lunes, 5 de noviembre de 2012

XXII. La China (viii).

Queridos lectores:

Tomo dos autobuses y en el aeropuerto de Xián, el avión que me llevará a Shanghai. Esta vez al aeropuerto bueno, moderno, con internet y buena conexión a la red de metro, que es también eficiente. Sigo las instrucciones de mi anfitriona para coger el metro primero y luego un taxi. El taxista rehúsa llevarme, creo que porque el destino es demasiado cercano, sin dar explicaciones (las direcciones para los taxistas me las procuro de antemano por escrito con ayuda de algún tercero). Le digo calmado que ha de llevarme quiera o no, pero rehúsa. Saco papel y lápiz y anoto su número de licencia desde la acera asegurándome de que lo vea. Ahora sí quiere llevarme, qué cosas. Pero yo no quiero. Cojo otro taxi, honrado, que me deja a la puerta del bloque de Cecilia quien, de vuelta del trabajo, se apea de la bicicleta para saludarme.

Cecilia me invita a cenar en un restaurante de comida rápida china, que no está mal. Cecilia, que habla muy bien inglés y tiene un novio en los Estados Unidos de América, es profesora de mandarín para niños en un colegio privado internacional en Shanghai. Los alumnos son todos extranjeros, y el colegio muy caro, incluso para un europeo. Cecilia tiene un buen trabajo y lo sabe, otros amigos suyos han de trabajar mucho más duro para ganar mucho menos. No hay razón para sentirse culpable de tener buena suerte, le digo. En casa charlamos: es cuando Cecilia se ríe diciéndome que, en su opinión, tanta demanda de retratos conmigo (o con otros turistas) es por la novedad, como si fuéramos osos panda. Un servidor no ha nacido ayer y esto ya lo sabe, pero tampoco hace falta que le espeten su condición de atracción de feria, me río.

Cecilia en casa.

Como la casa es agradable y la conexión a internet rápida, paso la mañana escribiendo estas crónicas (18.10.12). Por la tarde me acerco al centro, a Nankín Road. Es peatonal y muy comercial, y hay montones de gente, incluyendo a los buscavidas que, cada veinte metros, viéndome solo y con evidentes aires de recién llegado, me salen al paso: ¿quieres comprar algo?, no, ¿relojes?, no, ¿un masaje?, no, ¿un masaje con señorita?, no, ¿sexo?, no.

De la calle Nankín se llega a la orilla del río Huangpu (un afluente enorme del Yangtsé, aquí ya en el delta) sobre la que está, de este lado, el Bund, los antiguos muelles comerciales de la era colonial, que se fueron convirtiendo paulatinamente en un escaparate occidental de edificios lujosos en el S. XIX, y del otro, Pudong, el barrio nuevo cuyo contorno forman algunos de los rascacielos más altos de Asia.

El Bund tiene cierto sabor europeo por la arquitectura, eso es innegable, igual que todo Shanghai. Aquí se ve a la gente algo más moderna, más sofisticada en el vestir y los modales, aunque tan pronto se aleja uno del centro se siente de nuevo en cualquier otra ciudad de la China. Paseo por el Bund entre un montón de gente y bajo la mirada pétrea de un Mao enorme a quien las omnipresentes banderas rojas no engañarían sobre el credo capitalista de la ciudad.

Mao libraba del mausoleo ese día.

El Bund.


 
  La orilla de Pudong, desde el Bund.

Telefoneo a Cecilia: hay una reunión de la red social esta noche, según ella misma me avisó, pero está cansada y no vendrá. Yo me quedo. En un bar junto a la torre de la Perla Oriental departo con unos cuantos viajeros: un australiano es profesor de inglés en un colegio local, donde lleva un par de años; una estadounidense de origen armenio lleva dos días de viaje, tras haber dejado su trabajo de profesora y vendido todo; un francés, cocinero de profesión, lleva diez años viviendo temporadas enteras en países distintos; hay también muchos chinos, algunos estudiantes, otros trabajando, todos quieren practicar su inglés y conocer gente. Soy el más viejo, está claro, pero disfruto contrastando mi propia experiencia con la de otros viajeros. Cambiamos de asiento a menudo para hablar con distintos comensales. Tengo la suerte de conocer a Serena, que lleva un par de años de guía turística tras haber estudiado para ello, y quiere serlo para extranjeros, pero cree que su inglés (bastante bueno: estos chinos son muy críticos consigo mismos) no está a la altura y viene aquí para mejorarlo. Mañana quiero ver la ciudad y cuando se lo digo se ofrece a guiarme como amiga, pues tiene el día libre y además así le sirvo de práctica internacional. Perfecto. Acepto muy agradecido, a condición de pagar yo los gastos. Hay que marcharse pronto, porque a las diez y media se para el metro le pille a uno donde le pille. Me despido de los presentes, a los que se han sumado algunos españoles según escucho, y me voy a casa.

Nankín Road.


La torre de la Perla Oriental.

Llego puntual a la cita con Serena, que me está esperando en el centro (19.10.12). Primera parada, el barrio de la antigua concesión francesa, donde se conservan algunas casas coloniales, llamadas shikumen, en piedra. Es un grupo pequeño de calles, entre edificos modernos y altos. Lo bueno es que las casas están restauradas, lo malo, que albergan la enésima colección de cafés y restaurantes franquiciados de siempre. Invito a Serena a un café y, a sus preguntas, le explico justamente lo anterior. Serena trabaja para una sola agencia de viajes que la llama de un día para otro cuando hay tajo. Paga algo más de cien euros al mes por una habitación de nueve metros cuadrados, con aseos comunales. Quiere ser guía internacional porque se gana más, y así poder mudarse a una habitación más grande (con aseos comunales). ¡Y Ayumi que me explicaba en Kioto que sus doce metros (con aseo privado) eran el mínimo legal en Japón! Serena me enseña en el móvil fotografías de su habitación. La felicito: la tiene impecable.

En la antigua concesión francesa.

La siguiente parada es la ciudad antigua, YuYuan. Es sábado, es la zona comercial tradicional, con un montón de tiendas, bares y restaurantes, y está atestada. Entramos en los jardines del mismo nombre, que tienen siglos de antiguedad y que se consideran los mejores jardines chinos (¡claro!) del país. Como hay que pagar entrada, la mayoría de los visitantes chinos se abstienen, y está bastante tranquilo. Serena descubre con agrado que su areditación de guía profesional le abre la puerta gratis.

En la ciudad vieja.

Los jardines de Yuyuán.

En la colección de abanicos de Yuyuán.


Volvemos luego al bullicio, a comer unas albóndigas típicas, pero sin esperar la cola de media hora que hay en el restaurante más afamado. Ventajas de ir con una guía: comemos bien, barato y cómodamente sentados con vistas al estanque central. Recorremos a pie el barrio y cruzamos luego a Pudong, donde se concentran los rascacielos modernos, y desde cuya orilla vemos la de enfrente, Puxi con el Bund. En vez de ir a los antiguos pabellones de la Exposición Universal de Shanghai de dos años atrás, le propongo subir a la torre del World Financial Centre, que hasta hace unos años era la más alta de Asia. A Serena, que ha estado allí antes, claro, le sale gratis. Me dice que porque este rascacielos lo hizo un arquitecto japonés, muchos de sus grupos prefieren ir al segundo más alto, Jin Mao, proyectado por chinos. Hay muchas maneras de ser tonto, replico.

De nuevo en la calle.

Serena reponiendo fuerzas.


A mí me encantan los rascacielos, y me encantan las vistas desde los sitios elevados, aunque a otra gente le puedan parecer una memez, así que disfruto un montón. Bajamos al atardecer. A mí no me queda ya energía para ir a la Exposición, y a Serena la acaban de avisar de la agencia de que mañana tiene un grupo. Me despido muy agradecido y deseándole toda la suerte del mundo en sus ambiciones. Antes de acostarme, en casa charlo un rato con Cecilia, que dice encontrarse muy cansada esta semana.

La orilla de Puxi, desde Pudong.

 La torre Jin Mao (china) y a la derecha 
 la del World Financial Centre (japonesa).


 






Se me está rompiendo el pantalón y una de las zapatillas acusa desgaste prematuro. Dejo las zapatillas en el zapatero de debajo de casa, y me acerco a una conocida tienda de deportes internacional que me indica Cecilia (20.10.12). Entre una turbamulta de niños pequeños a los que andan comprándoles ropa de invierno, esquivando incluso a alguno que vomita en el pasillo, constato que el género a la venta aquí es sólo la fracción barata de segundas marcas de lo que se exhibe en España. En cualquier caso, no encuentro nada útil. Pregunto en el barrio y acabo llevándole los pantalones a una señora que cose a la puerta de unos grandes almacenes, con una máquina a pedal. Lo bueno es que me los puede remendar con unas piezas. Lo malo, que también atiende un puesto de duplicado de llaves y no paran de interrumpirle en mi labor. Pero el resultado vale la la espera. Recojo las zapatillas y el zapatero me explica orgulloso que no sólo me la ha pegado, sino que la ha recosido, debería aguantar sin problemas. Habituado a nuestra sociedad de consumo feroz, celebro de corazón la eficacia de esta otra de conservación que ya periclita entre nosotros.

Cecilia ha recordado que tenía una cena con una amiga, o eso dice, y ya no me acompañará a la Exposición Universal como me había dicho. Sin problemas. Yo también cambio de planes y decido irme al Museo de Shanghai, que tiene fama de ser de los mejores del país. Fama que conocen los cientos de visitantes que me preceden en la fila, en la que me obstino pese al canto de sirena (o de pécora, más bien) de una de las chicas que "sólo quieren entablar conversación". No gracias, voy al museo caiga quien caiga.

El museo hace justicia a su buen nombre. Paseo luego por la zona del centro que no conozco, pero no tiene mucho interés. Cuando más tarde recorro otro tramo de la calle Nankín cuento los buscones: en quince minutos me salieron diecisiete proponentes, hombres y mujeres. Al que hasta se permitió cogerme del codo (y van ...) no le dí un sopapo por muy poco. Y no incluyo a las chicas que, en parejas, venían sonrientes con la excusa de entablar conversación, porque desistían al primer rictus. Lo cual me trae a la memoria la testigo de Jehová del metro de Pekín que pretendía incluirme en su club de lectura de la Biblia. A veces pienso que debo parecer memo del todo.


En la plaza del Pueblo, donde está el museo.

Antiguas monedas chinas.





El mítico jarrón chino.


Ya es de noche cuando me asomo de nuevo al Bund y lo recorro morosamente, guía en mano para identificar todos los edificios. Hay mucha gente y muchas parejas de novios fotografíandose contra los rascacielos de Pudong. Ellas de rojo o blanco, ellos de negro. Es una suerte tener gustos sencillos: me compro una cerveza y algo de picar y me instalo en el paseo para disfrutar de las luces: las de los rascacielos, las de los anuncios que cambian, las de los barcos que pasean a la gente por el río, las de los flashes de la gente que se pasea sin barco, las de los edificios nobles del Bund. Cuando me siento saciado, me voy a casa. Como no es muy tarde y no está muy cansada, charlo un rato con Cecilia antes de irme a dormir.

En el Bund.


"I love SH".

He quedado por la mañana en la estación de tren de Hongqiao, al otro extremo de la ciudad, con Sabrina (21.10.12). Siguiendo la advertencia de Cecilia, cojo un taxi que en media hora me deja allí. Aprovecho que me sobran ríos de tiempo para sacarme un billete en el tren rápido de regreso a Pekín, para el día siguiente. Poco después de la hora convenida, llamo por un teléfono prestado a Sabrina, que no comparece.

La recién estrenada estación de Hongqiao parece un aeropuerto.


Me reúno con ella afuera: su novio, Mateo, ha perdido la cartera en el taxi, y están como locos intentando recuperarla. Me presenta a Valentina, una amiga de Mateo que está de visita. Sabrina es compañera de karate en Madrid, y ha venido aquí acompañando a su novio, arquitecto, a la vez que conserva el empleo español a distancia, en marketing y publicidad. Según Mateo, hay muy poco trabajo en Europa, pero mucho en Shanghai. Valentina también es arquitecta, y todos son italianos. Tras un rato de llamadas frenéticas, Sabrina y Mateo deciden quedarse en Shanghai para intentar recuperar la cartera.

Con Mateo y Sabrina.

Es una pena que Sabrina esté tan liada y que encima haya pasado esto hoy. Me cuenta que, no sin esfuerzo, ha conseguido una clase de karate a la semana, y está muy contenta. Además estudia chino y hace otro montón de cosas. Tras unas fotografías de recuerdo,Valentina y un servidor nos despedimos para reunirnos con Andrea, Alejandra y Alessandro. Vamos de excursión a Hangzhou.

Valentina también es arquitecta, en Italia, igual que Andrea, sólo que él ha seguido el mismo destino que Mateo y trabaja en Shanghai. Alejandra, murciana, y Alessandro, romano, son pareja. Todos se conocen de Madrid. Alejandra trabaja en el mundo empresarial y Alessandro a distancia para su antigua empresa española, en informática. Sacamos billete de ida en el tren rápido, pero no de vuelta, pues dudamos de la hora de regreso. Es un error garrafal en esta China superpoblada que lamentaremos más tarde.

Hangzhou tiene como atracción turística un gran lago rodeado de paseos y algunos monumentos antiguos. Esquivamos a los taxistas de rapiña, nos apeamos del autobús en el bosquete de "Escuchar cantar a las oropéndolas", y paseamos entre la multitud por lugares de nombres no menos evocadores. El lago es bonito, patrimonio de la humanidad por la UNESCO, aunque muy turístico, y a cada rato hay que esquivar los minibuses eléctricos que ocupan todo el paseo supuestamente peatonal.



Alejandra, Andrea, Valentina y un servidor.


El lago del Oeste.

Andrea nos explica que trabajar con los chinos no es ninguna bicoca. Aunque hay trabajo de sobra y está bien pagado para los arquitectos extranjeros, los locales no son amigos de esforzarse, sino más bien partidarios del escaqueo o del mínimo esfuerzo. Constantemente hay que estar supervisándolo todo con cuidado, y no se puede relajar uno delegando tareas. Alejandra ha tenido también alguna experiencia laboral con chinos y lo corrobora. En la China todo el mundo tiene empleo, o casi, y todo el mundo cuenta con conservarlo haga lo que haga. Lo mismo decía Melchior: salvo que cometas un gravísimo disparate, puedes contar con el puesto para siempre.

La pagoda de Leifeng, reconstruida hace no mucho.


El lago visto desde la pagoda.

Paseamos sin descanso y nos fotografiamos con quien nos lo pide también sin descanso. Alguien nos interrumpe para pedirnos otro retrato. Cansados, le decimos que no, pero no aguanto ni medio minuto sin que me pese en la conciencia y recitifico: si no a todos, al menos me tendrán a mí en la fotografía. Eres demasiado bueno, me dice Valentina, a quien el lago y la China entera le parecen muy románticos. Andrea y un servidor nos burlamos del romanticismo chino de Valentina toda la tarde, pero ella estuvo a la altura, con muy buen humor.

Como es domingo por la tarde, los autobuses de regreso a la estación del ferrocarril van atestados. Con mucho esfuerzo y conteniendo el aliento, conseguimos colarnos en uno y llegar a destino. No quedan billetes de tren para Pekín. Cometimos un error y ahora lo pagamos buscando un autobús o un taxi que nos lleve. Alguien nos ofrece ayuda a cambio de una propineja de medio euro, y no sin bastante jaleo y confusión (tercer mundo del bueno) finalmente volvemos en autobús, aunque no en cuarenta minutos, sino en más de dos horas. Y ojalá hubiera durado diez minutos más, porque me perdí la escena final de una famosa película de guerra que seguí todo el trayecto, qué rabia.

Cuando llegamos ya no quedaba tiempo para más, despedidas en el metro, y a casa luego en un taxi, que el metro cierra en diez minutos y me dejará en cualquier parte. La buena noticia es que Mateo ha recuperado la cartera. En la policía les han mostrado a Sabrina y a él grabaciones de cámaras públicas en las que aparecen ellos mismos. Es asombroso que en una ciudad con tantísima gente (y tantísimos occidentales), en el mismo día les puedan localizar así. Da miedo.

Alejandra y el que faltaba, Alessandro.


Abrazos para todos.

2 comentarios:

  1. otra aventurilla más. Ya puedes ir haciendo una lista de quién es quién, y sobre todo que no te caigan todos los coachsurfers en Venturada de golpe y a la vez.

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  2. Periclitar! Hay que hacer un alto en la lectura; no es para menos. Creo que es la primera vez que aparece este verbo florido. Eres un poeta.
    Hablando de flores, los cantos de sirena son ofrecimientos de sexo? No me ha quedado claro del todo.
    Shanghai tiene que ser espectacular. Te tiraste desde algún rascacielos rollo Misión Imposible?
    Y hablando de películas, cuál era la peli del bus?

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