martes, 5 de febrero de 2013


XXIX. Malasia (ii).

Queridos lectores:

En mi segunda venida a Kuala Lumpur tomé primero el autobús hasta el centro, a una hora, y luego un taxi para llegar a casa de Alina, que me había invitado a hospedarme con ella y con su señora madre. Por suerte, la carrera se pagaba por anticipado mediante un cupón de importe fijo. Decir por suerte implica que, para empezar bien, hubo bronca con el chófer. Ya en marcha:
- Huy, ese barrio es muy grande. Va a ser difícil encontrarlo.
- No lo dudo, por eso voy en taxi.
- No sé, es muy complicado.
- Tendrá Usted GPS, o un plano, supongo. O puede Usted llamar a este número, si quiere, y que se lo expliquen.
- Ah, ¿tiene Usted teléfono?
- No, lo siento, pero puede Usted usar el suyo, ¿no?
- No, no. No puedo hacer gasto con el mío.

Rodeando la manzana para volver a la parada de taxis, mientras hacía ademán de devolverme el cupón:
- Mejor coge Usted otro taxi.
- Ni hablar. Soy un turista, vengo muy cansado (mentira) y precisamente me pago un taxi para que me lleve a un destino de su ciudad, no la mía.

Ni que decir tiene que no me moví, siempre con la mochila junto a mí en el asiento de atrás, pequeña precaución que evita jugarretas con el maletero del coche. El hombre berreó algo y sospecho que me mandó a los siete infiernos malayos, uno tras otro, pero no me inmuté.
- ¿De dónde es Usted?
- Eso no importa.

Llegamos al barrio y, efectivamente, para un conductor idiota y cicatero, sin mapa, ni GPS, ni saldo en el teléfono, ni imaginación para pararse a preguntar, la búsqueda fue tortuosa. El taxista detuvo el coche, se lamentó lloriqueando como un niño y me mandó a reproducirme biológicamente como un adulto (fuck you!). Ni pestañeé. Otro rato más, vuelta a parar y se baja del automóvil. Pensé que tanto va el cántaro a la fuente que al final tendría que emular las hazañas pugilísticas de Leopoldo y Adam y ya me aprestaba para lo que viniera, pero me equivoqué. Se dirigió a un bar al otro lado de la calle. Por la descripción que me había hecho Alina, intuí correctamente que estábamos muy cerca de su casa, y aproveché para bajarme por el otro lado y alejarme sin prisa pero sin volver la mirada.

Llegué al bar que Alina me había propuesto como referencia geográfica, la telefoneé con ayuda de un parroquiano y en unos minutos vino a recogerme.

Alina acogía también a Anders, un joven danés con quien más tarde estuve hablando un rato. Muy simpático, se había tomado unos meses de vacaciones para decidir sobre su futuro profesional, que vacilaba entre su actual ocupación de bibliotecario y sus estudios de psicología. Tras un rato de descanso, Alina nos llevó en coche a los dos a cenar cerca de las Torres Petronas, en una cantina popular.

Alina estudió empresa y finanzas y crea productos financieros para un banco de inversiones, lo cual le permite mantener, entre otras cosas, su afición por los bolsos caros, mal que le pese a su madre. Como ella dice, sin obligaciones personales no hay mal en ello. Descubrió la red social hace apenas un par de meses, pero se ha convertido en su pasión. Como ya he dicho, a mí, por ejemplo, me invitó cuando andaba buscando anfitrión. Alina nos decía que en general Malasia va a mejor, aunque a trancas y barrancas. Su barrio, popular y sin más turistas que sus invitados, daba una medida del modesto nivel de vida de la clase media, aunque Alina y su madre disfrutan de una casa bastante maja de dos pisos sólo para ellas.

En la cantina no se sirve alcohol, pues es musulmana, como la mayoría del país y nuestra anfitriona. Alina nos explica que en una región se intentó establecer la ley islámica como oficial, pero no fraguó por las protestas de muchos.
- Pero como digo yo, si no piensas robar, ¿por qué te ha de preocupar que te puedan cortar las manos?
Ni por un instante quise dejar semejante barbaridad sin contestación. Anders fue más prudente, o más hipócrita, y guardó silencio. Un servidor hubiera reventado, así que intenté hablar con ecuanimidad:
- Alina, no hay que buscar grandes razones morales para repugnar ese código. Como en toda actividad humana, en la administración de justicia tarde o temprano se producen errores y, mientras se pueda, hay que evitar que sean irreparables.

A Alina se le demudó el rostro. El argumento es sencillo e irrefutable, y ponerla en evidencia (o eso debió de sentir aunque no fuera mi intención) ante otro invitado le debió de parecer un ultraje. Allí acabó en seco la que hubiera podido ser nuestra amistad. Con todo, intentó defender su fé (confundir fé y Derecho, o incluso mezclarlos sin más, es un error de la infancia de la humanidad, por definición superado entre quienes aspiren a llamarse civilizados) invocando otras regulaciones absurdas sobre el valor de los testimonios en acusaciones de relaciones sexuales extramatrimoniales. Sólo que tal ámbito merezca regulación (otra que proteger la libertad sexual), la que sea, ya muestra a las claras que no estamos en presencia de Derecho, sino de algún remedo torpe e inicuo y, como en este caso, turbiamente embebido en revelaciones mágicas que algún listo que se llamó profeta recibió de una planta en llamas, o en sueños trastornados.

A partir de entonces Alina se mostró educada pero distante y desinteresada por cuanto me concerniera. Tanto peor, pensé, pero siendo una mujer hecha y derecha merecías una respuesta a la altura.

Siguió alguna conversación aguada y acabó el día tranquilamente, sin paseo por el centro porque llovía, durmiendo cada mochuelo en su olivo en casa de Alina y su madre.


 
 
Alina y Anders.

Tomad mucha fruta.


Por la mañana, como me había prometido, Alina me acompañó muy solícita a desayunar en el bar de la esquina (31.12.12). El ambiente entre los dos era muy frío y ninguno nos molestamos en caldearlo. Me enseñó el camino al metro y me marché luego a ver la ciudad, empezando por las Torres Petronas, que allí todo el mundo llama, abreviando, KLCC, Kuala Lumpur City Centre (El centro de Kuala Lumpur). Por desgracia, para subir al puente y las plantas más altas hay un cupo de visitas por horas y ya estaba agotado. Me saqué entrada para pasados tres días y seguí con la visita por la zona de edificios modernos.

Pandan Indah, el barrio de Alina.

En el centro de KL.

KLCC.

En el hall.

Enhebré en un paseo los pocos edificios coloniales que de cierto valor monumental perduran en Kuala Lumpur, el estuario fangoso como significa su nombre, ayudado de un mapa que gentilmente me prestó Alina, todo sea dicho. Recorrí luego otros monumentos secundarios, me compré una pequeña mochila para sustituir otra rota regateando a cara de perro con el mal encarado que me la vendió, me motilé en una peluquería regentada por un hombre que tenía todas las trazas de ser homosexual y que me explicó que a él no le afectaba, claro, pero que era una pena que Malasia fuese musulmana y no budista como Tailandia, donde hay mucha libertad sexual, pensé que a poco se llega si no lucha uno por sus derechos, tomé el monorraíl elevado, de juguete y a reventar de gente, luego el metro y me fui a casa.

Edificios coloniales.





Estación del tren. Una.

La otra.

Alina y Anders se preparaban ya para salir. Había una cena de la red social a las seis, y luego ambos estaban invitados a una fiesta de fin de año. Alina me explicó la víspera que era una fiesta privada, con numerus clausus y que, sintiéndolo mucho, no podía hacerme entrar. No te preocupes le había dicho, si tengo ganas de compañía iré a la cena y me quedaré luego con quien haya, y si no, ya veremos. No obstante, el numerus clausus debía serlo además intuitu personae, es decir, un servidor no pero Anders sí, según celebraron ambos sin recato cuando Alina le anunció en mis narices que él sí estaría entre los elegidos. Nada que reprocharle a Anders, pensé, que se divierta. No me hubiera importado acudir a la cena general y decidir luego qué hacer, pero tampoco quería salir con la lengua fuera. Por otra parte, todo eran obstáculos para organizarse con la llave de la casa para el regreso. Una para los dos invitados:
- ¿No podríamos hacer una copia?
- No me hace gracia que haya tantas en danza.
Al final acordamos esconderla bajo el felpudo y listo. Fuéronse ambos y quedéme solo con mis pensamientos. A nadie le gusta estar donde no le quieren y un servidor no es la excepción. Para invitarme y desairarme luego mejor no haberme dicho nada. Miré en internet: había un gran hotel español en el centro de la ciudad, a precios muy buenos. No sé qué estúpidos sentimientos me empujaban a permanecer, pero al final y tras haber hablado con Rocío por internet, prevaleció el amor propio. Dejé una nota educada y escueta de agradecimiento y sin más me marché.

Me sentí pletórico de camino al metro. Mi vida volvía a pertenecerme sólo a mí y a quien un servidor quisiera darle vela, no más. Con una enorme sonrisa me incliné sobre el mostrador del hotel, grande, céntrico y suntuoso, para inscribirme. No había acabado el papeleo cuando apareció un hombre joven y trajeado interesándose por el negocio. Cruzamos algunas miradas y enseguida se hizo patente que éramos compatriotas. Adrián, que así se llama y es el director de operaciones del hotel, celebró con sincera espontaneidad encontrarme. No pasan muchos españoles por aquí, afirmó, se puso a mi disposición y, de paso, me invitó a una habitación de clase superior al mismo precio, por ser vos quien sois y aunque el hotel está casi completo. Muchísimas gracias. Nada hombre, faltaría más, si no te tratamos bien a tí, ¿a quién?

Sinceramente emocionado por tan cordial bienvenida, se lo agradecí de todo corazón y tomé posesión de mi habitación, mi espacio y mi tiempo, y celebré con un arrebato de alegría mi buena decisión. Viajando solo se pierde a veces la perspectiva y falta entonces quien procure el contraste que restaure el equilibrio de las cosas. Ya no había duda, mis reparos habían sido un espejismo tonto y lo correcto fue actuar como lo hice. Correcto y feliz.  

No había decidido aún que hacer en Nochevieja, pero tras un rato de descanso, enseñoreado plenamente de mi destino, decidí salir a la calle a celebrarla al pie de las Torres Petronas, donde seguro habría una multitud con idéntico objetivo.

Desde el monorraíl se veían aquí y allá escenarios para festejar el Año Nuevo. Al pie de las torres empezaba a acumularse mucha gente, no pocos con vuvuzelas estridentes, y me animó mucho esperar una alegre explosión de júbilo cuando llegase la cuenta atrás.

Me hice con un par de cervezas y un tentempié y esperé con los demás en la plaza al pie de la fachada principal. Llegó la medianoche y con ella el año 2013, pero nadie se movió. Empezaron de inmediato los fuegos de artificio, no sé si chinos o malayos, pero de buen nivel, y me dije que a su fin daría la gente rienda suelta a la algarabía. Tampoco. Los malayos deben tener horchata en las venas, pensé, o les trae al fresco el año nuevo cristiano. Esto lo puedo entender pero, entonces, ¿para qué demontres salen a la calle con las vuvuzelas? Me quedé sin respuesta y sin darle ni un mal abrazo a algún compadre exaltado, como me habría gustado, pero por lo menos hice lo que quise, sin cortapisas de nadie.


Volví al hotel muy contento pese a todo, me dediqué a felicitar el Año Nuevo escribiendo desde el futuro en Oriente a los familiares y amigos que aún vivían horas antes en el Año Viejo en Occidente y, muy satisfecho, me fui a dormir en mi habitación superior del gran hotel.

Ni siendo tantos como éramos.

¡Feliz 2013!


Amanecí sin prisas, como me había acostado (01.01.13). Esperé admirando las pirañas de la pecera decorativa del hall, triste destino acabar dando vueltas en un recipiente pequeño y vacío. Desayuné como un señor en el bufé, lleno de gente quince minutos antes de que lo cerrasen y, cuando sentí que había disfrutado bastante del inicio del año en mi habitación superior del gran hotel, me fui a ver la parte moderna de Kuala Lumpur, o KL, como es de rigor referirse a ella en Malasia, empezando por, de nuevo, KLCC.

Piraña aburrida.





Del parque adjunto a KLCC sale una pasarela con aire acondicionado que conecta algunos centros comerciales. Me detuve a picar algo en un bar de tapas, decorado con evidente conocimiento de la cultura española y cuya carta mostraba perfecta ortografía hispana, lo cual era alentador. A sabiendas de que me servirían algo sólo remotamente parecido, pedí un pincho de tortilla y lo saboreé, pensando que en España lo habría mandado de vuelta a la cocina con indignación, pero que en Malasia era un sucedáneo gracioso, ya que no meritorio.

En el parque KLCC.

Cerveza y pseudotortilla de patatas.

De centro comercial en centro comercial llegué a la proximidad del hotel, me acerqué a encargar una colada y me fui luego al cine, a reparar mi relación con la industria que me alimenta tras la birria que había visto en Singapur. Esta vez asistí a algo decoroso que me dejó buen sabor de boca, pasé otro rato en mi habitación superior del gran hotel escribiendo tranquilamente y cuando me cansé me fui a dormir.

El segundo día del año me fui de excursión a Malaca (02.01.13). Aunque para ello primero tuve que aguantar una hora y media de retraso del autobús que, en otro tanto, me había de llevar allá. Por enésima vez, bendito libro electrónico y bendita costumbre de llevarme la chamarra para no sucumbir al aire acondicionado de la estación de autobuses, moderna y rutilante, pero carente de seriedad en el servicio.
Malaca fue sucesivamente enclave portugués, holandés y británico, y conserva algunas ruinas que a ojos de la Unesco la hicieron merecedora con Georgetown, de la que hablaré otro día, de su protección como Patrimonio de la Humanidad. Lo cierto es que, aunque interesante y bien conservado, lo que queda de aquello es más bien escaso. Unos pocos edificios en torno a una plazuela, un par de iglesias, una de las cuales en ruinas, una puerta fortificada, un cementerio y, como añadido moderno, un museo histórico de nueva construcción en un palacio a imitación de los antiguos.


Al mediodía hacía un calor despiadado. Pasé por todos los hitos históricos con obediencia militar y espartano desprecio por el equilibrio de mis humores corpóreos, me acerqué en un acto de heroísmo turístico al extremo de la ciudad que da sobre el estrecho de Malaca por cumplir el ritual geográfico, y me desplomé finalmente en el único restaurante que ví con ventiladores en el techo. Recuperado a base de cerveza selecta y pizza de batalla, deshice lo poco que me faltaba por desandar, me subí a un taxi, luego al autobús y me volví a la capital.

Malaca holandesa: stadhuys y Christ church.

Malaca portuguesa: puerta de Santiago.


 Lápidas cristianas en latín, portugués y flamenco.

Malaca británica: cementerio.

Malaca contemporánea: cementerio.

Malaca malaya: museo palaciego.

El estrecho de Malaca.


De regreso en KL, recogí primero la colada limpia y me recogí luego yo propio (es feo conjugar esta frase usando "servidor") en mi habitación superior del gran hotel.

Desayuné de nuevo como un pachá sin que las pirañas dijeran esta boca es mía y me fuí puntual a mi cita con KLCC (03.01.13). Valió la pena: ordenados en pequeños grupos con códigos de colores al cuello, sin esperas y con guía  exclusivo, fuimos llevados primero al puente que comunica ambas torres, no sé cuántas toneladas y el que más así y asá que ningún otro, y luego al ático panorámico de una de las torres. Altísimo. En su día el edificio más alto del mundo, creo que en términos absolutos, pero vaya Usted a saber. Las vistas eran magníficas pese a que KL no sea Tokio (sólo Tokio es Tokio: tampoco Seúl, ni Shanghai, ni Taipei, ni Hong Kong, ni Singapur son Tokio, claro).


El puente.






Me había citado con Adrián en el hotel para tomar café juntos. Me invitó, amabilisímo, a la cafetería exclusiva de la planta no sé cuántos, donde departimos un buen rato en tono relajado y afectuoso. Adrián, apenas comenzada la treintena, lleva un año y medio aquí con su mujer y, ahora, su hijo recién nacido. Es el subdirector del hotel, lo cual es un reto que le apetecía acometer tras años dedicado a auditar otros hoteles del grupo. En empresas tan grandes, de todo se ve, me contaba: desde el habitual descuido de no pasar por la registradora alguna consumición, hasta engaños más elaborados de empleados sin escrúpulos. En cierta medida es humano e inevitable. Como proponía Adrián en un ejemplo, es dudoso que el personal de mantenimiento en KL se haya gastado jamás un duro en reponer bombillas en casa, pero eso forma parte del negocio. Como la reposición de las toiletteries cursis del baño. Adrián, que ya se maneja algo en malayo de supervivencia, como él lo llamaba, me contaba que la segmentación de la sociedad por nacionalidades es muy acusada. Malayos, chinos e indios son los grupos principales. Esquemáticamente y sin que se malinterprete esto como un catálogo racista, me explicaba Adrián que, en general, los malayos son poco eficientes: se necesita aquí el doble de personal que en España. Los chinos son eficaces trabajadores y les motiva mucho el lucro. Los indios andan a mitad de camino, pero todo lo supeditan a sus componendas sociales. Le consta la corrupcion del país, pero por suerte no ha tenido que afrontarla, aún, personalmente. Por lo demás, los servicios esenciales, como educación y sanidad, parecen funcionar suficientemente y tanto su esposa como él desean quedarse algún tiempo. Le dí cuenta de mi viaje y circunstancias personales, pasamos tres cuartos de hora de lo más grato, y cuando ví que le empezaban a asediar otros empleados, terminamos la entrevista y nos despedimos con un franco abrazo y mi agradecimiento efusivo por su cariñosa acogida.

Con Adrián en el gran hotel.


Mi siguiente destino era Penang, una isla muy conocida al oeste de la península de Malaca. Allí había quedado con Michel, francés, en alojarme en su casa pasadas un par de noches por mi cuenta. Decidí prolongar la racha y reservé en un gran hotel de playa de los que en España me producirían aprensión meclazada con urticaria, pero que aquí recibí como la prolongación del regalo de Kuala Lumpur.

Para llegar hasta él sólo tenía que atravesar media isla en autobús urbano. Casi dos horas que me parecieron doscientas, pasando por la capital regional, Georgetown, y de nuevo agradecido a la chamarra y a la música de los auriculares. El hotel estaba muy bien, y allí me instalé a mis anchas. Me acerqué ya de noche al pueblo a cenar algo, entretuve la espera en la parada del bus departiendo con un matrimonio de jubilados noruegos, aprendí que él había sido campeón del mundo como seleccionador nacional de remo y terminé el día sin más novedad.

Llegando a Penang.


Sin desayunar bajé a la playa, a hacer unos katas antes de que el mundo se despertase (04.01.13).  La falta de forma, ya crónica, hizo que en apenas tres cuartos de hora dejase de sentir las piernas. Aunque ganada sólo a medias, me entregué con devoción a la colación matinal, y luego a la escritura de estas crónicas. Pasé la mayor parte de la mañana, y también de la tarde, ejerciendo de escribiente. Ya mediada la tarde volví a bajar a la playa, donde me dí un baño y charlé con Risa, que se me acercó curioso por saludarme.

Risa, malayo, acababa de regresar de cinco años trabajando en Londres. Según él, en Malasia falta limpieza y respeto al conducir. Por lo demás, en el país se vive bien, no hay más que verlo en la cara contenta de la gente. Eso no se puede falsear en ningún lugar, me decía. La educación es universal y si no gratuita, asistida con becas y préstamos a fondo perdido. Sólo hay que pagar los libros, pero todo el mundo puede estudiar (su mujer es profesora universitaria). También la sanidad, como ya me decía Adrián, es universal y bastante correcta. Pronto habrá elecciones generales, aunque suele ganar el mismo partido político, por el que nadie tiene gran estima ni tampoco grandes quejas.

Para ciertas cosas los malayos se miran en Singapur, pero dice Risa que es demasiado limpio, aquí la vida es más natural. También decía Adrián que, ahora que las tornas han cambiado, los singapureños que pasan por KL se suelen conducir con un poco de altanería para devolverles la lección a los malayos. Risa lamenta que los viejos no están bien atendidos por los servicios sociales y que, mayormente, sigan dependiendo de sus familias. La suya le está esperando un poco más allá, en la playa. Nos despedimos, me baño otra vez, admiro sin guía de campo los pigargos orientales y los milanos indios que vuelan bajo (haliaaetus luecogaster y haliastur indus),  me acerco a cenar algo al pueblo y me retiro sin más entretenerme.

El Océano Índico (el estrecho de Malaca) en Penang.
 


Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Celebro que fueras coherente con Alina. Como sabes, alguna decisión profesional he tomado yo por coherencia y por seguir mis principios morales. Ya está bien de que la gente sea tan descerebrada y nadie mejor que tú para ponerles los puntos sobre las íes, jaja. Y desde luego hay que ver lo que luce tu camiseta color kaki, caqui, beige o pardusca, junto al elegante Adrián, también me río, jaja. un abrazo

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  2. Molt bé. Si bien dicen que no hay que convertir a infieles, tampoco hay por qué soportar a los fieles. Claramente fue una muestra de mala educación pasar de ti para la fiesta. Peor para ella. Vaya botijos los malayos, con perdón, ahí parados en Nochevieja. Yo bailé el gañán style en Londres para celebrarlo, y ahí está el susodicho Adrián para probarlo. (Adrián, espero que no lo hagas!)
    Qué bien lo del hotel. Pareces de españoles gañanes por el mundo. Ves, Carlos, que no sólo tu eres meritorio de upgrades varios? Jejeje. Viva el lujo y quien lo trujo!

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  3. Uy, me he equivocado de Adrián. Yo me refería al mejicano, obviamente.

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