viernes, 16 de noviembre de 2012

XXIV. Hong Kong (único).

Queridos lectores:

En vuelo directo llegué a Hong Kong, la tercera China. Como Taiwán, forma parte de un único país tras ser devuelta por los británicos a comienzos de este siglo, y como Taiwán, tiene un régimen económico y político independiente y democrático, y acuña moneda propia. El inglés es lengua oficial junto con el chino y se conduce por la izquierda. Otras cosas recuerdan también su pasado británico, incluyendo autobuses de dos pisos y, por supuesto, señalización en inglés.

Del aeropuerto (sin visado y con teléfono público gratuito como deferencia para los viajeros) en tren de los modernos hasta el centro, y autobús gratis hacia la zona de los hoteles. Con la ayuda de las señoritas de información turística (cuando los hay, es útil pedir opinión en estos centros) me instalé en un business hotel en Tsim Sha Tsui, en la península de Kowloon, justo en el centro. Me recibió una gobernanta entrada en carnes que hablaba a voces, pero la habitación estaba bien, con vistas al parque de Kowloon, y la señora se portó con mucha amabilidad pese a su tosquedad.

Para cuando me hube instalado eran casi las ocho. A esa hora, a la orilla de la bahía, a cinco minutos escasos del hotel, desde el llamado Paseo de las Estrellas (un remedo de Hollywood Boulevard, pero menos cutre) se puede ver un espectáculo de luz y sonido sobre los rascacielos de la otra orilla, la de la isla de Hong Kong propiamente dicha. Hay mucha gente pero el paseo es extenso y se puede ver bien el otro lado. El espectáculo, de apenas quince minutos, consiste en un juego de láseres finos y gruesos, cañones de luz, neones y música electrónica, hortera como es de rigor en estos casos. No es más que la excusa para iluminar los rascacielos y atraer al público, pero como a un servidor le gustan los rascacielos, me gustó que los iluminasen. La música también me gusta, pero esta se la podían haber ahorrado.


Hong Kong desde Kowloon.



Me quedé en el paseo contemplando el paisaje cuando se disipó la muchedumbre. En el pavimento hay baldosas con la impresión de las manos de actores y actrices famosos de Hong Kong. Bruce Lee tiene, además, una estatua ante la que todo el mundo se retrata con pretendidos aires marciales. En cualquier caso el paseo procura las mejores vistas del skyline nocturno y desemboca en una zona de hoteles caros, restaurantes y bares. Cené, por capricho, salchicha alemana (de las buenas, no de la calle) y cerveza también alemana y me fui a dormir tranquilamente, esquivando ofertas variadas para comprar de casi todo a cualquier hora.

Bruce Lee esperando a algún valiente.

Ante el centro cultural.

Temprano por la mañana cogí el ferry que en diez minutos une Kowloon con Hong Kong, y acto seguido el tranvía a la cima, el Peak Tram (04.11.12). Operativo desde principios del S. XX, el tranvía escala la loma remolcado por cable con una inclinación vertiginosa. Tanta que en gran parte del recorrido, reclinados sobre los asientos de madera, los pasajeros tenemos la vívida sensación de que son los edificios los que se vencen hacia atrás. Tras escapar del centro comercial al que comunica la estación de llegada, paseo por la carretera a media ladera (la cima verdadera aún queda más alta) para disfrutar de las vistas, de la fronda del parque, y del frescor de la mañana. Voy recortando la latitud y se nota en la temperatura y la vegetación, a las que se añade la humedad del océano.

Desde mi ventana.


El International Commerce Centre. 



Kowloon en segundo plano.


La bajada en el tranvía se hace de espaldas, lo cual sumado a la cuesta le hace sentir a uno en un parque de atracciones. Por supuesto que hay carretera y autobuses para hacer el viaje, pero todos los turistas cogemos el tranvía. Cuando salgo, la cola para entrar es ya enorme.

No todo son edificios.

La estación del tranvía, con una terraza en lo alto.

Paseo por la parte baja de Hong Kong, entre los rascacielos más conocidos. La expresión jungla de acero y cristal parece apropiada. Entre edificio y edificio serpentean pasos elevados para el tráfico rodado, pasarelas para los peatones, vallas para que no se mezclen unos y otros. A veces me cuesta intuir el camino, que para acabar de complicarlo, atraviesa en ocasiones el vestíbulo de alguno de los rascacielos. Quedan unos pocos edificios históricos de ladrillo o piedra, como la legación francesa y la catedral, y parques abarrotados de gente. Sigo sin suerte para ver pájaros, pero disfruto de la caminata, al menos mientras haya sombra. Cientos de mujeres filipinas pasan el domingo haciendo picnic y sociedad sentadas por tierra no sólo en los parques, también en las aceras e incluso sobre la calzada de alguna calle cortada a los coches. Es el día libre de miles y miles de empleadas domésticas filipinas. Un grupo religioso vestido con togas entona cánticos por megafonía junto a ellas, pero no parecen inmutarse. Hong Kong no es demasiado grande y tiene cierto sabor británico, no tan marcado como quizás les gustaría a los locales, pero inconfundible.






La catedral de St. John.

La torre del Bank of China.
 

 


Señoras filipinas pasando el domingo entre amigas.

Cuando he visto todo lo que me apetecía vuelvo en metro al parque de Kowloon, que al aire británico le añade el chino y no poco de andorrano con sus comercios de electrónica libres de impuestos. Todos los domingos por la tarde una asociación local organiza "la esquina del kungfú". Un grupo de señoras hace una exhibición bastante meritoria de lo que creo es taichi, otra señora hace unos ejercicios sola, correctos pero no impresionantes, unos chicos danzan con un dragón articulado de papel, y un servidor decide que está todo muy bien pero que ha tenido bastante. El aviario en el parque compensa parte de la poca suerte que estoy teniendo para ver bichos por estas tierras. Un descanso en el hotel y ya de noche me acerco al espectáculo que últimamente me tiene fascinado: más cine. Esta vez una de agentes secretos. Cine y retirada completan el día.




Hoy quiero visitar una isla más lejana de las que componen el territorio de Hong Kong, Lantau (05.11.12). Cruzo en un primer ferry de Kowloon a Hong Kong, y seguidamente en otro hasta Mui Wo. La travesía es bastante larga y pasamos entre muchos buques mercantes de gran tamaño, fondeados en las afueras de la bahía. También pasamos por bastantes islas que se ven prácticamente desiertas y cubiertas de vegetación. Es cierto que en el centro de Hong Kong se amontonan los rascacielos, pero también lo es que hay mucho  territorio libre para una población relativamente modesta, pues no llega a los ocho millones de habitantes. La isla mayor de las menos habitadas es justamente Lantau, donde atracamos. La procesión de turistas se dirige luego en autobús, cruzando los montes en media hora, a donde se halla el buda gigante de Tian Tan, principal reclamo de la isla junto con los paseos por el campo.

Llegando a la isla de Lantau.

Las tiendas de palillos me fascinan casi tanto como los rascacielos.


El buda gigante de Tian Tan.

Aparte del buda, de construcción muy reciente, y del poblado turístico que lo arropa, no hay mucho más que hacer, así que tomo pronto el funicular que atraviesa la isla en el otro sentido para conectar con la red de tren que viene del aeropuerto, cercano. Mientras hago cola para subir al coche, una mujer filipina se fotografía disimuladamente conmigo. Sonrío, no pasa nada, celebro recuperar mi atractivo de oso panda. Las vistas sobre el aeropuerto son lo mejor del viaje aéreo. Eso y evitar la tremenda cola que hay para subir al funicular desde el otro fin. Parece que he acertado en el orden de la excursión.

Tras comer, del tren me apeo en la estación del International Commerce Centre. El rascacielos más alto de la ciudad y uno de los más altos del mundo. El edificio y las vistas son espectaculares, como siempre, pero una densa calima entorpece las fotografías. Cuando me harto de mirar en todas direcciones, en taxi me voy al hotel. Los taxis de Hong Kong son coches amplios y limpios, los taxistas educados y serviciales y el servicio muy barato. Ojalá fuera siempre así, pienso mientras me disculpo conmigo mismo por mi tormentoso trato con el gremio. Paso el resto de la tarde hablando con familia y amigos por internet, y escribiendo, hasta que ya de noche salgo a estirar las piernas por el Paseo de las Estrellas. Montones de fotógrafos profesionales exhiben ejemplos de sus retratos frente al contorno de Hong Kong. Me detengo a examinarlos: abundan las de gente flexible con un pie por encima de la cabeza, jóvenes haciendo equilibrios sobre la barandilla, amigos saltando simultáneamente, parejas amorosas, chicas en poses sugerentes, cachas luciendo musculatura y, de vez en cuando, gente normal sin más. Enormes anuncios luminosos rematan gran parte de los rascacielos: Hong Kong es un gran supermercado de todo y se jacta de ello. Antes de ir, lo había creído un tanto hostil para vivir, pero vistos los espacios naturales que aún conserva y conocido que este año ha superado a la cabeza de la esperanza de vida a Japón, he de enterrar mis prejuicios. Sin embargo, a mí dos días me bastan. Mañana me iré. Hubiera salido a tomar algo con Yan, como tenía previsto, pero cuando la llamé se disculpó por estar enferma. Otra vez será. Me quedo con las ganas de saber de primera mano cómo se sienten los hongkoneses respecto a su pertenencia a la China y otras cuestiones.

Al fondo, el aeropuerto.

Desde el International Commerce Centre.



La histórica torre del reloj.

El ICC de noche.

Mi última gestión antes de salir para el aeropuerto a mediodía, es hacerme la pedicura (06.11.12). Suena propio de señoritingas o de señoronas, lo sé, pero no, se trata más bien de ir al callista. Hay mucha tradición en la China, por todas partes se ofrecen masajes para los pies y pedicura, y no quiero desaprovechar una buena oportunidad de que me hagan algunas reparaciones. Llevo ya muchos kilómetros caminados y desde hace semanas molestias en los dedos que requieren atención o acabarán parándome.

En aceptable estado de revisión, me subo al avión que, vía Hanoi, me ha de llevar a un nuevo país. Digo adiós al primer mundo y me preparo para destinos más exóticos.

Abrazos para todos.

3 comentarios:

  1. Definitivamente ir al callista en Hong Kong es lo más extravagante que he oído, ja ja.

    Besos.

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  2. Y qué me dices de la tienda de palillos,....tela

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  3. Espectacular Hong Kong también. Menos la estatua de Bruce Lee, que con la de Rocío Jurado en Chipiona deben de ser de lo más feo en estatuaria necrofílica.
    Las señoras filipinas están haciendo cola para Bulgari. Si es que no te fijas en nada.
    Película de espías? Confiesa!

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