Queridos lectores:
Volvemos a madrugar para ir al templo de Shaolín, a una hora y media de Luoyang (14.10.12). Dos autobuses hemos de tomar, y yo he de volver esta tarde a tiempo de coger el tren a Xián. Sheldon dormirá en la vecindad del monasterio.
Esquivamos a gente que nos ofrece tortuosamente llevarnos a Shaolín. Cogemos el autobús de línea, que sale en unos minutos. Vamos literalmente a velocidad de escape: somos, y no exagero nada, el vehículo más lento de la ciudad primero y de la carretera después. Nos pasan hasta los carricoches más desvencijados. Sheldon se parte de la risa, pero a mí, además de corroerme mi innata impaciencia, me duele perder tiempo cuando he de volver en el día, lo cual tiene sentido sólo si los horarios se cumplen medianamente. A la media hora no puedo más y me acerco a preguntarle al chófer, que aguanta estoico. Ipso facto me avergüenzo de mí mismo, pero por lo menos he aplacado el mal humor que me estaba entrando. Sheldon no ha parado de reírse.
Llegamos por fin a Shaolín, el otro autobús y estamos a las puertas del templo, o más bien, a las puertas del complejo turístico del que el templo forma parte. Hay un montón de visitantes, un montón de tiendas de recuerdos, de comida, de instrumentos para artes marciales que a un servidor le parecieron quincalla para turistas, dos funiculares para ir a las colinas cercanas, un centro de entrenamiento de kungfú, un teatro para las exhibiciones de kungfú, una gran explanada y un campo de atletismo, un bosque de pagodas, un museo de estatuas de Buda, y por fin, el templo, que es lo que menos abulta. Parece cualquier cosa menos un lugar de retiro ascético y marcial.
Visitamos el templo y el bosque de pagodas, que era lo más interesante por inusual. Como nos quedaba tiempo hasta que comenzase la exhibición de artes marciales, le propuse a Sheldon subir en uno de los funiculares a ver las vistas. Sheldon se iba a quedar otro día más y prefirió ahorrárselo, e hizo muy bien. El funicular, la colina, las vistas y la luz que había ese día eran una birria. Habíamos quedado en vernos en el teatro, pero había tanta gente que fue imposible encontrarnos. Así, bruscamente, terminaron los dos días de viaje con Sheldon, aunque luego pudimos despedirnos como está mandado por correo electrónico.
El templo de Shaolín, propiamente dicho.
El bosque de pagodas.
El teatro estaba abarrotado. El espectáculo, de media hora, lo presentaba una señorita en minifalda con micrófono y música a todo volumen. Los muchachos que salieron estaban bien entrenados y muy en forma, eso saltaba a la vista, pero sus ejercicios no eran muy exigentes. Incluso llamaron a tres voluntarios, como si estuviéramos en el circo o en Las Vegas, y al que mejor lo hizo le regalaron un dvd. Sí me pareció muy respetable que un monje (supongo que todos lo eran) perforase de un golpe seco una luna de cristal con un clavo. Y nada más. He de imaginar que la fama del templo como centro de artes marciales se justifique por lo que no ví y no muestran, porque lo que ví y muestran me lo podía haber ahorrado.
Monjes dentro del teatro.
Monjes fuera del teatro.
Acabada la demostración, tenía que volver a Luoyang a tiempo de llegar al tren. En uno de los aparcamientos, autobuses de todos los tamaños se anunciaban para ir allá. Subí al primero que me indicaron. Sólo hay otro pasajero echando un pitillo dentro del autocar. El supuesto chófer me pide que le pague. Con mucho gusto, en cuanto vea que nos ponemos en marcha. No, no, ahora. No, no, cuando nos movamos, aquí no hay nadie. Pasó un rato y el autobús no se movió, claro. Me moví yo. A un microbús. Sí, sí, seguro, salimos en quince minutos, a tal hora. Perfecto (sin pagar aún, claro). Dieron la hora y dieron diez minutos más. Me voy. No, no, no se vaya, que nos vamos enseguida. Subí a un tercer autobús, ya bastante lleno con gente de aspecto normal. El chófer no me quería dejar entrar, me señalaba para que volviese al microbús. Ni caso. Me senté de forma ostensible para que todo el mundo me viera. Si me quieren echar, tendrán que llamar a la guardia civil o usar la fuerza delante de veinte viajeros. Otros cinco minutos y aparece el chófer del microbús, que vaya para allá, que nos vamos. Tururú, no ha cumplido el horario y no pienso moverme. Que este autobús no sale hasta las tantas. Ni por esas, no me creo nada. Me coge del hombro (ya lo echaba de menos), que sí, hombre, véngase. No. Final. Yo creía que no volvería a encontrarme estas situaciones hasta regresar al tercer mundo estricto, pero se ve que en la China tienen los tres mundos entremezclados, y puede que alguno más.
Al rato nos fuimos, no sin que pasase una hora en la que no se movieron ni el autobús primero al que subí, ni el microbús en el que tanto me querían. Con suerte, tendría el tiempo justo para coger el tren de Xián. A la carrera compré algo de comer y me subí a un taxi al llegar a Luoyang. La estación del tren rápido está a las afueras, la ciudad es muy grande y a esa hora había no poco tráfico. Le mostré el billete de tren con la hora de salida al taxista para que se hiciera cargo, y le recompensé con una propina de medio euro que le arrancó una sonrisa de oreja a oreja. Bien está lo que bien acaba.
Afortunadamente, la estación y el tren rápido corresponden a la China del primer mundo, por lo que en una cómoda hora y media llegué a Xián, cuya estación de tren rápido está en la misma categoría. Categoría que se esfuma en cuanto se sube uno a un taxi, que era la recomendación de mi anfitrión, Melchior. Vuelta a las peticiones exorbitantes y a la complicidad delincuente de los taxistas. Del primer al tercer mundo sin pasar por el segundo en ciento cincuenta metros desde que bajé del tren. Iría de otro modo, andando si fuera necesario. En la garita de la policía, al otro lado de la calle, pregunto qué autobús me lleva a la estación antigua (en el centro de la ciudad), y me quejo de la mafia taxista. Los dos policías, hombres jóvenes, se ríen como quien comenta las travesuras de un chiquillo. No se rían, son un hatajo de delincuentes y ustedes policías, deberían llevárselos a todos detenidos. Se ríen, pero ya con un poco de sonrojo. Insisto y cuando veo que una modesta vergüenza desbanca a la risa, los dejo en paz. El autobús cruza media ciudad de noche. La media ciudad moderna, con muchos edificios con su neón preceptivo, muchos hoteles, muchos clubes, y mucha gente muy bien vestida (a la china). En la estación vieja me hago el loco para tomar un taxi sin hacer cola saltándome a unas dos mil personas. Prebendas de ser un turista atontado, me digo. El chófer, que no me pide nada raro sino que baja el taxímetro, me lleva diligentemente hasta donde Melchior me espera, en un centro comercial nuevecito y reluciente junto a su casa. Vuelta al primer mundo, qué mareo.
La China del primer mundo al rescate.
Torre principal en la muralla de Xián.
Compramos un poco de leche y nos vamos para casa, es ya muy tarde y Melchior ha de madrugar. Antes, me explica que lleva varios años en la China como profesor universitario de matemáticas. Su novia es china y vive en Shanghai, pero a Melchior no le gusta esa ciudad, demasiado occidental. A él, que habla chino con no poca solvencia como he podido comprobar, le gusta la China china, no la otra. Con eficacia germana, me explica qué y cómo visitar en estos días, me deja una llave, y nos damos las buenas noches.
En tiempos, Xián era el extremo de la principal ruta de la seda, o de la confluencia de todas ellas en una final. Hoy es una ciudad que conserva las murallas del casco viejo, muy extensas y parcialmente reconstruidas, unos cuantos monumentos reseñables, mucha vitalidad y la proximidad a la gran atracción: los guerreros de Terracota del primer emperador de la China, Qin, de hace unos dos mil doscientos años.
Con un café en la mano hago cola para el autobús de línea que lleva hasta la excavación y museo de los guerreros (15.10.12). Un hombre, en correcto inglés, me propone llevarme en coche con otros turistas, sin tener que hacer esta cola tan larga, y esperarme para volver. Conforme. Vuelve con dos parejas de occidentales mayores que yo, pero una de ellas deshace el trato porque había entendido mal el precio. El hombre nos dice a los alemanes y a mí que busquemos sustitutos para arreglarlo. No, le explico: es usted quien quiere hacer negocio, nosotros ya estamos en la fila del autobús, y usted es quien necesita los sustitutos. Los alemanes asienten divertidos y el hombre se marcha. Para cuando vuelve hemos avanzado tanto que la rebaja que nos ofrece, a falta de reemplazos, es insustancial. No, le explico: es usted quien quiere hacer negocio, nosotros en breve subiremos al autobús; para que nos valga la pena, la oferta de usted ha de ser muy competitiva. El hombre se sonríe, quizá por no pegarme un puñetazo, y se va resignado. Nosotros subimos al autobús comentando que la ley de la oferta y la demanda es dura lex, sed lex.
Mi compañera de asiento es una profesora china de inglés que ha venido con su marido a acompañar a su hija, que empieza arquitectura este año en Xián, lejos de su ciudad natal. Hablamos de la contaminación, el precio que les toca pagar por ser, según ella, la fábrica del mundo. Y de sueldos: según ella, el salario medio es de casi mil quinientos euros. O me toma el pelo, creo que no, o está muy engañada. Vacaciones no más de diez días al año, aunque ella, profesora, tiene más.
Como dice la guía de viaje, si comprase uno un guerrero de terracota en miniatura en cada uno de los puestos que median entre la parada del autobús y el recinto arqueológico, podría formar su propio ejército. No hay más que seguir a la gente. Hago la visita en orden creciente de importancia: primero el museo, en el que destacan dos carros muy bellos; luego la fosa número tres, enorme e impresionante, pero con pocos guerreros al aire y la mayoría en pedazos sin montar; sigo por la fosa número dos, más pequeña pero con estatuas completas que se pueden ver algo más de cerca. Lo que he visto hasta ahora ya justificaría una visita por sí solo. Dejo lo mejor para el final: la fosa número uno. Si la tres era enorme, ésta es gigantesca. Se asoma uno al pretil de la entrada y ve ante sí cientos de soldados en fila. Entre cientos de cabezas de turistas en masa. No se escuchan los ecos románticos de un ejército fantasmagórico, sino los berridos amplificados por altavoz de los guías turísticos rivalizando por ser el que más decibelios genere. A grandes males, malos remedios: me pongo en los oídos los tapones que llevo siempre que viajo. Mucho mejor.
La fosa número 3.
Este se parece a mi amigo Carlos.
La fosa número 2.
La fosa número 1.
Casi todo el día se va entre guerreros. Ya cayendo la tarde paseo por el centro de Xián: la torre de la campana, la torre de los tambores, las avenidas comerciales y detrás, la gran mezquita y el barrio musulmán, vestigios de otros tiempos. La mezquita, construida y decorada a la china, resulta muy chocante, y también ver a chinos tocados con gorros blancos musulmanes. A su alrededor hay una pequeña medina con puestos de ropa sin interrupción en los que, tras regatear con firmeza, me compro un par de calcetines y una camiseta por un precio irrisorio, y sé que podría haber pagado incluso menos.
La torre de la campana.
La torre de los tambores.
Avenida moderna.
Musulmán en la mezquita.
En casa, Melchior, que anda muy atareado en la universidad, me cuenta cosas: un profesor universitario extranjero cobra 5.500 yuanes al mes, es decir, menos de setecientos euros. Uno chino, no más de 3.500 (menos de quinientos). Del sueldo del que hablaba mi compañera de autobús, nada de nada, ni en la universidad ni fuera. Comentamos la falta de respeto del tráfico rodado por los peatones. Melchior, quien como buen matemático gusta de números, sentencia que seiscientos peatones mueren atropellados al año en la China. Puesto que hay más de cien ciudades de un millón de habitantes, el promedio es de menos de media docena por ciudad y año. No está tan mal. Melchior planea quedarse en el país aún algún tiempo, desde luego mientras conserve la novia, luego, ya se verá.
Melchior trabajando en casa.
Había pensado ir hoy (16.10.12) a las montañas amarillas, Huan Shan, a una hora y media de Xián, pero amanece lloviendo profusamente y decido conformarme con hacer un par de gestiones y visitar algún monumento más en la ciudad. Tomo café en un bar occidental, tras mucho papeleo cambio unos yenes que me sobraron por yuanes, y me saco luego un billete de avión para el día siguiente, a Shanghai: el tren más rápido tarda más de una docena de horas, el avión, un par.
Ha entrado ya la mañana y escampa. Tanto que decido recuperar mi plan original pese al tiempo perdido. Aunque no me dé tiempo a recorrer las montañas enteras, puedo subir en funicular y dar un paseo de algunas horas. Dicho y hecho: cojo el autobús a Huan Shan. Cuando llegamos, enfilo hacia la entrada de la zona protegida, donde hay un templo. Rebaso el templo, pero ni rastro del funicular. Pregunto por señas. No, no, eso es en la entrada norte, ésta es otra. Tiene usted que coger un taxi hasta el pueblo siguiente. Un taxista me lleva timándome respecto al precio que, precavido, pregunté antes. Como el clavo no llega ni a medio euro y no quiero perder más tiempo, lo dejo correr. A la taquilla: sí, aquí tiene usted que coger el autobús oficial que le lleva al funicular. Perfecto, deme una entrada, por favor. Tome, la entrada al parque, tanto. Gracias. No, tiene usted que ir a la ventanilla de al lado a sacar el billete del autobús. Muy bien, no lo podían haber hecho ustedes más complicado, le digo. Pues sí, que lo pase usted bien. Mientras espero el autobús, las azafatas de tierra (en la China hay personal multitudinario para todo) me preguntan cuántos años tengo entre risitas. Decido sentirme halagado por no sentirme oso panda.
Recorriendo una bella garganta, llegamos a la entrada del parque. Adelanto a un grupo de turistas chinos con permiso de su guía, y le enseño los dos billetes que llevo a un revisor al pie del funicular. No, no, tiene Usted que sacarse otro billete. Han logrado Ustedes el más difícil todavía: autobús hasta el primer pueblo, taxi al segundo, autobús a la entrada, billete del parque, billete del autobús y billete del funicular, cada uno en una ventanilla y, si mi sueldo fuera chino, todo muy caro. Y eso que es un lugar muy visitado. Enhorabuena.
Subo a la cabina del funicular y me siguen como un rayo dos señoras y tres muchachitas. El lugar es bellísimo: afiladas montañas graníticas de grandes paredes con bosques y más montañas alrededor. El cielo está despejado por completo. La ascensión a pie es muy dura: seis horas verticales a veces por escalones muy aéreos apenas tallados en la roca viva. La ascensión en funicular es otra sesión fotográfica: las jovencitas se turnan para retratarse en mi banco, cuidando de incluirme en el encuadre con algo de disimulo. No pasa nada: les propongo que nos fotografiemos posando abiertamente, ¿para qué estamos si no? Cuando tras media docena de fotografías y mucho cotorreo acaba la sesión, una de ellas se atreve a decirme, en inglés, que soy guapo. Y yo que pensaba que sólo me veían como oso panda, mira qué bien.
Ejerciendo de guaperas.
El funicular nos deja a 1.600 metros, en el pico norte, pero yo quiero llegar, por lo menos, al pico sur, el más alto, a 2.050 metros, así que echo a andar a paso ligero, escalones de piedra arriba, rebasando a montones de plácidos paseantes más domingueros que un servidor. El camino remonta escaleras excavadas en aristas de roca, con bonitos vacíos a los lados. A más de uno le resulta vertiginoso y avanza como un caracol agarrado a los pasamanos. Yo sigo, procurando disfrutar pero sin quedarme dormido. El último funicular baja dentro de pocas horas y no me quiero quedar arriba, aunque hay algunos templos y algunas hospederías en los peñascos.
Llegando al pico sur rebaso a un señor que porta dos sacos a los extremos de un palo al hombro. Un visitante chino que camina a mi lado aprovecha que el hombre ha parado para preguntarle y hacerle un pequeño relevo con la carga monte arriba. Sólo con gran esfuerzo el joven consigue avanzar mientras le retrato con su cámara. Cada saco pesa cincuenta kilos. Asombrado, los tiento y me lo creo.
Ya en la meta del pico sur, visto que he tardado menos de lo previsto, me tomo mi tiempo para disfrutar despacio de estar en la China, de las vistas, del sol, del aire puro, de la montaña y, sobre todo, de ser un turista y no un pobre peón acarreando sacos de cemento como una acémila para construir no sé qué entre las peñas. Como siempre, me falta Rocío, pero sólo físicamente.
En el pico sur.
Por ahí sube otro mozo de carga.
En la bajada, poco antes del cierre, coincido otra vez con las señoras y las chicas en el funicular, pero mi belleza debe haberse marchitado durante el paseo: sólo algunas sonrisas y nada de piropos. Deshago el viaje ahorrándome el taxi y uno de los dos autobuses, y vuelvo a casa de Melchior a las tantas de la noche.
Gente subiendo por la arista al templo de la derecha.
El último tramo de escalera hasta el funicular.
Abrazos para todos.
Fernando, en ciertos países las jóvenes están deseando conocer a un príncipe azul que se las lleve al primer mundo. No quiero parecer arrogante ni dar nombres de países, pero me ha pasado ya un par de veces y no es nada cómodo. Y sigue dándoles fuerte a los taxistas...qué abuso.
ResponderEliminarJa ja, anda que te has tenido que ir lejos para ligar...
ResponderEliminarPobre Fernando, Carlos. No le quites la ilusión al chiquillo. Aguafiestas!
ResponderEliminarQué impresionante lo de los guerreros también. Espero poder ir algún día. La montaña también se ve muy bonita.
Veo que el brasas tour sigue: golpeador!