jueves, 22 de noviembre de 2012

XXV. Laos (iii).

Queridos lectores:

Cuando salí a desayunar, cantó el geco, signo de buen agüero según la gobernanta, que habla buen inglés (08.11.12). De día es un acontecimiento, de ahí el augurio. De noche constantemente se oyen sus reclamos, que parecen cuchicheos intermitentes. Lo raro es que no tengan más cosas que decirse siendo tantos. Los hay por todas partes, montones y montones de salamanquesas acechantes en las paredes, siempre cerca de la luz de las bombillas.

Soy el primero en presentarse en la agencia. Al poco, entra Leeanne, australiana, luego Annalise y Sam, belgas, y finalmente Christine y Jurgen, alemanes. Nos guiará Mon, un hombre joven muy amable y bien dispuesto. Subimos primero a un motocarro, que aquí en Asia llaman tuctuc, cambiamos luego a un camión abierto para recoger los kayaks y a dos guías más, y por fin nos alejamos un buen trecho río arriba. Nos presentamos unos a otos y enseguida menudean las bromas. Sería imperdonable tener mal humor estando de vacaciones.

Mon nos da una clase rápida de manejo de los kayaks, nos enfundamos en los chalecos salvavidas, nos repartimos por parejas, menos Mon, que va en una embarcación monoplaza, y nos echamos al agua en un afluente del Mekong.

Christine y Jurgen, Sam y Annalise,
 preparándose para la travesía.

Leeanne.

Un galeote.

No sé cómo lo conseguimos, pero Leeanne y un servidor somos siempre los últimos. Recuerdo una experiencia similar en América hace años, dándole la tabarra a Rocío en un río sin caudal, y decido enmendarme: no importa que seamos los únicos que reman en círculo, ni que los demás hayan de esperarnos a cada rato. Hemos venido al río a disfrutar, no a ganar regatas. Eso sí, me lo tengo que repetir constantemente, porque en mi fuero interno querría que remásemos como atletas olímpicos pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible.


No hay más turistas en el río, que es entero para nosotros. Es muy bello, y avanzamos lentamente con la ayuda permanente de Mon, atento a todos. Los rápidos que negociamos apenas merecen el nombre, pero todos los remeros lo celebramos como si hubiésemos bajado las cataratas del Niágara. Poco antes de la confluencia con el Mekong, Mon nos anima a bañarnos. Sólo Sam y un servidor osamos, con el chaleco salvavidas puesto, pues la corriente es bastante fuerte.

Apenas asomados al Mekong nos embarcamos de nuevo. El tráfico de barcos es muy fluido, la corriente más intensa y no conviene correr riesgos. Varamos los kayaks, dejamos a los compañeros de Mon preparando la comida con unas mujeres, y subimos a visitar las cuevas de Pak Ou. En realidad apenas son unas grandes oquedades en un roquedo junto al río, pero son muy pregonadas como atracción local en Luang Prabang. Ambas albergan incontables figuras de buda, pero lo que más nos impresiona es la señal que indica en la pared de roca el nivel que alcanzaron las aguas en las inundaciones de hace unos pocos años. De este lado la orilla se eleva y con ella es fácil que lo hiciera el caudal, pero del que venimos, el paisaje es llano, y cuesta imaginar el mar que se hubo de formar para llegar tan alto. Mon nos dice que en las dos últimas ocasiones, en la década pasada, pudieron anticipar la riada y no hubo víctimas. En un par de días las aguas regresaron a su cauce. Debió ser impresionante. 


Preparando la comida ...

... ¡grillos vivos!

El poderoso Mekong.

Por budas, que no quede.

Mon sirve la comida.
No lo sabíamos, pero las mujeres esperaban a que terminásemos para quedarse con las sobras.

Volvemos a las barcas y remamos otro buen rato en el Mekong, hasta llegar a un poblado que será nuestra última parada. Algunas mujeres hilan en telares más que artesanos, y bajo todos los techos se exponen a la venta telas, faldas y otras manufacturas. Dudamos de que tanto género pueda ser producido en una aldea tan pequeña, pero Mon nos asegura que así es. Las faldas laosianas son muy elegantes, o al menos a un servidor se lo parecen, y me hacen especial gracia en las crías pequeñas que van al colegio uniformadas con faldas más serias que ellas mismas. Por supuesto que muchísimas mujeres prefieren otras prendas, y no parece haber obstáculo en vestir libremente, aunque estemos en un régimen totalitario. Ya quisieran mis amigas iraníes.

El poblado de Xangai.

Junto a las telas, el otro producto típico es el licor. Nos dan a probar un poquito del orujo local, que no rechazamos por cortesía: fortísimo. La gracia está en embotellarlo con pequeñas cobras, escorpiones u otros bichos. La escabechina animal es tremenda. A nuestras preguntas nos explican que, efectivamente, cada vez se ven menos serpientes y cada vez son más pequeñas. Normal. Por si las serpientes no fueran bastante también hay, en otros tarros más grandes, restos animales que tardamos un momento en identificar: garras de oso negro asiático. Acabáramos. Lo sentimos por los lugareños, pero a los seis turistas nos resulta difícil admitir el comercio de estos productos, por contradictorio que sea frente a muchas otras de nuestras conductas.



Ya de camino para Luang Prabang, preguntamos a Mon sobre la vida en Laos. Las cosas están mejorando, todo va progresando y el turismo, fuerte en la comarca, ofrece muchas oportunidades para todo el mundo. De hecho, Mon procede de un pueblo un tanto alejado, pero es aquí donde hay trabajo, y del bueno. Pese al sedicente régimen comunista, no hay un sistema universal de salud. Al menos eso nos explica Mon. Todo el que puede se paga un seguro médico privado. Unos cuatro dólares estadounidenses al mes, para gente que viene a ganar unos cien mensuales. Sin seguro, puede darse uno por fastidiado. En cuanto a la educación, me remito a su explicación sobre los estudios de los monjes. No sé cuáles serán los logros del régimen, pero sin educación ni sanidad, los veo difíciles de entender.

Al llegar a Luang Prabang Leeanne y un servidor nos apeamos a la entrada para visitar una estupa monumental que los demás ya habían visto. Los monjes barrían y barrían el patio de tierra. Tanto que el camino empedrado sobresalía del ras, y un gran montón de tierra ocupaba todo un rincón. Se lo advertimos divertidos a los barrenderos más jovenes, que se ríen por toda respuesta.

Quedamos luego a cenar los seis compañeros de excursión. En Luang Prabang abundan los restaurantes, y la comida laosiana es muy sabrosa. Nos contamos la vida: Christine es terapeuta especializada en la rehabilitación de manos. Jurgen se dedica por cuenta propia a tecnologías de la información. Sam se ocupa de controles de contaminación en una industria química. Annalise es funcionaria dedicada a inmigración. Leeanne, naturópata. Siempre me resulta curioso saber cómo se gana la vida la gente y, a juzgar por la recurrencia de la pregunta, también a los demás. Pasamos una agradable velada que terminamos pronto. El día comienza antes de las seis de la madrugada, el sol se pone unas doce horas después, y hay que aprovechar para dormir y levantarse temprano.

La estupa.


Acabarán por borrarlo del mapa, literalmente.

Para el día siguiente todos tenemos el mismo plan, pero estrategias distintas. Queremos visitar las cataratas de Kuang Si, a unos treinta y cinco kilómetros, pero si los demás se decantan por ir en bicicleta, un servidor tiene claro que mejor motorizarse. No son muchos kilómetros pero hace mucho calor y mucha humedad, y lo que puede empezar como un agradable paseo es fácil que se convierta en una pequeña tortura luego. Leeanne sabe que la oportunidad la pintan calva y al vuelo se apunta como pasajera en la moto. Nos citamos todos para cenar de nuevo juntos mañana y contrastar resultados.

Sam, Leeanne, Jurgen, un servidor, Christine y Annalise.


Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Amarrado al duro banco... con grilletes y luego grillos para comer...

    ResponderEliminar
  2. ¿¿¿Los gecos cantan??? No, si lo que no descubras tú por esos mundos... Entretenido y didáctico, as usual. No me pierdo una.

    ¡Besos!

    ResponderEliminar
  3. Vaya fotico de abuelo Pepe que te has hecho en el kayac. Podrías haberte estirado un poco más, chacho.
    Me quedo con las ganas de saber qué monserga le diste a Rocío en la canoa americana. Pobretica; está claro que es una santa paciente. Lo que creo que no se merecen los rápidos no es el nombre, es el verbo, negociar!
    Cómo se hace para que unos grillos vivos se queden quietos y boca arriba en un plato? Se les convence con palabras dulces al oído? En cualquier caso, grillos o no, tiene muy buena pinta la comida.

    ResponderEliminar
  4. Ah, y sí, a veces somos contradictorios, sobre todo en términos de ecología o conservación; pero más vale serlo y hacer algo bien de vez en cuando, que no y hacerlo todo mal siempre. No?

    ResponderEliminar