sábado, 23 de febrero de 2013

XXIX. Malasia (y ix).

Queridos lectores:

Otro largo paseo en autobús entre plantaciones de palma aceitera, y en algo menos de tres horas llegué a Semporna, en el litoral, cerca de la frontera con Kalimantán, la parte indonesia de la isla de Borneo (18.01.13). Como el pueblo prometía ser pequeño, desdeñé los insistentes cantos de sirena, quiero decir, de taxistas, y preferí caminar para así de paso reconocer el lugar.

No tardé más de diez minutos en llegar al extremo en el que se ubican la mayoría de alojamientos para turistas, incluyendo un hotel de propiedad china, muy grande, cómodo, de madera y asentado en la bahía sobre innúmeras columnas también de madera. Instalado que me hube en una buena habitación, salí a interesarme por las excursiones a las islas y arrecifes que dan fama al lugar. Desalentado por los exagerados precios que pedían en la única empresa que encontré abierta tras el ocaso, decidí cenar algo y amanecer temprano para intentar contratar algo en el mismo día.

Tras un mísero desayuno que ni merecía tal nombre en el hotel, con formidables vistas sobre el mar, eso sí, paré en la primera oficina que encontré abierta (19.01.13). Por casualidad se trataba de una agencia muy popular y con precios más razonables.

El hotel en Semporna.
  
Poco tardé en embarcarme para una salida que duraría hasta la tarde. Por el camino charlé con Tom, un londinense que andaba entreteniéndose por el Sudeste Asiático entre dos trabajos, y con quien quedé emplazado a tomarnos una cerveza si es que volvíamos a coincidir.

Tras una hora de rápida navegación llegamos a la isla de Mabul, en el mar de Sulu. Allí distintas empresas tienen desde muelles de atraque hasta hoteles de semilujo construidos a modo de palafitos. Nos servimos un buen desayuno a gusto de cada cual y no la mezquindad del hotel, nos pertrechamos con gafas, aletas y tubos los plebeyos, con equipos completos de buceo los patricios, y repartidos según el destino contratado salimos a bucear.

 
Achica, achica, que hacemos agua.

Hotel en la isla de Mabul.


Servidor se apuntó a un viaje muy habitual, un par de inmersiones en el entorno de esta misma isla y otra más en la cercana de Kapalai. En cada ocasión buceamos entre tres cuartos de hora y una hora, según lo que les alcanzase el oxígeno a quienes se sumergían con botellas. Ellos iban a su aire y nosotros, los bañistas a pulmón libre, al nuestro: una familia china que no parecía muy familiarizada con la natación, y un servidor. Caía una lluvia no muy intensa pero sostenida que resultaba un tanto desalentadora. La guía de los buceadores me recomendó, como hicieron los chinos, que me echase al mar con un chaleco salvavidas, me aseguró que el agua estaría caliente y que la lluvia no nos afectaría, posiblemente fuera amainando según avanzase el día, auguraba.

Tan díscolo como puedo llegar a ser, soy sorprendentemente (al menos me sorprende a mí mismo) dócil cuando afronto situaciones en las que, con permiso de mi soberbia, me sé dependiente del consejo ajeno, en especial mar adentro y cuando la presencia de mis compañeros chinos se insinuaba de poca utilidad práctica. Me tiré al agua el primero. Estaba, efectivamente, a buena temperatura, y comencé a explorar la plataforma submarina que rodea la isla y sobre la que se asientan los corales. Bellos, muy bellos, aunque no tanto como los que recordaba del Mar Rojo, los recorrí morosamente, solitario y a mi aire. De vez en cuando alzaba la cabeza para tomar referencia del barco y veía a mis compañeros a lo lejos, más querenciosos con la lancha y menos cómodos en el agua, según me pareció.

Me encantaría poder mostraros fotografías submarinas de tan hermoso lugar para que admiraseis la infinidad de peces, ostras gigantes, estrellas de mar, corales de muchos colores y formas y otros animales que se dejaban aproximar tanto y que proporcionaban una experiencia serenísima de observación de la naturaleza, pero os tendréis que contentar con la crónica o acudir a otra fuente, me temo. El arrecife queda a apenas un metro de la superficie, por lo que la sensación de seguridad era confortante pese a la lluvia, tanto que al poco me deshice del chaleco, un estorbo que llevé luego a rastras.

Los chinos se cansaron pronto de tanta agua, y un servidor volvió a bordo cuando vió que los buzos ya habían subido. Esta fue también la dinámica para las otras dos inmersiones. Intercambiamos impresiones, admirados todos de lo que habíamos visto y, tras breve navegación, recalamos en Kapalai.
  
Aguas cristalinas.

La isla de Mabul.

Se repitió el proceso y se repitió la hermosura de la vida marina. Aunque relajado, procuré mantener la atención para maravillarme constantemente: no todos los días se bucea en arrecifes coralinos, aunque sea en superficie. Volvimos a la isla de Mabul para comer, sin tacañerías, y por la tarde hicimos la última inmersión al otro lado.

Nadé tranquilamente, esta vez entre peces algo más grandes y distintos, supongo que por tratarse de un fondo más profundo y arenoso. Había un pantalán extendido al final de la isla, sobre el que descansaban un montón de charranes de especie indeterminada. Nadé y nadé, vigilante de vez en cuando para comprobar la ubicación del barco y si estaban ya de recogida. Hasta que no ví a nadie alrededor. Ni ví el barco.

Giré en derredor, escrutando con calma el mar, pero por más que aguzé la vista no encontré nuestra lancha. Pasados unos minutos, me convencí de que me habían dejado atrás. Solo en medio del mar, abandonado a mi suerte con cuatro adminículos exactamente: máscara, tubo, aletas y bañador. ¿Como era posible?, ¿cómo podían haberme olvidado? Fue inevitable sentirme como uno de los protagonistas de "Open water", buzos que en un despiste se quedan solos mar adentro y acaban sucumbiendo tras mucha calamidad. ¿Sería ese mi destino? Las preguntas se agolpaban en mi mente y la situación se prometía de veras dramática ...

Si no fuera porque me hallaba a escasos dos metros del pantalán de uno de los hoteles de la isla, claro. Así que me limité a dar por extraviado el barco, subir los escalones que me separaban de la plataforma del bar, y dirigirme a un encargado de seguridad que andaba por allí, por ver si era sólo mala vista mía o realmente no había embarcación que valiese. La conclusión fue que no la había.

Más resignado que enfadado, pregunté si no podría atravesar la isla a pie y llegar hasta el embarcadero de mi empresa. Así era. No hay mal que por bien no venga y pude conocer de primera mano la barriada donde viven los lugareños, eminentemente dedicados a dar servicio a los turistas. Muchas casas de madera hacinadas en el poco espacio disponible a este lado de la islita, bastante basura por el suelo y, lo peor, muchos cristales rotos. Descalzo como iba, me abrasé un tanto los pies caminando por la arena caliente, pero por fortuna no me lastimé con ningún vidrio. Triste impresión que contrastaba fuertemente con el aspecto pulcro de los alojamientos hosteleros y, sobre todo, con los precios que sus ocupantes pagan.

Cuando llegué al embarcadero y le expliqué lo ocurrido a la encargada, ésta mostró su sorpresa. Un servidor estaba también más sorprendido que enojado. En esas andábamos cuando apareció el barco, donde obviamente me habían echado de menos. Decidí que el asunto no merecía más atención y simplemente les encarecí que tuvieran cuidado en el futuro. Y que en vez de limpiar el poblado semestralmente, como me aseguraron hacían, lo hiciesen más a menudo por el bien de sus habitantes, en especial los chiquillos que andaban descalzos.

De allí al pueblo al caer la tarde, donde dí un paseo, comprobé por teléfono que donde antaño se los veía, la isla de Matanani cerca de KK, hacía años que no avistaban ningún dugongo, por lo que descarté una visita, comprobé también que toda la población de golondrinas del pueblo usaba los cables tendidos en la avenida central como dormidero y, por emulación, me fui a hacer lo propio no sin antes cenar algo y reservar plaza en otra excursión para el día siguiente.

Volviendo a Semporna.

Cada puntito es una golondrina.

Aprendida la lección, desprecié el desayuno del hotel y aguardé al del embarcadero de Mabul, adonde de nuevo arribé rumbo a la isla de Sipadán (20.01.13).

Sipadán es un lugar poco menos que mítico entre la comunidad de buzos aficionados. Además de ser una isla volcánica que emerge sin una gran plataforma alrededor, lo cual la hace atractiva para peces pelágicos que de otro modo sería difícil ver, está muy bien conservada. Hace unos cuantos años las autoridades obligaron a retirar todas las instalaciones que había allí, y ahora sólo un destacamento militar, presumiblemente relajado a juzgar por las tumbonas de playa que parecían ser su mobiliario principal, la ocupa permanentemente.

Otro motivo de su buen estado es que el permiso con el que las autoridades gravan las visitas las encarece considerablemente. El gran atractivo para los buceadores de a pie, como quien suscribe, es que incluso nadando en superficie se pueden ver, con mediana suerte, la mayoría de los grandes peces que en otros sitios exigen sumergirse con todo el equipo.

El esquema fue similar: tres inmersiones sucesivas con un descanso para comer en la isla. Antes tuve que firmar bajo identidad falsa porque en la agencia me endosaron el permiso de otro turista. Cumplida esta ilegalidad que no creo les importase un comino a los militares que guardaban aburridos el libro registro, marchamos a lo nuestro.

Llovía también ese día. Lamenté no haber cogido un traje de buceo en Mabul, pero nadie me lo sugirió y no caí en la cuenta. No llegué a pasar frío en la primera inmersión, aunque la temperatura del agua era algo incómoda. Por fortuna, según pasó el día mejoró el tiempo.

Sipadán realmente estuvo a la altura de su nombradía. Muchísimos corales de inmejorable aspecto, montones de peces de todo tipo, algunos enormes como el pez loro gigante, no menos de una docena de tortugas (aunque asumo repeticiones) algunas enormes, un banco grandísimo, y no exagero, de peces pelágicos que se dispersaba y arremolinaba como un solo organismo al paso de los nadadores, barracudas y sí, unos cuantos tiburones de cierto tamaño (de casi dos metros, me dijeron) que se contentaban con nadar entre dos aguas a un par de brazas de la superficie. Los escualos resultaron muy a propósito, pues en la mayoría de estas inmersiones no pude evitar que el tema musical de la película "Tiburón", o mejor dicho de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak (el anterior es un plagio), me rondase en la cabeza cuasi de continuo. Lo cual no me producía no temor sino diversión. Es curioso cómo el discurso inconsciente eclipsa la volición.

El guía de los buzos, un joven arquitecto belga temporalmente reciclado tras un viaje de placer, nos contó en la comida sus dificultades con grupos de turistas chinos que se enrolan para afrontar su primera experiencia de buceo sin siquiera saber nadar. Nos aseguró con aire resignado que normalmente ni la mitad consigue completar la inmersión. A Hannu, un finlandés experimentado en estas lides y a un servidor no nos costó lo más mínimo creerle, visto cómo se movían nuestros compañeros chinos en el agua.

En la singladura de regreso a Semporna coincidí de nuevo con Tom, que había estado en Sipadán el día anterior y, por haber hecho una inmersión más profunda de lo que debía, tuvo algún problemilla con los oídos aunque volvía encantado. Contrastándolos con los que habían visto Hannu y Tom, comprobé ser cierto que aquí los buceadores de superficie pueden ver casi los mismos animales que ven los de profundidad. Lo cual, unido a la abundancia y espectacularidad de la vida marina de la isla, sobradamente justificó el viaje, del que también un servidor retornaba más que satisfecho.

Tom y un servidor cumplimos nuestra promesa y cenamos juntos más tarde, no sin invitar a Hannu, que se unió de muy buena gana. La cena fue muy agradable, regada con selecta cerveza en lata e interesantes y divertidas conversaciones a tres bandas. Fue un muy grato final para mi estancia en Borneo, por donde anduve sin parar ningún día, pasando del Monte Kinabalu a Sepilok y al río Kinabatangan, a la Isla de las Tortugas, de nuevo al río Kinabatangan, a la Reserva de Vida Salvaje de Tabin y a las islas de Semporna. Destinos todos a cuál más interesante y gratificante. ¡Así sí!


Con Tom y Hannu (le arrimamos las cervezas por ser escandinavo).

Abrazos para todos.

4 comentarios:

  1. Hola, Ulises, leído que te he(no suena bien en pretérito perfecto), te he de decir que eso de que lo dejen por ahí a uno perdido en el mar no tiene tanta gracia. Pero claro, cuando dices que el pantalán estaba a menos de dos metros...ya cambia la cosa.

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  2. Muy bien, así, sin parar de sufrir... Te guardaremos un tiburón-ballena para que vengas a entrevistarlo.

    ¡Abrazos!

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  3. Eso, eso, que limpien más a menudo los poblados de los pobres trabajadores! Veo con satisfacción que sigues desfaciendo entuertos por esas lides, sigue así!

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  4. Qué graciosa la foto de los niños en la barca. Y qué bonico Borneo. Nos perdemos las fotos submarinas pero aprendemos lo de Tiburón (yo al menos no lo sabía).
    Gordo! Se ve que el primer desayuno te dejó noqueado, porque luego repites lo de comer sin tacañería.
    Qué brasa les darías a los de la barca de buceo para que te dejaran en el agua. Por fin, seguro que más de uno de tus interlocutores durante el viaje se hubiera alegrado de saberte en tamaño entuerto (dos metros de entuerto, pero bueno, vale). Jijijiji.

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