jueves, 7 de febrero de 2013

XXIX. Malasia (v).

Queridos lectores:

Desayuné con parsimonia y con periódico e incluso volví a la cama después a recuperar un poco más de sueño (10.01.13). Anduve hasta la oficina de correos, envié a casa el diploma de colorines en un sobre reforzado, me daba pena tirarlo, intenté sacar dinero en un banco pero no pude, la señorita aducía tales y cuales razones imputables a mi tarjeta, aunque no dijo nada de mi condición de infiel, todo un detalle tratándose como era de un banco musulmán según se anunciaba en el nombre, me fuí a otro banco, internacional, y a mi tarjeta se le pasaron de pronto los males, con dinero en el bolsillo cogí un taxi, honrado por enésima vez, qué gusto, paramos a por la mochila camino del aeropuerto y dejé atrás esta etapa.

Facturo el equipaje, incluyendo el paraguas invencible, y hago cola en el control de pasaportes. Curioso, me digo, que sólo por cambiar de estado dentro del mismo país, como cuando salí de Penang, haya de pasar este control. Tras veinte minutos me llega el turno, ¿va Usted a Sandakán, no? pues no necesita pasar el control, su puerta de embarque es aquélla. Disimulé la cara de tonto como  buenamente pude y me marché antes de sentirme más ridículo.


Ya es oficial.


Kota Kinabalu desde el aire.


Paseando por la sala de embarque me saluda con un gesto una turista, cuya cara me resulta conocida aunque no caiga de dónde. En el avión, al otro lado del pasillo, vuelvo a coincidir con la misma turista, más sonrisas corteses. Cuando aterrizamos en Sandakán la única cinta de los equipajes escupe primero que todo mi paraguas, huérfano de la mochila, entre las risas de la concurrencia. Con solemne dignidad me acerco a recogerlo, reíd, reíd, sí sabré yo los nobles servicios que me ha prestado este humilde trasto.


Desde el avión pude comprobar que la mayor parte del paisaje está ocupada por plantaciones de palma aceitera. Alineadas, dan un aspecto ajardinado que cubre kilómetros y kilómetros cuadrados. Como en nuestras latitudes, los retazos de vegetación silvestre aparecen sólo intermitentemente, encaramados a las laderas más abruptas o refugiados en vericuetos. Ya me lo había anticipado Michel en Penang. Ocurre que el aceite de palma está desprestigiado para el consumo humano, aunque hoy por hoy siga apareciendo en numerosísimos alimentos elaborados industrialmente. También es ingrediente de muchos productos cosméticos, pero lo que parece mantener su pujanza, pese a la caída de los precios internacionales, es su nueva faceta como combustible para la automoción. Si en Malasia el campo está tomado por las palmas, en Indonesia es, dicen todos, mucho peor. Tanto que los incendios provocados para clarear el monte causan grandes inmisiones de humo en la parte malaya de la isla de Borneo, una de las más grandes del mundo, mayor que la Península Ibérica.

Meandros, por si alguien los había olvidado.

Plantaciones de palma aceitera dominan el paisaje de Borneo.

A la salida me espera Gordon, mi contacto en Sandakán. Vamos rápido si no te importa, que he de volver al trabajo. Sin que se lo haya pedido, Gordon, muy oficioso, ha venido sólo para acercarme a la ciudad. Por la tarde estará con otros amigos extranjeros, pero me propone quedar a las once de la noche, cuando termine, para ayudarme con mis planes de viaje. Le agradezco las atenciones y me despido hasta luego.

Cuando por fin encuentro el hotelito que había reservado por internet, me encuentro también a la turista de antes. En vista de tanta coincidencia, quedamos en vernos pasadas un par de horas para comer juntos. Aprovecho el receso para llevar la ropa a lavar. Atravieso así otra parte de la ciudad, nuevo ejemplo de la escritura benévola o embaucadora de las guías de viaje. El centro no es más que una acumulación de cuatro calles mal contadas sin nada que reseñar, en las que se suceden los comercios, la mayoría en manos de chinos o descendientes de chinos, con algunos taxis aburridos aparcados en hilera. En el extremo, un mercado al que ni siquiera me molesto en entrar, autobuses desvencijados, anteriores incluso a la invención del motor de explosión, que salen de un estación que también me ahorro, algunos hoteles medianos, y la lavandería. Allí la señora que atiende, de la que sólo el rostro emerge de sus ropas obedientes con los rigores islámicos, saca una a una las prendas de mi hato para echar la cuenta. Allá van al suelo, pinzados con los dedos, pantalones, camisetas, calcetines y calzones. No es momento de remilgos, así que no digo nada que no sea asegurarme de que mañana a las nueve en punto ha de estar la entrega lista, por favor.

En el hotel me reúno con Mathilda, que así se llama la turista reincidente, y vamos juntos al centro comercial del puerto, la única parte moderna de la ciudad, donde, siguiendo los designios de Mathilda, esperamos encontrar algún restaurante de comida occidental.

Mathilda es sueca, acaba de cumplir veinte años en el viaje, y subió el Kinabalu al mismo tiempo que un servidor. Por más que lo intento no consigo recordarla.
- Sí, sí, me adelantaste un par de veces, por eso te he saludado hoy en el aeropuerto.
Hago memoria de todo lo que ví en la montaña.
- Ah, ¿eras la chica de los pantalones cortos diminutos?
- Sí, demasiado cortos, me temo (riendo con ganas)
- Ahora sí te recuerdo, claro, me tienes que disculpar (más risas).

También se ríe ella de mi paraguas solitario en el aeropuerto.
- ¿Era tuyo?
- A mucha honra.

Era la primera vez que Mathilda subía un monte. Tardó seis horas en llegar al refugio. Pero hizo cima al día siguiente y bajó en sólo tres horas desde el refugio a la puerta, gracias a un guía (es obligatorio contratar uno) dedicado en cuerpo y alma a su labor.
- Era mi ángel de la guarda, el buen hombre me llevó literalmente de la mano todo el día.

La felicito, no todos los novatos llegaron hasta arriba y aunque el Kinabalu tiene más belleza que dificultad, como primera experiencia montañera no está nada mal. Cuatro mil metros se notan ya en la respiración, además de la lluvia, la roca mojada, la oscuridad y otros inconvenientes.

Exploramos el centro comercial, que no tiene mucha oferta, y acabamos en una hamburguesería de las habituales. Le digo que no se preocupe, no diré a nadie que quiso comer aquí. Se ríe con ganas.
- No me importa, he descubierto que lo que me gusta es la comida occidental, y si no hay otra cosa, me voy a una hamburguesería, o a una cafeteria (de las franquicias de siempre).

Esta es la historia de Mathilda: empezó el viaje con diecinueve años, hace unos pocos meses. Estudiante e hija única, es la primera vez que viaja sin sus padres, en especial su madre, que es su amiga. Tras algunas semanas con otros amigos que vinieron con ella y que ya regresaron, descubrió que no le gusta ir de mochilera. No le hace ninguna ilusión compartir habitación, algo que nunca había tenido que hacer en su vida, menos con un montón de gente, menos todavía compartir el cuarto de baño, ni comer de baratillo cualquier bocado, ni tener que frecuentar lugares en los que la higiene dista abismos de la de su país natal. Y sin embargo disfruta del viaje. Me lo cuenta todo entre risas libres, contagiada de mis carcajadas cada vez que me confiesa esto o lo otro.
- Mis amigos me decían que no soy una "mochilera" (backpacker), sino una "pijilera" (flashpacker).

Nos partimos de la risa comparando sus actitudes con las que preponderan entre los viajeros de su edad, a cual más emperrado en ahorrar, por fuerza, eso no se niega, tres cuartos a base de comer cualquier cosa y dormir en cualquier parte, incluyendo el tren nocturno en Tailandia, con cucarachas haciendo la ronda por la almohada.
- No pegué ojo, toda la noche sentada en el borde de la litera.
- ¿Y tus amigos?
- Mis amigos durmieron a pierna suelta, con cucarachas incluidas.

Más risas. Mathilda no tiene complejos y es fiel a sí misma. Ahora que le queda poco tiempo de viaje se gasta el dinero en comer mejor y dormir en hoteles con habitación propia. Me río:
- Viajas como una señora de mi edad y no como una chica de la tuya.
- Pues sí, además mi madre me dijo que si quería volver a Tailandia (lo que más le gustó), me pagaba el billete, así que en unos días iré para allá, a la playa como una señora.

Mathilda se ríe sanamente de todo, empezando por sí misma, y un servidor la sigue contento de dar rienda suelta a unas cuantas carcajadas. En Borneo tiene tres propósitos: ver el elefante pigmeo (que es un pedazo de elefante, por más que sea el menor del género), ver orangutanes y ver el ciervo ratón.
- Sobre todo el ciervo ratón. Mi novio en Suecia se burló de mí porque decía que eso no existe, así que estoy resuelta a fotografíar uno para enseñárselo.
- Por supuesto, además eso te puede servir como motivo para el divorcio.
- Me lo estoy pensando.

Más y más risas, que entre tanta conversación han cambiado del restaurante a una terraza junto a la bahía, de donde al marcharnos otros turistas nos advierten que nos dejamos al perro. Se refieren a una rata como un gato de grande que corría antes entre las mesas.
- Tranquilos, al doblar la esquina le daremos un silbido para que nos siga.

¡Pies, para qué os quiero!


Volvemos al hotel, Mathilda se despide para ir a dormir, tiene las piernas entumecidas del esfuerzo en la montaña y camina, según ella, como si tuviera ochenta años. Un servidor hace tiempo en la habitación hasta la cita con Gordon.

Gordon llega puntual y nos sentamos a tomar un chocolate soluble en una cantina. Dirige una sucursal bancaria en ésta su ciudad natal. Me hubiera acogido en casa, pero en estos días anda liado yendo a ver a su madre, octogenaria con un esguince, y con los amigos que ha despedido esta tarde. La vida en Borneo es buena, me dice, aquí se está bien, hay muchas cosas que ver y que hacer, tengo un buen trabajo, salud, y muchos amigos que pasan por mi casa gracias a la red social. Le encanta a ayudar a los viajeros y conoce su país mejor que diez guías de viaje juntas. Estoy que me caigo de sueño y, aun a riesgo de parecer maleducado, le ruego que por favor me ayude a planear mis próximos días y nos retiremos pronto. Gordon, que no tiene más afán que el de ayudar, pronto me da las directrices exactas de qué hacer, cómo, cuándo, dónde y por cuánto. Incluso se compromete a llamar por la mañana para reservarme plaza en un alojamiento en el campo, recogerme cuando vuelva y llevarme a ver algunas cosas más.
- Muchísimas gracias, pero no quiero que te molestes.
- No hay de qué, tendré el día libre y será un placer ayudarte.


Se lo agradezco mucho todo, nos emplazamos para vernos en tres días y me marcho al hotel.

Con Gordon.


A las nueve menos cinco recojo la ropa de la lavandería (11.01.13). De camino al hotel me cruzo a Mathilda, que ha decidido ir a Sepilok en autobús. Le digo que, gracias a la información de Gordon, he averiguado que en taxi cuesta este poco, ya lo he comprobado preguntando, se tarda tanto en llegar y dan de comer a los orangutanes a tal hora. Asombrada, Mathilda acepta mi propuesta de compartir el coche en cuanto deje la ropa en la habitación. Es sólo la primera muestra de la suma efectividad de Gordon.

Sepilok es un centro de rehabilitación de orangutanes, a media hora de Sandakán. Sandakán es el nombre legítimo de la ciudad y no un plagio de las novelas de Emilio Salgari, más bien su inspiración. Labuán, de donde procedía la Perla, la dama que enamora a Sandokán, es una isla al este de KK, famosa por sus tiendas de alcohol libre de impuestos a las que se escapan los malayos y los vecinos de Brunei cuando se hartan de espiritualidad. En Sepilok, decía, recogen simios huérfanos o rescatados de otros malos destinos y los liberan en un bosque protegido (y abierto), donde un par de veces al día les llevan comida a unas plataformas preparadas a la vista de los curiosos que, como nosotros, pagan por entrar.

Llegamos poco antes de la hora y nos hacemos un sitio entre el grupo nutrido de visitantes. Pronto se advierte movimiento entre los árboles y en las sogas tendidas hasta la plataforma. Un orangután primero y luego otros dos se acercan braquiando a merendar. Me pellizco: ¡estoy viendo orangutanes salvajes en las selvas de Borneo!

Su expresión y su modo de tantear la fruta, curiosear en el cesto y conducirse en general, es perfectamente humana, o la nuestra simiesca, o más bien ambas comunes. Todo el mundo está maravillado. Cuando los animales se cansan de fruta, pasada media hora, rompe a diluviar y la congregación se deshace en desbandada. Gracias a mi paraguas, ya no tan ridículo, espero con Mathilda a que escampe un poco al doble abrigo de un gran árbol. Sólo estamos nosotros, los guardas que cierran la comitiva y una pareja española con la que hablamos un poco en espera de un respiro. Son simpáticos, ella trabaja en Calcuta y ha venido de vacaciones, él se ha escapado de España para coincidir aquí. De contarme esto a colocarme la perorata de la espiritualidad asiática sólo median unos instantes. Ni me sumo a sus razones ni me molesto ya en discutirlas.
- Claro, claro.

 




Visitamos el pequeño museo del centro, vemos un vídeo documental, reponemos fuerzas con un café, nos despedimos. Mathilda se marcha con un grupo de turistas de su edad y a un servidor le recogen para ir a la selva.

Museo de orangutanes.

Punto de reunión en la barra con los amigos.

Mathilda.

Abrazos para todos.

5 comentarios:

  1. Muy bien, muy bien...me voy a braquiar un rato.

    ResponderEliminar
  2. Hombre, yo he sido flashpacker de toda la vida. Mathilda es sabia...

    ResponderEliminar
  3. Ooooooh! Espero que saludaras a los orangutanes de mi parte. Qué bonitos! Esto sí que me da envidia, y alegría por ti.
    Lo de las palmas de aceite también ocurre en Costa Rica, está invadida, sobre todo el sur.
    Y deja de mirar los shorts de las escaladoras. Jajjaja. Rocío, pon orden, que se te orangutaniza el Fernan y se va braquiando detrás de alguna simia con nalgas poderosas. Jajjaja.
    Keep going!

    ResponderEliminar
  4. Hay que ver todo lo que se aprende leyéndote, Fernando. He estado braquiando toda mi vida y yo sin saberlo, je je...

    ResponderEliminar
  5. Je, je, está muy bien eso de braquiar y es muy correcto. Qué pasada los orangutanes. Aquí en Maputo hemos tenido otro encuentro con primates esta mañana, en el jardín de casa. Nuestros gatos han conocido por fin a los monos (cercopitecos), los cuales se han entretenido un rato persiguiéndolos para espanto de los mininos. Qué lío con tanta fauna...

    ResponderEliminar