hace muy agradable poder expresarme en español.
Bailes o actuaciones musicales espontáneas
en todas las plazas, plazuelas, parques y glorietas.
Nos levantamos temprano para visitar las cuevas de Longmen (13.10.12), monumento que justifica el viaje a Luongyan y uno de los más celebrados del país. Se trata de un conjunto de cuevas y abrigos excavados a la orilla del río, que albergan infinidad de budas y otras figuras talladas en la roca. De la parada del autobús a la entrada se suceden ininterrumpidos los puestos para turistas. Las cuevas en sí mismas son muy interesantes, y ciertamente espectaculares. Las recorremos pausadamente, siempre en animada conversación, y nos retratamos con cuantos locales nos lo piden.
La costumbre de pedir a los extranjeros que se retraten con ellos no es exclusiva de los chinos, en otros países de Asia también les gusta incorporar una novedad a sus recuerdos de vacaciones, (como si fuéramos osos panda, que dirá luego mi anfitriona Cecilia). Sheldon y un servidor disfrutamos del pequeño alboroto de los amigos turnándose con sus cámaras y las nuestras para inmortalizarnos todos juntos.
¿Por qué no?
Pasamos por el albergue para dejar una colada en marcha, y seguimos en otro autobús hasta el Templo del Caballo Blanco, al otro extremo de la ciudad. Alguien en no sé qué época trajo un caballo blanco para otro alguien en esa misma época y de ahí el nombre. La precisión en los datos tiende a relajarse tras los primeros cincuenta templos, salvo que sean muy principales.
Junto a una célebre pagoda en el mismo recinto, cuatro chicas que estudian para guías turísticas nos piden posar con ellas. Sospecho que es más bien Sheldon al que querrían ver solo en sus fotografías, pero como nadie me dice que me aparte, decido sentirme halagado también yo, sea como oso panda o no. Las chicas quieren conversación en inglés y volvemos juntos los seis en autobús. Nos despedimos al pasar por el albergue.
Sheldon se muestra levemente arrepentido de la pantagruélica cena de ayer, pero solo por reparos morales, no físicos, así que cenamos mucho más ligero. Como en la calle la fruta tiene muy buen aspecto, un servidor se sirve una macedonia a piezas completas. Sheldon pide en un chiringuito de los que tanto le gustan, pero no le entienden bien y le siven dos platos distintos. No pasa nada, se emplea a fondo con ellos, pero uno no le convence. Como ha decidido cenar sano, añade al final la fruta que le faltó antes. Este muchacho es un pozo sin fondo, pero da gusto verle tan feliz.
¡Subido a una escalera de tijera
sobre cuatro taburetes giratorios!
Abrazos para todos.
Muchacho: aquí ya estamos con un frío que pela y tú sigues con tu pantaloneta. Qué bueno que estés conociendo gente tan maja y veo lo mucho que estás saboreando las cosas pequeñas, son los mejores momentos. Otro abrazo.
ResponderEliminarOle por el de la escalera! La versión spanish de la cabra no le hace ni sombra. Dile al tal Sheldon que entre yanta y yanta vaya practicando volatines varios. Chulísimas las cuevas con los budas.
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